lunes, 7 de marzo de 2011

El significado de la Cuaresma


La Iglesia inicia un nuevo período cuaresmal, el cual tiene una duración de cuarenta días, para conmemorar los cuarenta días que Jesús pasó en el desierto.

Pero, ¿cuál es el sentido último de la Cuaresma? ¿Lo único que hace la Iglesia es conmemorar, hacer presente por el recuerdo, los cuarenta días de Jesús en el desierto?

La Cuaresma tiene un sentido mucho más profundo que un mero recuerdo, y un significado sobrenatural inmensamente más grande que la mera evocación de la estadía de Jesús en el desierto.

En Cuaresma –como en todo tiempo litúrgico-, la Iglesia se introduce en el misterio sobrenatural del Hombre-Dios Jesucristo, pero esta introducción en el misterio no se reduce a un mero recuerdo de la memoria: la Iglesia, por la gracia divina que, brotando del Hombre-Dios como de su fuente, se derrama sobre ella de modo continuo, se vuelve partícipe de su vida y de sus misterios, lo cual quiere decir que, para la Iglesia, y por el influjo de la gracia, las acciones salvíficas del Hombre-Dios se vuelven actuales y se renuevan por medio de la liturgia.

La presencia de la acción salvífica de Jesús implica una unión espiritual e íntima por la gracia de los bautizados con Cristo, por medio de la liturgia, y a su vez, por el misterio de la liturgia, implica la contemporaneidad de la Iglesia, de sus miembros, con Cristo, en una misteriosa pero real participación al eterno “hoy” del Dios eterno[1].

Uniéndonos a Cristo en el misterio, nos volvemos contemporáneos suyos, y Él es, para nosotros, su Iglesia, ni pasado ni futuro, sino nuestro presente, que permanece siempre con nosotros[2]. Se establece así una íntima comunión de vida y de amor, ya en la tierra, como anticipo de la que se dará en el cielo, con Cristo, al tomar parte, de modo esencial, de su vida y de su obra[3], porque la acción salvífica de Cristo se continúa y se actúa en el tiempo, misteriosamente, por la participación de los fieles en la liturgia.

Esto quiere decir que la Iglesia se vuelve partícipe, por la liturgia, de la vida de Jesús, y particularmente, en el tiempo de Cuaresma, participa de modo activo de su ayuno y de su oración en el desierto, es decir, de modo real y no figurado, y de modo real y no meramente en el recuerdo.

De esto se sigue la validez, la actualidad y el sentido del ayuno corporal, de la abstinencia de carne los viernes, de la penitencia, de la mortificación, y del aumento de la oración: si el Señor de los cielos ayuna y ora en el desierto, por la salvación de los hombres, ¿puede la Iglesia, en sus miembros particulares, laicos y sacerdotes, banquetear, alegrarse según las alegrías del mundo, disiparse en los vanos festejos de la mundanidad, participar de la exaltación de la carne, tal como se da en los carnavales? De ninguna manera: la Iglesia debe hacer ayuno y oración, penitencia y mortificación, para acompañar a su Señor que por los hombres se priva de manjares y sufre sed, calor y frío en el desierto. La Iglesia, en Cuaresma, debe internarse en un desierto espiritual, acompañando a Jesús que reza en el desierto de arena.

La Cuaresma de la Iglesia está anticipada y prefigurada en los cuarenta años en los que el Pueblo Elegido peregrinó por el desierto, hasta llegar a la Tierra Prometida, la ciudad de Jerusalén, en donde se encontraba el Templo: así como los judíos peregrinaron por cuarenta años por el desierto, bajo el sol ardiente y bajo el frío helado de la noche, alimentándose del maná bajado del cielo, y calmando su sed con el agua de la roca: “Moisés alzó la mano y golpeó la peña con su vara dos veces. El agua brotó en abundancia, y bebió la comunidad y su ganado” (cfr. Num 20, 11).

Del mismo modo, así la Iglesia, Nuevo Pueblo Elegido, peregrina por el desierto del mundo, en pos de la Tierra Prometida, la Nueva Jerusalén, la Jerusalén celestial, en donde está el Templo y el Sacerdote de la Nueva Alianza, Cristo Jesús; la Iglesia peregrina en el desierto del mundo, y sus miembros caminan en el mundo buscando de evitar el sol ardiente de las pasiones y bajo el frío helado de los corazones sin Dios, alimentándose del Nuevo Maná, del “verdadero pan del cielo” (cfr. Jn 6, 32), el Cuerpo sacramentado de Cristo Jesús en la Eucaristía, bebiendo del agua cristalina de la gracia, que brotó como un manantial inagotable de la Roca traspasada, el Corazón abierto del Salvador en la cruz.

El significado entonces de la Cuaresma no se limita a un mero recuerdo piadoso: se trata de participar, por la gracia, por la fe, y por el misterio de la liturgia, de la Pasión salvadora del Hombre-Dios, y es así como no solo se justifican el ayuno, la penitencia y la oración, sino que se da a estos un sentido salvífico, porque se convierten en el ayuno, en la penitencia y en la oración de Jesús, el Cordero Inmaculado.


[1] Cfr. Casel, O., Il mistero del culto cristiano, Edizioni Borla, Roma 1960, 193.

[2] Cfr. Casel, ibidem.

[3] Cfr. ibidem.

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