viernes, 11 de marzo de 2011

Cuaresma es el tiempo del cambio del corazón; para eso está Dios crucificado, con su Sagrado Cuerpo empapado de sangre

Jesús es tentado por el demonio en el desierto

“Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto (…) Después de ayunar cuarenta días y cuarenta noches, fue tentado por el demonio” (cfr. Mt 4, 1-11). El Espíritu Santo lleva a Jesús al desierto y allí Jesús pasa cuarenta días sin comer ni beber, en ayuno y en oración. Al final de este largo período, Jesús siente hambre; en ese momento, el demonio se le acerca y lo tienta.

De todo este episodio puede sacar provecho el cristiano: del ayuno de Jesús, y de las tentaciones del demonio.

El cristiano puede sacar provecho del ayuno y de la oración de Jesús, porque estas dos acciones de Jesús en el desierto, prefiguran, fundamentan y caracterizan la Cuaresma del cristiano: ayuno y oración: así como Jesús pasó cuarenta días en ayuno y oración, así el cristiano debe rezar los cuarenta días de la Cuaresma, y debe ayunar y hacer abstinencia de carne según los días establecidos por el precepto de la Iglesia.

El ayuno, porque el cristiano, participando del ayuno de Jesús por la privación del alimento corporal, mortifica los sentidos y las pasiones.

La oración, porque con la oración el alma se despega de este mundo y se eleva a Dios, para entrar en diálogo de amor y de vida con la Trinidad de Personas divinas.

También de las tentaciones debe sacar enseñanzas el alma fiel, por eso las veremos una por una. El demonio tienta a Jesús con tres tentaciones distintas: en la primera, aprovechando el hambre que siente Jesús después de ayunar durante cuarenta días y noches, lo tienta con el pan, diciéndole que "si es Dios", que convierta a las piedras en pan. El diablo le dice: “Si eres Hijo de Dios, haz que estas piedras se conviertan en panes”. Al halagarlo con este título, trata de que nuestro Señor haga una muestra innecesaria y presuntuosa de su propio poder[1]. Jesús, en cuanto Dios que es, tiene el poder de hacer el milagro que le sugiere el demonio, y de hecho, obrará el milagro de multiplicar los panes, pero ahora rechaza hacer este milagro en beneficio propio, y renuncia a hacer una demostración de sus poderes al demonio. Jesús demuestra su perfecto desprendimiento de todo lo que no sea la voluntad de Dios, y así nos enseña a confiar en Dios, y a no anticiparnos a la Providencia Divina.

En la segunda tentación, el demonio lleva a nuestro Señor a Jerusalén y lo coloca en uno de los tejados del templo. Como Jesús había demostrado confianza en Dios, ahora el demonio, aprovechándose de esta confianza, quiere inducirlo a cometer un pecado de presunción, lo cual haría Jesús si le prestara oído: “arrójate abajo desde aquí”. La contestación de Jesús nos hace ver que no son los milagros los que deben condicionar nuestra confianza en Dios, porque eso sería “tentar a Dios”[2]. Es como decir: “Si Dios me hace este milagro, entonces recién voy a confiar en Él”.

En la tercera tentación, el demonio lleva a Jesús a un monte sobre la llanura de Jericó, y trata de tentar a Jesús con el poder terrenal, ofrecido a cambio de que Jesús lo adore a él. Pero Jesús le recuerda que sólo a Dios se debe adorar.

Las tentaciones son tres, pero en todas está latente una misma propuesta: conseguir la corona, el triunfo, la gloria, sin la cruz. El demonio sugiere el camino más fácil, y el más engañoso, y por eso va escalonando sus tentaciones, de modo creciente: la satisfacción del hambre, la aclamación como mesías, porque haría un milagro en un templo religioso, y así la gente lo aclamaría como mesías, y luego, atacando la confianza en Dios, invita a una apostasía total de Dios y a una confianza ciega en Satanás, lo cual es indicio de que en el alma reina la soberbia[3].

San Ignacio de Loyola, en sus Ejercicios Espirituales, dice que el demonio repite con el hombre las mismas tentaciones con las cuales trató de tentar a Jesús, buscando que el hombre se aleje de Dios por tres escalones descendentes: primero, lo tienta con la codicia de bienes materiales, que serían el equivalente a los panes; luego, lo tienta con la vanagloria, con el deseo de ser aclamado, y por último, lo tienta con la autosuficiencia y la soberbia, que hace partícipe al alma del pecado demoníaco en el cielo, y aleja completamente al alma de la Presencia de Dios, a la par que lo encadena y lo retiene bajo su mando, como un esclavo.

Las tentaciones de Jesús nos tienen que llevar a considerar que el hombre, con la ayuda de la gracia, no solo puede vencer absolutamente al enemigo de la raza humana, sino que es capaz de cumplir la voluntad de Dios en su vida.

Los cuarenta días de ayuno y de oración de Jesús en el desierto, y su posterior rechazo de la tentación demoníaca, anticipan la Cuaresma de la Iglesia como tiempo litúrgico.

Pero, ¿qué es la Cuaresma en cuanto tiempo litúrgico? ¿Qué es lo que la diferencia de otros tiempos litúrgicos, y del tiempo profano?

La Cuaresma es el momento de preparar el espíritu para recibir la gracia de la conversión, por medio del ayuno y de la oración, como hizo Jesús en el desierto.

Al iniciarse la Cuaresma, los cristianos debemos examinarnos profundamente en nuestras conciencias y debemos practicar el ayuno, fuertemente, tanto el corporal, pero sobre todo el espiritual: el negarse a lo que el pensamiento desee llevar, dando gusto a lo que la criatura quiere y desea de manera egoísta.

La Cuaresma es el tiempo para anular los deseos desordenados, contrarios a la ley divina; el ayuno de la Cuaresma consiste en rechazar toda palabra que cause mal, todo pensamiento en contra de los hermanos, en contra del prójimo; el ayuno de Cuaresma es evitar las malas miradas y los malos sentimientos, que llevan a caer en el desamor y en el pecado.

La Cuaresma es el tiempo de la negación de sí mismo y de tomar la cruz del Amor, de la salvación, de la fraternidad, de la fe. Es tiempo de olvidar los rencores del pasado y del presente, de las rencillas, y de las ofensas recibidas, y es tiempo de pedir perdón por las veces en que hemos ofendido.

Este ayuno es el que se eleva hacia el Trono de la Santísima Trinidad, como incienso precioso y agradable. La Cuaresma es tiempo de ayuno de las palabras y del ruido exterior, ofreciendo el silencio, tanto interior como exterior. El silencio, interior y exterior, fruto del ayuno de las palabras innecesarias y vanas, es el paso previo para detener el pensamiento y fijarlo en la oración.

De esta manera, preparado el espíritu humano, por el ayuno y la oración, recibe la gracia, y con la gracia, la vida, el amor, la luz y la alegría de Dios Uno y Trino, y de esta manera, el corazón humano, así iluminado por el Amor divino, sirve como un dique que contiene el inmenso mar de odio que ya ha tomado posesión de los hombres.

Un corazón endurecido, un corazón de piedra, únicamente es doblegado por el Amor, y para que el Amor divino fluya a través del Cuerpo Místico, es que los bautizados ayunan y oran en Cuaresma. “Dios es Amor” (cfr. 1 Jn 4, 16), dice el evangelista Juan, y quiere derramarse sin medida sobre los corazones humanos, pero solo lo puede hacer en un corazón contrito y humillado, arrepentido de sus pecados, y la Cuaresma es el tiempo propicio para que actúe la gracia, transformando al corazón humano en un recipiente sin fondo en donde se derrame el Vino Nuevo, el mejor vino, el Vino del Amor de Dios, la Sangre del Cordero.

Cuaresma es el tiempo para orar, y para orar sin descanso la principal de las oraciones, el Santo Rosario, en toda situación, en todo tiempo, en todo lugar.

La Cuaresma es el tiempo litúrgico en el que, de modo especial, el Amor de Dios se derrama sobre los pecadores arrepentidos, y sobre los corazones transformados por la gracia, que toma un nuevo rumbo, de amor, de perdón, de caridad, de santidad. Ni siquiera con la mirada deben los hijos de Dios juzgar a su prójimo.

Cuaresma es el tiempo de la conversión; es el tiempo del cambio del corazón, y para eso es que Dios está en la cruz, con su Sagrado Cuerpo crucificado y empapado de sangre; Cuaresma es el tiempo para alzar la vista hacia Dios crucificado, y ver la inmensidad del amor de un Dios que no duda en sacrificar su vida por los hombres; es el tiempo para conmover el duro corazón humano, al ver el estado en el que ha quedado Dios encarnado, por la furia deicida del hombre; es el tiempo para acercarse a Cristo crucificado, y escuchar el suave latido de su Corazón, que late con la fuerza y el ritmo del Amor divino.

Cuaresma es el tiempo para no hacer vano el sacrificio del Hombre-Dios en la cruz; es el tiempo para que los corazones de los cristianos latan al unísono con el Corazón de Jesús, que sientan con Él. Si la Cuaresma pasa sin ayuno, sin oración, sin deseos de cambio de corazón, en vano será que Jesús abrió su Corazón, dejando que lo traspasen en la cruz; en vano serán las gracias infinitas que brotan de su Corazón.

No dejemos transcurrir la Cuaresma sin hacer nada, viviendo nuestro cristianismo con una actitud pasiva, cómoda, fácil, que se limita a simplemente escuchar, pero luego se deja pasar, porque se escucha como quien oye caer la lluvia.

Jesús no tuvo ninguna comodidad en el desierto: pasó hambre, sed, soledad, sufrió el calor insoportable y quemante del sol, y padeció el frío lacerante de la noche del desierto, con temperaturas bajo cero; Jesús no tuvo ninguna comodidad en la cruz, suspendido por los clavos de hierro, con su cuerpo lacerado, ensangrentado, cansado, agobiado, ultrajado; en la cruz pasó sed y hambre; fue insultado, fue dejado morir, todo por nosotros, y nosotros, pasamos la Cuaresma cómodos y sin hacer nada, sin tomar la cruz, y sin decidirnos a seguir a Jesús, y no solo eso, sino que vivimos por y para los placeres y las comodidades de la tierra –televisión, computadoras, videojuegos, paseos, fútbol, cine, asados, salidas, diversiones mundanas, y tantas cosas más, muchas de ellas contrarias al querer divino-, habiendo sido llamados, por el Divino Amor, a padecer el Calvario junto a Jesús.

Tomemos la cruz, y abracémosla, y sigamos libremente a Jesús camino del Calvario, movidos por el Amor de Dios, el Espíritu Santo, para ser crucificados con Él.

De otra manera no tendremos vida eterna.


[1] Cfr. Orchard. B., et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 352ss.

[2] Cfr. Orchard, ibidem, 353.

[3] Cfr. ibidem, 354.

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