viernes, 21 de enero de 2011

Adoremos a Cristo en la Eucaristía, y con su luz iluminemos este mundo de tinieblas


“Seguidme y os hará pescadores de hombres” (cfr. Mt 4, 12-23). Jesús, predicando en Galilea, camina por la playa y encuentra a unos pescadores que se encuentran trabajando en su oficio: “limpiando redes”, dice el evangelio. Se detiene, mira a Pedro y a su hermano Andrés, y los llama para que sean “pescadores de hombres”. Ellos abandonan las redes y su oficio, y lo siguen. Más adelante, encuentra a Santiago y a Juan, hijos de Zebedeo, también ellos pescadores, los llama para que sean sus discípulos y ellos, “dejando la barca y a su padre”, lo siguieron.

Podría parecer que, en esta escena, todo surge al acaso: a medida que Jesús camina por la playa del lago, se encuentra con unos pescadores, y como son los primeros a los que ve, los llama a ellos. Podría pensarse que simplemente fue una casualidad el hecho de que Jesús haya elegido a pescadores para que ocupen el puesto de Papa y de Apóstoles: así como eligió a unos pescadores, podría haber elegido a cualquier persona que ejerciese cualquier otro oficio: carpinteros, obreros, agricultores, etc., pero como caminaba por la playa, y era lógico que se encontrara pescadores, eligió a los pescadores.

Pero nada hay al acaso en la mente divina, porque Dios no obra al azar. En la mente de Cristo Dios, la Iglesia pre-existe desde la eternidad, y es para prefigurar a esa Iglesia suya, pre-existente en su mente eterna, y a su obra de salvación de las almas, que se concretará en el tiempo, cuando Él esté en la tierra, que Jesús elige a unos pescadores.

Cada elemento del episodio de la elección de Pedro tiene un significado sobrenatural: la barca de Pedro es la Iglesia; Pedro, el pescador, es el Papa; el mar de Galilea, es el mundo y la historia humana; los peces, son las almas de los hombres de todos los tiempos; la red, con la cual se atrapan los peces, es Cristo con su gracia; los peces subidos a la barca luego de la pesca, son los hombres rescatados del mundo y del pecado por la acción de los sacramentos de la Iglesia; al final de la pesca, los peces en buen estado, son las almas que ingresan en la eterna bienaventuranza, y los peces en mal estado, los que se desechan, son las almas que voluntariamente renuncian a entrar en el Reino de los cielos, porque voluntariamente renuncian de Jesucristo.

La elección de los pescadores, entonces, no es al acaso, porque está destinada a constituir a la Iglesia que, como misteriosa barca que surca el mar de los tiempos, habrá de rescatar a los hombres que navegan en las aguas del mundo, para conducirlas a la comunión de vida y amor, en la eternidad, con las Tres Personas de la Trinidad.

Tampoco es al acaso, ni es casualidad, que el llamado y la elección que Jesús hace de Pedro y sus discípulos sea en Galilea: es el cumplimiento de una profecía mesiánica, anunciada por Isaías: “¡Tierra de Zabulón, tierra de Neftalí, camino del mar, país de la Transjordania, Galilea de las naciones! El pueblo que habitaba en tinieblas vio una gran luz; sobre los que vivían en las oscuras regiones de muerte, se levantó una luz”.

Esta enigmática profecía de Isaías tiene su explicación, y está directamente relacionada con este evangelio: Isaías, refiriéndose a la tierra de Galilea, dice que es un pueblo que “habita en tinieblas” y en “oscuras regiones de muerte” (Is 9, 1ss).

Para los israelitas, los habitantes de Galilea caminaban en tinieblas, porque estaban lejos de Jerusalén del Templo de Salomón, en donde se rendía culto al Dios Único y Verdadero, y porque además eran ignorantes de la religión y de sus obligaciones. Vivían en tinieblas, porque eran comparados a los paganos, que al no ser alumbrados por la luz de Dios, viven en tinieblas.

Pero la profecía de Isaías se refiere principalmente a una realidad espiritual: las tinieblas en las que vive el pueblo, son las tinieblas del pecado, del error y de la ignorancia, y el pueblo, representado en la región de Galilea, es toda la humanidad: toda la humanidad, desde Adán y Eva, vive sumergida en la oscuridad del pecado, porque se ha alejado de Dios, Luz eterna, y fuera de Dios, única fuente de luz divina, sólo hay oscuridad y tinieblas. Y como Dios es también la Vida en sí misma, y el Creador de toda vida, la humanidad, al alejarse de Dios, habita en tinieblas que son “sombras de muerte”: alejados de la Fuente de Vida que es Dios, los hombres, todos los hombres de todos los tiempos, y no sólo los habitantes de Galilea, viven en tinieblas de muerte.

El desenlace de esta situación, y la conexión con el evangelio de la elección de Pedro y sus discípulos, se ve cuando Isaías dice que sobre este pueblo, se eleva “una gran luz”, y que este pueblo “vio” esa luz: la luz que ve el pueblo, es decir, la humanidad, no es el astro sol, el que todos los días sale en el horizonte: la “luz” que la humanidad “ve” es Cristo, luz eterna de Dios, una luz que, a la vez, es vida, y vida eterna: “Yo Soy el Pan de Vida”.

Cristo dice de sí mismo: “Yo soy la luz del mundo (Jn 8, 12)”, y Juan en su evangelio también lo dice: “El Verbo era Dios (…) era la luz de los hombres” (cfr. Jn 1, 1ss); Cristo dice de sí mismo: “Yo Soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6-9), y también Juan en su evangelio lo dice: “El Verbo era Dios (…) era la luz de los hombres (…) era la vida de los hombres”. “Dios es luz” (cfr. 1 Jn 1, 5), y Cristo es el icono, la imagen de Dios (cfr. 2 Cor 4, 4), y por lo tanto, Él es Dios, que es luz eterna, y es el resplandor de la gloria del Padre, y su luz es vida y fuente de vida eterna para quien lo recibe en la Eucaristía con un corazón contrito y humillado. La humanidad visible de Cristo es el icono de la su divinidad invisible: es lo “visible de lo invisible”[1]; quien ve a Cristo, ve a Dios, quien contempla la Eucaristía, contempla, bajo el velo sacramental, a Cristo Dios, luz eterna.

Es por eso que quienes reciben a Cristo, son iluminados por su gracia, y con su gracia les es comunicada su vida, y quienes lo rechazan –lo rechazan las tinieblas-, permanecen en “tinieblas y en sombras de muerte”, lejos de la luz de Dios manifestada y comunicada por Cristo.

“El pueblo que se hallaba en tinieblas vio una gran luz”. Hoy, igual que en los tiempos de Isaías, y mucho más aún, la humanidad vive en tinieblas mucho más densas, mucho más oscuras, mucho más peligrosas, porque en tiempos de Isaías, todavía no había llegado el Mesías, y los pueblos no conocían la luz de Dios; hoy, en cambio, el Mesías, que ya vino por primera vez en Belén, y murió en cruz y resucitó, es rechazado, una y otra vez, y no sólo es rechazado, sino que el Adversario de la humanidad, el demonio, es preferido a Cristo, haciendo realidad las palabras del evangelista Juan: “El Verbo era Dios (…) era la luz de los hombres (…) la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas” (cfr. Jn 3, 19).

Hoy los hombres han construido un mundo de tinieblas, porque han expulsado hasta el Nombre de Dios de todas las manifestaciones del hombre pero sobre todo ha sido arrojado del corazón del hombre: hoy el Dios de la vida no es tenido en cuenta para formular leyes, y por eso el hombre construye, con el aborto, la eutanasia, la eugenesia, la cultura de la muerte; los niños y los jóvenes, alentados por la indiferencia de sus padres, huyen de la Iglesia y de Jesús, como si fuera un malhechor, y enceguecidos por las luces engañosas del mundo, dejan de lado todo pudor, toda norma moral, todo valor, hundiéndose en el abismo de la lujuria, de las drogas, del alcohol, del sexo; las familias enteras, llamadas a ser “Iglesia doméstica”, en donde se aprenda a amar a Dios y al prójimo, son convertidas en campos de concentración masivos, dominados por la tecnología, por la televisión, por la red, y engañados por los medios de comunicación, se olvidan del amor a Dios y al prójimo; olvidado de Dios, el hombre navega en la más profunda tiniebla, y así deja que el prójimo pase hambre, frío, y todo tipo de necesidad, sin importarle en lo más mínimo, porque cuando no hay amor a Dios, el amor al prójimo desaparece; la humanidad vive en tinieblas, buscando la felicidad en aquello que sólo le causa tristeza y pesar en esta vida, y dolor eterno en la otra: las drogas, la lujuria, el dinero, el poder.

Los hombres han enterrado los Mandamientos de Dios, para poder vivir amando las tinieblas, y así no sentir remordimiento. Incluso hasta en la misma Iglesia ha entrado la espesa niebla de Satanás, puesto que no se respeta al Santísimo Sacramento del altar, se comulga en pecado mortal, sin importar el sacrilegio, las criaturas se presentan ante Cristo Eucaristía vestidas indignamente, no se respeta a la Madre de Dios, ni se acude a Ella, ni se le reza; abundan los lobos vestidos de cordero, dentro y fuera de la Iglesia, y fuera de la Iglesia las sectas y los cultos demoníacos como el Gauchito Gil y la Difunta Correa, crecen cada vez más, a causa de los católicos que en masa abandonan, apostatando, a la Iglesia de Jesucristo, la Iglesia Católica, dejando los templos vacíos, por falta de fieles, y también por falta de sacerdotes.

El espíritu del anticristo sopla a sus anchas entre los hombres que caminan como muertos en medio de una sociedad anticristiana y antihumana.

Es necesario mirar en el interior de cada uno, para notar cómo disfrazamos nuestras almas cuando acudimos al Templo, y con cuánta necedad nos acercamos a Jesús, sin arrepentimiento, sin deseos de cambiar el corazón, con vanagloria y soberbia, sin darnos cuenta de que a Dios nadie lo engaña, sino que somos nosotros quienes nos engañamos a nosotros mismos.

“El pueblo que se hallaba en tinieblas vio una gran luz”. Para nosotros, que vivimos en las tinieblas de muerte de un mundo sin Dios y anticristiano, también brilla una gran luz, una luz desconocida, sobrenatural, venida del cielo, que sólo puede ser percibida con la luz de la fe, con la pureza y la inocencia que da la gracia de Cristo, y es la luz que brota de la Eucaristía. Es la Eucaristía la gran luz concedida por la Misericordia Divina, para que nos alumbremos en estos días y en los que vienen, cuando la oscuridad será cada vez más densa.

Adoremos a Cristo en la Eucaristía, y con su luz iluminemos este mundo de tinieblas.


[1] Dionisio el Areopagita, cit. Evdokimov, P., El arte del icono. Teología de la belleza, Publicaciones Claretianas, Madrid 1991, 185.

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