sábado, 19 de febrero de 2011

Quien comulga y no ama a su enemigo, comete sacrilegio



“Ama a tus enemigos” (cfr. Mc 8, 34). El mandato de Jesucristo demuestra su origen divino, pues es imposible cumplirlo humanamente. Si bien los judíos conocían el precepto del amor al prójimo (cfr. Lv 19, 18), el concepto de “prójimo” estaba limitado a aquellos que compartían la raza y la religión, y por lo tanto quedaban excluidos todos los demás hombres, y con mucha mayor razón, los enemigos.

Jesucristo elimina esta restricción, y hace este mandato de alcance universal, aunque le agrega algo que no estaba contenido en el mandamiento mosaico: no solo manda amar a todo hombre, más allá de la raza y de la religión, sino que manda amar al “enemigo”, y no de cualquier forma, sino “como Él nos ha amado” (cfr. Jn 13, 34), es decir, con un amor de cruz, y el amor de la cruz es un amor divino, que brota del corazón mismo de Dios Uno y Trino.

El amor con el cual el cristiano debe amar a su enemigo no es un amor humano, sino el amor divino que pasa por el amor humano del Corazón de Jesús, traspasado en la cruz, que en el momento de ser traspasado deja escapar, como un torrente incontenible, la inmensidad infinita del amor misericordioso de Dios, que se derrama sobre las almas humanas.

En esto radica la novedad absoluta del mandato del amor cristiano, en que el amor con el que los cristianos deben amar a su prójimo, incluido el enemigo. Esto da un indicio de que la religión cristiana no es de origen humano, sino divino, porque sólo con el amor de Dios se puede perdonar a quien es enemigo.

Un enemigo, por definición, es alguien a quien no se puede amar, porque precisamente falta el amor de amistad, y esa ausencia de amor de amistad, hace que ese prójimo, en vez de amigo, sea enemigo, es decir, un contrario, un adversario. Humanamente, es imposible amar a un enemigo; a lo sumo, se puede tener para con él respeto, o buen trato –por ejemplo, en una batalla, cuando el enemigo es nuestro prisionero-, pero de ninguna manera se lo puede amar.

Por eso muchos dicen que Jesús manda algo imposible, porque no se puede amar a quien es un enemigo. Pero Jesús no manda nada imposible, y si Él manda a amar a los enemigos, es porque Él fue el primero que dio el ejemplo, dando su vida por los hombres, que eran enemigos de Dios a causa del pecado, pero sobre todo, porque Él, desde la cruz, da aquello que hace posible amar al enemigo, y es la gracia divina. Sólo por medio de la gracia divina, que transforma el corazón humano en un nuevo corazón, que es una imagen y una copia del Sagrado Corazón de Jesús, puede el hombre amar a su enemigo.

Pero hay algo más que debemos tener en cuenta en relación a este mandato de Jesús: antes que cualquier diferencia que podamos tener con nuestro prójimo, debemos preguntarnos siempre si no es acaso nuestro prójimo él también hijo de Dios por la gracia, nacido de Dios y por lo tanto imagen suya.

Por la gracia, nuestro prójimo es nuestro hermano, con un lazo de hermandad más fuerte que la hermandad carnal, y es además un miembro vivo de Jesús Cristo[1], adquirido por Dios al precio de una vida divina, y por lo tanto tan valioso a los ojos de Dios como el mismo Jesucristo.

Por la gracia, por la vida divina que hemos recibido en el bautismo, somos todos uno en Cristo y en Él somos todos un solo Cuerpo, animados por el Espíritu de Cristo como el alma anima el cuerpo; por la gracia somos todos hijos de Dios, hermanos en Cristo, piedras del mismo divino templo y miembros del único Cuerpo Místico de Cristo, porque Dios, como hace una madre con sus hijos, nos une a Sí mismo en su seno y en su corazón[2].

¿Podemos amar a Cristo sin amar al mismo tiempo a sus hermanos y miembros que son en Él y que viven en Él y con Él, y que son animados por su mismo Espíritu? No es posible, y es por esto que San Juan dice que quien dice amar a Dios, a quien no ve, pero no ama a su hermano, a quien ve, es un “mentiroso” (cfr. 1 Jn 4, 20).

Jesucristo no sólo proclama, sino que da el ejemplo con la entrega de su vida por cada uno de nosotros en la cruz. Él mismo pone en práctica lo que predica, ya que su muerte en cruz es realizada por nosotros, que por el pecado éramos enemigos de Dios. Por eso en la cruz, Jesucristo nos ama no sólo con su amor humano perfecto, sino también con el amor divino; su muerte en cruz significa entonces para nosotros el derramarse y el exteriorizarse en nuestro ser y en nuestra vida personal la plenitud del amor de la Trinidad. La efusión de Sangre de su Sagrado Corazón es el símbolo y el vehículo de la efusión del Espíritu Santo a partir del único Corazón de Dios[3], y es este Espíritu de Amor divino, que une en el amor al Padre y al Hijo, inhabitando en nosotros, nos comunica este amor divino y hace Él mismo de vínculo de unión que nos une a nosotros con Cristo y en Cristo a Dios Trino[4]. El misterio y el Amor substancial de la Trinidad de Personas revelado en Jesucristo es el fundamento de la caridad sobrenatural en la comunidad de personas humanas: “Como yo os he amado, vosotros también amaos los unos a los otros” (Jn 13, 34).

Si Cristo nos manda amar a nuestros enemigos, si Él nos da el ejemplo muriendo por nosotros para que de enemigos de Dios pasemos a ser hijos suyos, si Él nos da su gracia divina, la fuerza del amor divino para amar a nuestros enemigos, nada justifica en nosotros el no amar a nuestros enemigos, nada justifica en nosotros la más mínima sombra de hostilidad. Cuando obramos así, Cristo desde la cruz me mira y me reprocha mi dureza de corazón.

El amor con el cual debemos amar a nuestros enemigos, es un amor divino que debemos buscar, que debemos beber en su misma fuente divina, las heridas y el Corazón abierto de Jesús en la cruz, su Sagrado Corazón, glorioso y resucitado, que late con la fuerza del amor divino en la Eucaristía.

Toda la fuerza del amor divino, necesaria para amar a nuestros enemigos como Cristo nos pide, con su mismo amor, con un amor que lleve a la cruz, está en la Eucaristía. Quien comulga y no sólo no ama, sino que ni siquiera perdona a su enemigo, comete un sacrilegio, porque desperdicia y pisotea el Amor divino donado en el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús.


[1] Cfr. Scheeben, ibidem, 365.

[2] Cfr. Scheeben, ibidem, 365.

[3] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, ...

[4] Cfr. Francois Varillon, Teología dogmática como Historia de la Salvación, Ediciones Paulinas, Bogotá 2 1968, 142.

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