sábado, 19 de noviembre de 2011

Solemnidad de Cristo Rey



Jesús es Rey, y Él mismo lo proclama: “Yo soy Rey” (cfr. Jn 18, 37). Pero es un rey distinto a los reyes de la tierra.

Los reyes de la tierra, al iniciar su reinado, reciben en sus regias y perfumadas cabezas, una corona que compite en magnificencia, pues está compuesta de oro y plata, y lleva numerosas piedras preciosas, de todo tipo: diamantes, rubíes, zafiros, esmeraldas, a cual más grande y brillante. Debido a que el metal es duro y pesado, la parte inferior de la corona está cubierta por dentro con seda roja, para no lastimar la cabeza del rey.

Cuanto más oro y plata tenga la corona, más poder y grandeza tiene el rey que la lleva.

Su vestimenta es también especial, pues está hecha de telas y géneros costosos, de seda, bordados con hilos de oro.

En sus manos llevan grandes anillos con piedras preciosas, y un cetro dorado, como símbolo de su poder terrenal.

Reinan desde un trono de marfil, esplendoroso, elevado sobre una tarima, como indicando que un rey está por encima de sus súbditos.

Toda la corte le rinde homenaje, y a su paso, se doblan las rodillas en señal de respeto.

Cuando se asoma al balcón, la multitud lo aclama, con gritos de alegría y gozo.

Cuando un rey terreno vuelve vencedor de una batalla, delante suyo van sus enemigos, encadenados; luego avanza su ejército, y al final pasa él, que recibe el saludo entusiasta de la muchedumbre que lo aclama con vítores.

Su reino es un reino terrenal, de este mundo, y gobierna con mano de hierro a sus súbditos.

Jesús, Rey del universo, es distinto a los reyes de la tierra.

Su corona no es de oro y plata, adornada con piedras preciosas: está hecha de gruesas y duras espinas, que se incrustan en su cuero cabelludo, provocándole un dolor enorme y haciendo salir gran cantidad de sangre, que se derrama sobre sus ojos, sus oídos, su boca, su rostro.

Jesús Rey se deja coronar con espinas, para expiar por nuestros malos pensamientos, de todo tipo, y para expiar por nuestro orgullo y nuestra soberbia. Jesús deja que la sangre de su cabeza corra por sus ojos, para expiar y reparar por todas las miradas impuras, indecentes, cargadas de odio, de malicia, de deseos de venganza y de mal, que los hombres se dirigen entre sí.

Jesús Rey deja que la sangre corra por sus oídos, para expiar y reparar por tantas malas palabras, por tantas palabras obscenas, por tantas calumnias, mentiras y ofensas, que los hombres se dicen entre sí, y por las blasfemias e insultos que los hombres dicen a Dios.

Jesús Rey deja que la sangre se deslice por su nariz y por sus pómulos, para reparar y expiar por los deseos desenfrenados, por las pasiones incontroladas, que convierten a algunos hombres en seres más bajos que las bestias irracionales.

Jesús Rey deja que su sangre, que cae de su cabeza a torrentes, inunde su boca, para reparar los insultos, las palabras soeces, las palabras vanas y necias, las palabras groseras, las palabras que en vez de alabar a Dios, se dirigen a Él para insultarlo, y al prójimo para denigrarlo.

Sus vestimentas no son de seda y lino, de armiño y terciopelo rojo, como las vestimentas de los reyes de la tierra, sino una túnica blanca, enrojecida por la sangre que brota de sus heridas, y cubierta de polvo y tierra a consecuencia de sus caídas camino del Calvario. Jesús Rey se deja vestir con su propia sangre, para expiar y reparar por los pecados contra la carne, la lujuria y la lascivia.

Sus manos no están cubiertas por guantes de seda, sino por su sangre, que sale a borbotones de las heridas provocadas por los clavos de hierro. Jesús deja que claven sus manos, para expiar por todos los actos malos que los hombres realizan con sus manos.

Sus pies están descalzos, y atravesados por un grueso clavo que le provoca inmenso dolor. Jesús Rey se deja clavar los pies, para expiar por los pasos malos dados por el hombre, para cometer toda clase de males: robo, homicidios, suicidios, sacrilegios, venganzas, traiciones.

Su trono no es un trono de marfil, sino la Cruz de madera, que se yergue con sus dos brazos, horizontal y vertical: el horizontal, para unir al hombre con Dios, y el vertical, para unir a los hombres, enfrentados por el odio, en el Amor de Dios.

A diferencia de los reyes de la tierra, que reciben alabanzas que no merecen, Jesús Rey recibe, en la cruz, los insultos y los vituperios, las blasfemias de los hombres, con excepción de su Madre y de sus discípulos más amados.

Pero, al igual que los reyes de la tierra, que entran triunfales luego de una batalla, exhibiendo los trofeos arrebatados al enemigo, en medio del resonar de las trompetas, así Jesús Rey, en la Cruz y por la Cruz, entra triunfal en los cielos, aclamado por los ángeles, luego de derrotar en la batalla a los tres grandes enemigos del hombre: el demonio, el pecado y la muerte.

Su reino no es de este mundo, y por eso sus súbditos, los cristianos, a pesar de estar en el mundo, no pertenecen a Él, y por lo tanto, es a Él a quien deben adorar, y no a los falsos ídolos del poder, del dinero y del tener.

Mientras los reyes de la tierra gobiernan a sus súbditos con mano de hierro, Jesús gobierna desde la Cruz y desde la Eucaristía con su Sagrado Corazón, concediendo a quien se le acerca el torrente infinito del Amor divino, y nos da de ese Amor infinito para que nosotros, obrando las obras de misericordia corporales y espirituales para con nuestros prójimos, nos hagamos merecedores de su Reino celestial.

Jesús, Rey del universo, reina desde la Cruz, y desde allí nos llama, con la fuerza de su Amor, para que nos desviemos de los caminos del mal y del pecado, y comencemos a caminar el Camino Real de la Cruz, el único camino que nos lleva a la feliz eternidad, al Reino de los cielos.

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