miércoles, 28 de diciembre de 2011

Jueves de la infraoctava de Navidad 2011



         El Pesebre, el Calvario, el Altar eucarístico
         La contemplación del Niño Dios no debe nunca hacernos quedar en consideraciones puramente naturales y humanas. Si bien lo que contemplamos con los ojos del cuerpo y con la luz de la razón es un niño recién nacido, los ojos del alma iluminados por la luz de la fe nos dicen que hay en este Niño un misterio invisible, insondable: es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que se encarna en un cuerpo humano para hacerse visible.
         Este es el motivo por el cual la Iglesia dice, en el Prefacio de Navidad, que “la luz de la gloria de Dios se ha hecho visible” en un nuevo modo, como un Niño recién nacido.
         A partir del Niño de Belén, nadie puede decir que no ha visto la gloria de Dios, porque esa gloria se nos ha manifestado en el Niño; a partir del Niño de Belén, nadie puede decir que no ha visto a Dios, porque Dios, siendo Espíritu purísimo, y por lo tanto, invisible, ha tomado un cuerpo y un alma humanos precisamente para hacerse visible, para que lo podamos ver, palpar, escuchar. Dios, sin dejar de habitar en su luz inaccesible, se nos hace cercano, viniendo a nuestro mundo, a nuestras vidas, y a nuestras situaciones existenciales, como un Niño, por eso el Niño de Belén es un misterio insondable.
         Pero el misterio del Pesebre de Belén no finaliza ahí, sino que continúa en el Calvario, porque el mismo Dios que abre sus bracitos en el Pesebre, es el mismo Dios que abrirá sus brazos en la Cruz, para abrazar a toda la humanidad, para conducirla, en sus sangrientas manos paternales, al seno de Dios Padre, luego del don del Espíritu por su Sangre. El misterio del Calvario es entonces una continuación y prolongación del misterio de Belén, y el misterio de Belén a su vez no se explica sin el misterio del Calvario. Uno y otro, Belén y Calvario, se entrelazan, se fusionan, se explican, se iluminan mutuamente, y entre ambos tiene que desarrollarse el tiempo de nuestro paso por la tierra, para que nos conduzcan al cielo.
         Y ambos misterios, a su vez, quedan inconclusos e incompletos sino se los contempla a la luz de la Eucaristía, porque el Niño Dios nace de María Virgen, por el poder del Espíritu, surgiendo como el rayo de sol que atraviesa el cristal, en Belén, que significa “Casa de Pan”, para donarse como Pan de Vida eterna, y esa donación se concreta en el Calvario, en la Cruz, en donde el Hombre-Dios entrega su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, que no es otra cosa que la Eucaristía, que se confecciona en el Altar eucarístico, en la Santa Misa.
         Si en Belén nace el Niño Dios para entregarse como Pan de Vida eterna, y si en la Cruz del Calvario concreta el don de su Cuerpo, su Sangre, Alma y Divinidad, es en la Santa Misa en donde se actualiza y se hace vivo, real, Presente, el Pan Vivo bajado del cielo, que es Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Cristo.
         Belén, Calvario, Altar eucarístico.
El misterio del Niño Dios continúa por la eternidad.

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