domingo, 30 de octubre de 2011

El que se humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado



“El que se humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado” (Mt 23, 1-12). Jesús hace esta advertencia luego de criticar duramente a los fariseos, que son los religiosos del tiempo de Jesús. Les achaca el “decir una cosa y hacer otra”: dicen que hay que amar a Dios y al prójimo, pero en realidad, con sus obras, demuestran que no aman ni a uno ni a otro. Por ejemplo, imponen a los demás preceptos legales, pero ellos no los cumplen mínimamente, y les gusta ser reconocidos por los demás y ser alabados y llamados “maestros” y “doctores”.

En el fondo, están movidos no por el amor a Dios y al prójimo, sino por la soberbia, es decir, por el amor de sí mismos. Ésa es la razón por la cual Jesús condena la soberbia: “el que se ensalza será humillado”.

Pero no hace falta ser fariseo del tiempo de Jesús, vestirse y hablar como ellos, para ser soberbios. De entre los cristianos se levantan los más grandes soberbios, que exhiben su soberbia continuamente, todo el día. Por ejemplo, es soberbio quien se niega a perdonar al prójimo que lo ha ofendido, y con esto demuestra soberbia porque está diciéndole a Dios: “No me importa que hayas dicho que tenemos que “perdonar setenta veces siete”; no me importa que yo tenga que perdonar tantas veces, porque debo dar a los demás el perdón que yo recibí de Ti desde la cruz; yo pongo mis condiciones para perdonar, y si no quiero perdonar, no me importa que hayas derramado tu Sangre para perdonarme, yo perdono cuando quiero, y si no quiero, no perdono”. El cristiano debe perdonar a su prójimo “setenta veces siete”, sin medir la magnitud de la ofensa, porque él mismo ha sido perdonado por Cristo con un perdón de valor infinito desde la cruz, pero el soberbio no perdona porque no tiene en cuenta a Jesucristo, y decide él imponer las condiciones de su propio perdón, que no es otra que su propia soberbia.

“El que se ensalza será humillado”, dice Jesús, y ante esta dura condena nos preguntamos: ¿por qué tanta dureza en el castigo de la soberbia? Porque la soberbia no es un pecado capital más, sino que es el peor de todos los pecados capitales, y el origen de todos los pecados capitales, porque es la imitación, en la tierra, de la soberbia angélica, del pecado capital del ángel rebelde, que le valió ser expulsado de los cielos y perder la gracia santificante y la amistad con Dios para siempre.

Otro ejemplo de soberbia es pretender construir la religión a la medida de los propios gustos y placeres, que siempre son carnales y mundanos, y así, el soberbio, frente a los Mandamientos de la Ley de Dios, se construye él mismo una lista de mandamientos construida a su gusto y placer, para después enojarse con la Iglesia cuando se da cuenta que esos mandamientos suyos nada tienen que ver con los Diez Mandamientos y con el Mandamiento Nuevo de Jesucristo. Así, el soberbio inventa lo que le viene en gana, y reemplaza el mandato de la Iglesia con el “yo pienso que no es así, sino de otra forma”: al mandato de asistir a Misa los domingos, el soberbio dice: “Voy a Misa cuando lo siento, y para mí no es pecado mortal faltar”; al mandato de honrar a los padres, el soberbio impone el suyo propio, que será tratar a sus progenitores según su parecer, y esto ya desde el uso de razón, desde que se aprende el Catecismo.

Al mandato de “Amar a Dios y al prójimo como a uno mismo”, que quiere decir amar como Cristo nos ha amado, es decir, hasta la muerte de cruz, lo cual implica renuncia, sacrificio, generosidad, perdón de las ofensas, paciencia, el soberbio impone su propia regla: “Voy a amar a los que me amen, y voy a odiar a los que me odien”, con lo cual repite el pecado de los fariseos del evangelio, que ni aman a Dios ni aman al prójimo.

Al mandato de la castidad, que manda considerar al propio cuerpo y al cuerpo del prójimo como “templos del Espíritu Santo” (cfr. 1 Cor 6, 19), el soberbio impone su propio mandamiento, que es el tratar a su cuerpo y al de los demás como le ordenen sus pasiones desenfrenadas y descontroladas.

Al mandato de “no robar”, el soberbio antepone el suyo propio, que es el de hacer justicia por mano propia, apropiándose de lo que no le corresponde.

Al desoír los mandatos divinos, el soberbio se niega a amar, se niega a perdonar, se niega a dar el brazo a torcer, se niega a humillarse, porque se erige él mismo en el centro del universo.

En definitiva, la gravedad del pecado de soberbia se ve en el hecho de que por este pecado, que es siempre imitación y participación del pecado capital del ángel caído en los cielos, el soberbio desplaza a Dios de su corazón, para construirse un ídolo, que es su propio yo, que es el que le dicta, tiránicamente, cómo tiene que obrar en relación a Dios y al prójimo.

El remedio a este cáncer del espíritu que es la soberbia, radica en la virtud de la humildad, pero no por la virtud en sí misma, sino porque Jesús, siendo Hombre-Dios, no dudó en humillarse y anonadarse para salvarnos. Así como la soberbia nos asemeja al demonio, así la humildad nos asemeja a Dios hecho hombre, Jesucristo.

Jesucristo predicó con su propia vida cómo ser humildes, dando muestras de humildad que asombran a los mismos ángeles, y esto desde el momento mismo de la Encarnación: siendo Dios omnipotente, omnisciente, de majestad infinita, ante quien los ángeles se cubren la cara por considerarse indignos, se encarna en una naturaleza humana, comenzando a inhabitar en una célula humana, un cigoto. Dios, de majestad infinita, creador de los cielos, eternos, se hace tan pequeño como una célula humana, como un cigoto, en el seno virgen de María Santísima, para salvarnos.

Después, en la Última Cena, Él mismo se arrodilla delante de los Apóstoles, para lavarles los pies, es decir, para hacer una tarea reservada a los esclavos, e incluso lo hace con Judas Iscariote, de cuya traición ya sabía, y a quien esperaba salvarlo con este gesto extremo de humildad. ¿Quién de nosotros, para salvar a nuestro peor enemigo, haría lo mismo? Judas Iscariote es el peor enemigo de Jesús, porque lo traiciona, lo vende por dinero, es el responsable directo, junto con los fariseos, de su muerte, con lo cual tiene ya un pie en el infierno, y a pesar de todo, a pesar de saberlo Jesús, no duda, para intentar arrancarlo del infierno, movido por su Amor infinito, en humillarse Él, que es su Dios, arrodillándose delante de él, y lavarle los pies, con tal de salvar su alma.

¿Cómo obraríamos nosotros, en un caso semejante? ¿No exigiríamos, en el mejor de los casos, y tomándonos como ejemplo de virtud, que reciba una condena justa?

Nunca se nos ocurriría ni perdonar a nuestros peores enemigos, ni mucho menos lavarles los pies. Eso nos demuestra cuán lejos estamos de la verdadera humildad que como cristianos debemos tener.

Otra muestra de humildad la da Jesús en la cruz, al permitir, libremente, ser crucificado, es decir, al permitir que le quiten la vida de una manera humillante, para salvarnos de la muerte eterna.

Los ejemplos de humildad de Jesús son infinitos, pero nos basten estos que hemos mencionado, para buscar de imitarlo, en las innumerables oportunidades que se nos presentan día a día, en su infinita humildad.

Porque sólo quien sea humilde, será ensalzado, en la gloria eterna de los cielos, por los siglos sin fin. Quien no quiera humillarse delante de su prójimo, inevitablemente caerá en la soberbia, y será humillado para siempre por aquél que es soberbio y homicida desde el principio.

“El que se humilla será ensalzado”. Cristo humillado en la cruz es el modelo a imitar si queremos alcanzar la vida eterna.

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