viernes, 24 de junio de 2011

Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo

La carne del Cordero,
contenida en la Eucaristía,
está empapada del Espíritu Santo
y da la Vida eterna
a quien la consume
con amor y fe.

“Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6, 51-58). En el capítulo 6 del Evangelio de San Juan, Jesús anuncia que hará presente el sacrificio cruento de su Pasión de modo sacramental, bajo las apariencias del pan y del vino, para que sus amigos puedan participar de Él no sólo por el amor, sino también por la manducación, del mismo modo a como los judíos se unían, por la manducación, a los sacrificios que ellos ofrecían a Dios[i].

El discurso del pan de vida se vuelve inteligible a la luz de la institución de la Eucaristía en la Última Cena, sobre todo en tres pasajes: en el versículo 35, haciendo referencia a la Encarnación, dice: “Yo Soy el Pan de Vida. Quien viene a Mí, jamás tendrá hambre; quien cree en Mí, jamás tendrá sed”. En el versículo 51, predice el misterio de la Redención: “El pan que Yo daré, es mi carne para la vida del mundo”. En los versículos 53 y siguientes, Jesús establece la manera por la cual Él desea que participemos de su sacrificio cruento, la Eucaristía: “En verdad, en verdad os digo, si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida”.

En este evangelio, Jesús entonces anuncia que hará presente sacramentalmente su sacrificio en cruz, y que su Cuerpo y su Sangre, entregados en la cruz, serán ofrecidos en el banquete eucarístico, ocultos bajo las especies sacramentales. El pan no será más pan, sino su Carne, y el vino no será más vino, sino su Sangre, y quienes coman y beban de este manjar eucarístico, tendrán vida eterna, porque Él habitará en ellos, y Él, que es Dios eterno, les comunicará de su vida eterna, al morar en ellos. El banquete eucarístico, por medio del cual ellos comerán la carne del Cordero, los hará participar de su sacrificio redentor, y les comunicará la vida eterna que brota de su Ser divino como de una fuente inagotable. Al sentarse a la mesa eucarística, comerán un pan que no es pan, sino su Carne, y beberán un vino que no es un vino, sino su Sangre, y así tendrán la vida eterna, cuando Él more en ellos y ellos en Él.

Pero los judíos no entienden qué es lo que Jesús les está diciendo: piensan que deben comer su carne, y beber su sangre, al modo como se come y se bebe terrenalmente, y se escandalizan: “¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne?” (Jn 6, 52); “Muchos de sus discípulos, al oírle, dijeron: «Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?»” (Jn 6, 60). Tal es el escándalo que provocan sus palabras, que muchos se retiran: “Desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con él” (Jn 6, 66).

Los judíos no entienden el lenguaje de Jesús, porque interpretan sus palabras de un modo material, y no tienen en cuenta que la carne que habrán de comer, y la sangre que habrán de beber, son sí las de Cristo, pero luego de haber pasado por la suprema tribulación de la cruz, es decir, después de haber sido sublimadas por el fuego del Espíritu Santo.

La carne que Cristo ofrece no es una carne muerta y sangrienta, tal como es la carne que se pone en el asador, para un banquete terreno; la carne que Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, ofrenda en el altar de la cruz, es su Carne no muerta sino viva, sin defectos, purísima, hecha de materia espiritualizada, porque ha sido espiritualizada, sublimada, consumida en holocausto, al ser penetrada por el fuego purísimo del Espíritu Santo.

Las palabras de Cristo, de que su Carne es verdadera comida, y su Sangre verdadera bebida, no se entienden sin relacionarlas con los sacrificios del Antiguo Testamento, que eran figuras de la realidad del Nuevo Sacrificio, su sacrificio de la cruz.

Así como en el Antiguo Testamento, la carne de los corderos, asada al fuego, se convierte en humo que asciende al cielo, significando con esto que la ofrenda, se ha convertido, por la acción del fuego, de material en espiritual, y que ha pasado a ser propiedad de Dios, y así, como víctima de holocausto sube, como precioso aroma, hasta el trono de la majestad divina, así también, en el sacrificio del Nuevo Testamento, la carne del Cordero de Dios, inmolada en el altar de la cruz, es penetrada por el fuego del Espíritu Santo, y es así sublimada y glorificada, y su materialidad corpórea, pasa a ser corporeidad espiritualizada, glorificada por el fuego sagrado del Ser divino, y como tal, como Víctima purísima, espiritual y santa, asciende a los cielos, como suave aroma y fragancia exquisita, hasta el trono de la majestad de Dios, y permanece en su Presencia, como glorificación infinita y eterna de Dios y como expiación de los pecados de la humanidad.

La carne de la Víctima que ofrece Jesús Sacerdote, no es una carne muerta y sangrienta, que es despedazada al ser consumida, sino que es una carne viva, empapada del Espíritu de Dios[2], así como la esponja se empapa del agua cuando es sumergida en esta.

La carne de la Víctima que ofrece Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, no es una carne muerta, porque posee en sí misma la fuerza espiritual vivificante del Espíritu Santo que inhabita en esta carne.

Quien consume la carne de esta Víctima ofrecida por Jesús Sacerdote, no consume la carne al modo como se come la carne natural[3], porque es la carne resucitada del Cordero, en quien opera la fuerza divina vivificante del Verbo y del Espíritu Santo.

Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, ofrece la Víctima Santa y Pura, su carne resucitada, que es la carne del Cordero de Dios, empapada del Espíritu Santo, la Eucaristía.

Es así como deben ser interpretadas las palabras de Jesús: “El que coma mi Cuerpo y beba mi Sangre”, y no en un sentido materialista y racionalista, como lo interpretaban los judíos.

Podemos caer en este materialismo y racionalismo, cuando no creemos en las palabras de Jesús, o cuando creemos que la Eucaristía no pueden ser Carne y Sangre de Cordero.

El Espíritu Santo, que inhabita en la carne de la Víctima ofrecida por el Sacerdote Eterno lleva, en la Santa Misa, por las palabras de consagración pronunciadas por el sacerdote ministerial, a esa carne al altar, para unirla con la carne de los creyentes, para que los creyentes, consumiendo esa carne espiritualizada y embebida en el Espíritu Santo, reciban ellos también al Espíritu de Dios, que les da la vida eterna en germen.

Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, se inmola en el altar de la cruz, y en la cruz del altar, en el altar eucarístico, como Víctima, en su carne resucitada y llena del Espíritu Santo, la Eucaristía, para que quien consuma esta carne de Cordero, asada en el fuego del Espíritu Santo, viva no ya con vida natural, creatural, sino con la vida eterna de la Trinidad.


[i] Cfr. Journet, C., Le mystère de l’Eucharistie, Editions Téqui, París6 1980, 8. [2] Cfr. Scheeben, M. J., Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 548.

[3] Cfr. Scheeben, ibidem.

[4] Cfr. August., Tract. 27 in Jo, cit. Scheeben, Los misterios.

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