viernes, 6 de enero de 2012

Solemnidad de la Epifanía del Señor



         En pleno tiempo navideño, tanto la Iglesia como el profeta Isaías hablan de la aparición de la gloria de Dios sobre la Iglesia, y la liturgia nos dice que esto se verifica en el Misterio de Navidad y de Epifanía[1]. El día de la Epifanía, la Iglesia la Iglesia se aplica a sí misma las palabras del profeta Isaías: “Levántate y resplandece, Jerusalén, que ya se alza tu luz, y la gloria del Señor alborea para ti, mientras está cubierta de sombras la tierra y los pueblos yacen en las tinieblas. Sobre ti viene la aurora del Señor, y en ti se manifiesta su gloria” (60, 1-22; Epist.).
         Ahora bien, si lo que vemos en tiempo de Navidad es un pesebre, con una escena familiar, una madre, un padre, un niño, más un grupo de curiosos que han venido atraídos por lo insólito del lugar del nacimiento, un pesebre, un establo, en vez de una posada, ¿de qué gloria se trata? No es, obviamente, la gloria de Dios, al menos según  las teofanías o manifestaciones del Antiguo Testamento, en las que Yahveh se manifiesta en medio de truenos y rayos, en medio de temblores de tierra y de humo (cfr. Éx 33, 20-33).
         Tampoco es la gloria de Dios tal como la contemplan, en el cielo y por la eternidad, los ángeles de luz.
         Tampoco es, obviamente, la gloria mundana, opuesta radicalmente a la gloria de Dios.
         ¿De qué gloria se trata?
         Nos lo dice la misma Iglesia, en el Prefacio I de Navidad: “Por la encarnación de la Palabra, la luz de tu gloria se nos ha manifestado con nuevo resplandor”[2]. Lo que la Iglesia nos dice es que “en la Encarnación de la Palabra” la gloria de Dios se nos manifiesta con un nuevo esplendor, y esa Palabra encarnada, que manifiesta el esplendor de la gloria de Dios de un modo nuevo, desconocido para los hombres, es el Niño de Belén. Quien ve al Niño de Belén, ve entonces a la gloria de Dios, que se manifiesta visiblemente, de modo que el Dios de la gloria, que habitaba en una luz inaccesible, y que era invisible a los ojos del cuerpo, ahora se hace visible, perceptible, a los ojos del alma, iluminados por la luz de la fe. Quien contempla al Niño de Belén con la fe de la Iglesia, contempla la gloria de Dios, porque contempla al Kyrios, al Señor de la gloria, Aquel al que nunca habrían crucificado quienes lo crucificaron, si precisamente lo hubieran reconocido como al Señor de la gloria.
         La gloria que la Iglesia y el profeta cantan entonces en Navidad, como apareciendo sobre la Iglesia, la gloria que se manifiesta en la Iglesia es entonces la gloria del Niño de Belén, que no es la del mundo, sino la gloria de Dios, pero que brilla con nuevo resplandor, porque se hace accesible a través de la carne, de la humanidad del Niño Dios. Y como el Niño Dios de Belén será luego el Hombre-Dios que entregará su vida y derramará su sangre en el Calvario, será también en el Calvario, en la cima del monte Gólgota, en la crucifixión, en la efusión de sangre del Hombre-Dios, en donde la gloria de Dios se manifestará con su máximo esplendor.
         Pero si el Niño de Belén, que es luego el Hombre-Dios, manifiesta la gloria de Dios, porque en Belén la Palabra se encarna, haciéndola brillar con nuevo resplandor, y si se manifiesta con su máximo esplendor en el Calvario, en la efusión de sangre del Cordero de Dios, es en la Santa Misa en donde se dan ambas manifestaciones o, más bien, en donde la gloria divina se irradia también de un modo nuevo, a través de la Eucaristía. Quien contempla la Eucaristía, no con los ojos del cuerpo, sino con los ojos de la fe, contempla no un poco de pan bendecido, sino al Kyrios, al Señor de la gloria, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, que renueva su sacrificio en cruz de modo incruento, sacramental, sobre el altar del sacrificio.
         Como los pastores, que ante el anuncio de los ángeles acudieron a adorar a su Dios que se les manifestaba como un Niño recién nacido y al adorarlo se llenaron de asombro, de alegría y de gozo; como los Magos de Oriente, que llenos de amor y de admiración se postraron delante del Niño Dios y le dejaron los dones de incienso, oro y mirra, también nosotros dejemos ante el altar eucarístico nuestros pobres dones: el oro del corazón contrito y humillado, el incienso de la oración, y la mirra de obras hechas con sacrificio en su honor, y adoremos a nuestro Dios, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, que se nos manifiesta en su gloria con un nuevo resplandor, el resplandor que surge del misterio eucarístico, y llenos de asombro, de alegría y de gozo por la manifestación del Hijo de Dios en la Eucaristía, comuniquemos al mundo la alegre noticia: la Eucaristía es el Emmanuel, el Dios entre nosotros, que se nos entrega como Pan de Vida eterna.


[1] Cfr. Casel, O., Misterio de la Cruz, Ediciones Guadarrama, Madrid 1964, 199.
[2] Misal Romano.

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