miércoles, 4 de mayo de 2011

El que cree en el Hijo tiene vida eterna

El acto de fe en Jesucristo
es una respuesta a la gracia
y al Amor de Dios,
que atrae aún
más gracia
y más amor divino.


“El que cree en el Hijo tiene vida eterna” (cfr. Jn 3, 31-36). La frase significa que quien tiene fe en Jesucristo posee, ya en esta vida, una nueva vida, una vida sobrenatural, la vida misma de Dios Uno y Trino.

No se trata de la fe natural, obviamente, esa fe que se usa todos los días en lo cotidiano –nadie se pone a averiguar si el nombre que el desconocido nos dio, corresponde con su DNI, y si su DNI es auténtico, y si se corresponde con su acta de nacimiento, y así al infinito-; se trata de la fe sobrenatural, la fe que viene dada como don, junto con la gracia divina. Luego de recibida la gracia, con esta viene la fe, que presenta al intelecto las verdades sobrenaturales del misterio del Hombre-Dios. “Creer” a estas verdades de fe, consiste, por parte del hombre, en el asentimiento que éste presta a la revelación divina[1]. En este acto de fe, es decir, en este acto asentir a la gracia, ya se tiene la vida eterna, porque por la gracia, el alma se hace partícipe de la vida sobrenatural de Dios Uno y Trino. Sin embargo, este acto de está aún incompleto, porque deberá ser acompañado por las obras, las cuales constituyen como un segundo momento de un mismo movimiento. Si no hay obras, el acto de fe queda trunco, y por lo tanto, es como si no se tuviera fe, por aquello de que “sin obras no hay fe”: “Muéstrame tu fe sin tus obras, y yo te mostraré mi fe por mis obras (Sgo 2, 18).

Por lo tanto, si creer en Jesucristo es ya poseer la vida eterna, esto significa obrar movido por la fe, puesto que si no se obra según la fe, significa que no hay fe.

Otro aspecto importante a tener en cuenta es que el asentimiento mismo –creer- es un movimiento que secunda a la gracia, ya que es la gracia la que impulsa al hombre a creer en misterios tan altos y tan inaccesibles para el intelecto humano.

De esta manera, asentir a la fe, creer, o dar el “sí” a lo que nos presenta la revelación, es asentir, creer y dar el “sí” a la gracia divina. Cada vez que se reza el Credo, se canta el Gloria, se reza el Angelus, el Regina Coeli, el Padrenuestro y, por supuesto, cada vez que se asiste a Misa, se asiente, se cree y se da el “sí” a la gracia divina, que nos presenta los misterios sobrenaturales velados a los ojos del cuerpo, pero accesibles a la luz de la fe. Todos estos actos de fe son una respuesta del alma a la gracia divina, una especie de participación al “Sí” de María, pronunciado ante el anuncio del ángel.

Por el contrario, la negación de las verdades de fe, la primera de todas, que Cristo, Hombre-Dios, es el Salvador, no consiste en una mera negación sin mayores consecuencias: la negación de Jesucristo como Salvador –negación que se produce, en cada acto pecaminoso, porque en cada acto pecaminoso hay un acto de negación de Cristo y de desesperación del alma-, implica una negación previa, más alta, la negación de la gracia divina, que dio al alma la luz y la fe necesaria para aceptarlo, y el alma, libremente, lo negó.

La negación de la fe trae como consecuencia un oscurecimiento del alma y de sus potencias, convirtiéndola en objeto de la ira divina, que ve negada la gracia donada gratuitamente por amor. Del mismo modo, el acto de creer, atrae, como un imán irresistible, más y más gracia divina, y más y más Amor de parte de Dios. Es esto lo que sucede, por ejemplo, con el asistir a Misa: quien asiste a Misa -con fe sobrenatural, y no por mera costumbre, se entiende-, es porque no ve a Cristo visiblemente, pero sí con la luz de la fe, y lo ve en la Hostia consagrada, vivo y glorioso, como en el Domingo de Resurrección.

Quien asiste de esta manera, es decir, con fe, tiene ya la vida eterna, porque ha asentido a la gracia, que le hace partícipe de la vida eterna, que brota del Ser mismo de Dios Uno y Trino. Pero esta fe inicial, dada por la gracia, atrae todavía más gracia y amor divino, y de tal manera, que atrae a la misma Gracia Increada, que se dona en la Eucaristía. Y quien comulga con fe, como miembro de Cristo por el bautismo, se funde con Cristo, el Hombre-Dios, en una sola carne[2], y es unido, por el Espíritu Santo, a Dios Padre.


[1] Cfr. Scheeben, M. J., Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 578.

[2] Cfr. Scheeben, Los misterios, 578.

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