jueves, 18 de noviembre de 2010

Celebremos a nuestro Rey, que reina desde la cruz y desde la Eucaristía


La Iglesia celebra a su Rey, y para eso le dedica una fiesta litúrgica especial, en el último domingo del año litúrgico. También el mundo celebra a sus reyes, pero estos se diferencian del Rey de la Iglesia.

Los reyes de la tierra visten con vestidos de lino finísimo, bordados en oro y plata; nuestro Rey lleva por un manto púrpura, que es su propia sangre; los reyes de la tierra llevan brillantes coronas de oro, de diamantes, de rubíes, de esmeraldas; nuestro Rey lleva una opaca corona, una corona de gruesas y filosas espinas, que horadan su sagrada cabeza, y abren ríos de sangre que corren por su rostro, inundando sus ojos, sus oídos, su nariz, su boca; los reyes de la tierra se sientan en mullidos tronos, confeccionados con madera costosísima, adornada con ricos metales; nuestro Rey, Jesucristo, reina desde un trono muy particular, la cruz, hecha de madera dura y pesada, tan pesada, que laceró sus hombros, abriéndole profundas heridas y haciendo correr abundante sangre, y los metales que la adornan no son ni oro ni plata, ni nada parecido: el metal que adorna el trono de este Rey, es el duro y frío hierro de los clavos que atraviesan y horadan sus manos y pies, abriendo torrentes de sangre bendita, la sangre del Cordero, que riega y empapa la seca tierra del Monte Calvario, pero sobre todo riega, empapa e inunda los secos corazones humanos, fecundándolos con el Amor santo del Santo Espíritu del Dios del Amor.

Los reyes de la tierra son aclamados por las multitudes que, enfervorizadas y asombradas por los triunfos terrenos, aplauden las victorias mundanas, y ensalzan a sus reyes con vítores y alabanzas, porque han sometido a sus enemigos; el Rey de la tierra, a pesar de haber vencido, desde la cruz, a los enemigos del hombre, el demonio, el mundo y la carne, es tratado con burla, con desprecio, con indiferencia y con sorna, por las multitudes humanas que lo vituperan, lo insultan, lo ultrajan, rechazando su cruz, su sangre y su triunfo, y sólo es aclamado, ensalzado y alabado, por unos cuantos pocos que, con el corazón dolido, se lamentan de sus pecados y de la muerte de su Rey, al tiempo que le agradecen con el canto de sus labios y de sus corazones.

Los reyes de la tierra reciben títulos honoríficos, dados por los hombres, y aunque esos títulos pocas o casi ninguna vez se corresponden con la realidad, los reyes de la tierra son reconocidos por ellos; el Rey Jesucristo, recibe un título, dado por los hombres, que es clavado en la cruz de madera, y es el título de “Rey de los judíos”, pero también tiene otros títulos, dados por Dios Padre, y esos títulos son: Rey de los hombres y Rey de los ángeles, Rey del cielo y de la tierra, Rey vencedor, Rey Misericordioso, Rey Fuerte, Rey Tres veces Santo, Rey Inmortal, Rey piadoso, Rey Bondadoso, Rey Omnipotente, Rey Omnisciente, Rey Sabio, Rey Majestuoso, Rey poderoso, Rey Invencible, Rey Humilde, Rey Pacífico, Rey Vencedor del Infierno, de la muerte y del pecado, Rey Amable, Rey del Amor, Rey de la Paz, Rey que reconcilia a los hombres con Dios.

Quienes se acercan a los reyes de la tierra, si gozan de su favor, reciben de estos reyes gloria mundana y posesiones terrenas, y títulos nobiliarios, que no son más que títulos humanos, que se imprimen en el papel, y no tienen más realidad que la del papel; quienes se acercan al Rey de los cielos, y a su trono de la cruz, reciben de Él un título real y verdadero, un título de sangre, el ser hijos de Dios, porque este Rey, que es Dios Hijo, les dona su filiación divina, su Ser Hijo de Dios, y esto es tan real, que convierte al alma, de criatura, en hija adoptiva de Dios; quien se acerca a este Rey, que reina en la cruz, recibe de Él el bien más preciado de todos, su Costado abierto, y de su Costado abierto, su Corazón traspasado, y con Su Corazón traspasado, su Sangre bendita, y con su Sangre bendita, su Espíritu, el Espíritu Santo, el Amor de Dios; quien se acerca a este Rey, recibe de este Rey el bien más preciado de cualquier bien, el ser hijo adoptivo de Dios, y recibe la Sangre del Cordero, y con esta sangre, todo bien, todo amor, toda luz y toda paz, infinitamente más del bien, del amor, de la luz y de la paz la que pueda desear o esperar cualquier corazón humano.

Los reyes de la tierra someten y sojuzgan sin piedad a sus súbditos, en cambio, nuestro Rey, Jesucristo, reina con amor y compasión, derramando sobre las almas el océano infinito de Amor eterno contenido en su Corazón, su Espíritu y el de su Padre, el Espíritu Santo.

Los reyes de la tierra, si aman, lo hacen con un amor humano, imperfecto, limitado; un amor que, de ninguna manera, da vida, puesto que es sólo amor humano; el Rey de los cielos, Jesucristo, ama a toda la humanidad, a todos y a cada uno en particular, y su amor, es un amor humano-divino, porque es el amor del Hombre-Dios, de Dios, hecho Hombre perfecto, sin dejar de ser Dios Perfecto, y el amor humano-divino del Corazón Sagrado de este Rey, es un amor que no cambia, es un amor eterno, infinito, como un océano infinito de amor eterno, que no termina nunca, que no se agota nunca, que es siempre el mismo, y que está siempre entregándose en acto presente, es decir, que abarca todos los tiempos, el pasado, el presente y el futuro, por que es eterno.

El Amor de este Rey se dona siempre, de modo continuo, entregándose en Acto presente, por todos y cada uno, y la donación de su Amor se hace real y efectiva, para cada alma, en la comunión eucarística. Celebremos entonces a nuestro Rey, que nos dona su Amor real en la Eucaristía.

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