domingo, 18 de septiembre de 2011

El que no refleja la luz del amor de Dios, esparce oscuridad y tinieblas



“No se enciende una lámpara para esconderla bajo la mesa” (cfr. Lc 8, 16-18). Jesús usa la figura de una lámpara de aceite que se enciende, y añade que no se la enciende para ser colocada debajo de una mesa, sino para ser colocada en lo alto, de modo que su luz pueda efectivamente alumbrar y disipar las tinieblas. En caso contrario, si se la enciende y se la oculta, pierde todo su significado y todo el sentido para la que fue encendida.

Esto, que parece una obviedad en el mundo cotidiano, puesto que a nadie se le ocurriría hacer algo por el estilo, no parece ser tan obvio en el mundo espiritual.

La lámpara, que de de estar apagada pasa a estar encendida, es una figura del alma que, de simple creatura, pasa a ser hijo de Dios, al recibir el don del bautismo, de la gracia y de la fe, los cuales se comportan como la luz de la lámpara encendida.

Si en el mundo cotidiano parece obvio que nadie enciende una lámpara para ocultarla, no parece así en la Iglesia Católica, en donde es Dios Padre quien enciende las almas con la luz de su gracia, por medio de los sacramentos y de la fe, pero las almas, que son estas lámparas encendidas, en vez de alumbrar el mundo con su misericordia, con su compasión, con su paciencia, con su generosidad, con su amor por el prójimo y sobre todo y ante todo por sus enemigos, actúan como si nada hubieran recibido, como si no hubieran recibido la luz de la gracia en el bautismo, en la confesión sacramental, en la Eucaristía.

¿Cuántos cristianos, bautizados en la Iglesia, es decir, que han recibido la luz de la gracia, viven la vida –muchos, lamentablemente, hasta el fin de sus días-, como paganos, como si sus almas fueran la oscuridad personificada?

¿Cuántos cristianos, que se confiesan sacramentalmente y que por esto mismo, reciben la luz de la gracia, vuelven a caer, una y otra vez en lo mismo, no por debilidad, que sí se comprende, sino por recibir el sacramento de la confesión como si fuera un consejo piadoso y no el perdón divino de Jesucristo otorgado por medio del sacerdote ministerial?


¿Cuántos cristianos comulgan, incluso diariamente, y por lo tanto, reciben, más que la luz del cielo, a la Fuente misma de luz y de santidad, la Gracia Increada, Jesús en la Eucaristía, y sin embargo, salen de la Iglesia y tratan a sus prójimos como si nada hubieran recibido, viviendo además una vida pagana, dispersos en el mundo y en sus falsos atractivos?

Todos estos son ejemplos de algo que parece obvio, pero no lo es: son todas lámparas encendidas por Dios Padre, que voluntariamente han decidido ocultar la luz.

Pero el que no refleja la luz del amor de Dios, esparce oscuridad y tinieblas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario