sábado, 25 de febrero de 2012

Jesús nos enseña a vencer la tentación: oración, ayuno, Palabra de Dios



(Domingo I - TC – Ciclo B – 2012)
         “Jesús fue tentado por Satanás en el desierto” (Mc 1, 12-15). Jesús acepta voluntariamente someterse a la humillación de la tentación; acepta voluntariamente, enfrentar al demonio y tener que soportar su espantosa y horrorosa visión; acepta voluntariamente tener frente a sí al más inmundo de los seres, al más asqueroso de todas las creaturas, Satanás, la antigua serpiente, el dragón, que por propia decisión decidió convertirse en un ser horripilante y detestable.
         Jesús nos enseña a rechazar la tentación, por medio de la oración y el ayuno –reza y ayuna por cuarenta días-, por la mortificación de los sentidos –representada en el desierto, en donde no hay consuelo sensible alguno- y por medio de la Palabra de Dios, ya que usa la Sagrada Escritura para derrotar al demonio. Todas estas son armas espirituales poderosísimas, que Jesús nos da y nos enseña a usarlas, y si los cristianos caen en la tentación y en las redes del demonio, es porque no las usan.
         ¿A qué comparar la tentación? A un pez que muerde la carnada: el pez, desde el agua, ve la carnada pero no ve el anzuelo, y como la carnada le parece apetitosa y sin riesgo, porque el anzuelo le queda oculto por el agua, muerde la carnada con todas sus fuerzas, y en ese mismo momento, se le revela como lo que es: una trampa mortal. Ni le satisfizo el apetito, ni le dio vida, sino todo lo contrario: lo dejó con hambre, y encima le quitó la vida, porque al sentir el tirón, el pescador tira de la caña de pescar y saca al pez del agua. Eso es la tentación consentida para el hombre: morder la carnada, escondida en el anzuelo, que le tira el demonio. La carnada es la tentación, lo prohibido por la ley de Dios, que ejerce una atracción morbosa e irresistible para el apetito concupiscible, sea del cuerpo que del alma, del hombre. Así como el pescador tira el anzuelo con la carnada, así el demonio tienta al hombre con lo prohibido, y de la misma manera a como el pez es engañado por el aspecto apetitoso de la carnada, así también el hombre, sin la fe en Jesús y sin la oración diaria, continua, perseverante y piadosa, es fácil presa de los engaños del demonio, sucediéndole lo mismo que al pez en el momento de morder el anzuelo: en el instante en que cedió a la tentación, cualquiera esta sea, la tentación se revela en toda su cruda y venenosa realidad: lo que era apetitoso a la concupiscencia, se revela no solo como algo doloroso para el alma, sino como algo mortal. Y así al hombre le sucede lo que al pez engañado por el anzuelo: ni satisfizo su apetito, ni tuvo vida, porque en vez de vida encontró la muerte, ya que cometió un pecado mortal.
         Así es la tentación para el hombre, y para que aprendamos a discernir y a distinguir la tentación, Jesús permite que el demonio lo tiente en el desierto; Él, en cuanto Hombre-Dios, permite que se le aparezca el demonio, en su asquerosa forma, y que lo tiente, para que así como Él lo derrotó, así lo derrotemos también nosotros, cuando nos tiente.
Sin embargo, con toda probabilidad, a nosotros no se nos va a aparecer el demonio como se le apareció a Jesús, visiblemente. Además, si se nos apareciera visiblemente, en toda su espantosa fealdad demoníaca, nos moriríamos del susto. Nos va a tentar de un modo más astuto e insidioso, a través de pensamientos que nos insinúa al oído, todo con apariencia de bien.
Dicen los santos, como San Ignacio de Loyola, que tenemos que aprender a discernir los pensamientos, porque no todos nuestros pensamientos vienen de nosotros, ya que pueden venir de tres fuentes distintas: de Dios, del demonio, o de nosotros mismos.
       ¿Cómo saber si un pensamiento viene de Dios, del demonio o de nosotros mismo?
San Ignacio dice que si un pensamiento es bueno en su principio, en su medio, y en su fin, es señal inequívoca que viene de Dios, del Buen Espíritu. 
Y si el principio es bueno, y el medio también, pero el fin es malo, es clara señal de que se trata de un  pensamiento inducido por el demonio. 
Esto se ve en las tres tentaciones a Jesús: En la primera tentación, el demonio le dice que, ya que ha pasado cuarenta días sin comer, convierta a las piedras en panes, para poder alimentarse: “Y acercándose el tentador, le dijo: “Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes”. Esto también es algo bueno, y en apariencia no tiene nada de malo; por el contrario, si Jesús no lo hace, estaría incluso cometiendo un pecado, como es el de atentar contra la salud del propio cuerpo, al negarse a convertir las piedras en panes y así alimentarse después de tanto tiempo de ayuno. El principio –satisfacer el hambre- y el medio –hacer un milagro para que las piedras se conviertan en panes- son buenos y laudables, y nada de malo hay en ellos; pero el fin, alimentar el cuerpo sin tener en cuenta el alimento del alma, es un pecado, porque el hombre no es solo materia, sino materia y espíritu, alma y cuerpo, y por eso, antes que alimentar el cuerpo, debe alimentar el alma con el alimento más exquisito que jamás pueda probar criatura alguna, la Palabra de Dios: “Mas él respondió: “Está escrito: ‘No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios’”. La Palabra de Dios basta no solo para conservar en la vida por cuarenta días, sino por toda la eternidad, porque de hecho, en el cielo, los ángeles y los santos se alimentan sólo de la Palabra de Dios, a la cual contemplan en un éxtasis de amor eterno. Si Jesús hubiera cedido a la tentación, habría demostrado interés por el cuerpo y no por el alma, dejando de lado la Palabra de Dios por el alimento corporal. Es lo que hacen cientos de millones de católicos, abandonando la Palabra de Dios, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, dejando la Santa Misa del Domingo por placeres terrenos y mundanos: fútbol, diversiones, paseos, comidas, entretenimientos, ocupaciones de todo tipo.
En la segunda tentación, lo lleva al pináculo del Templo, y le dice que se arroje porque, según la Escritura, Dios no permitirá que se haga ningún daño; aquí también todo parece bueno: arrojarse al vacío confiando en Dios es un acto bueno, porque revela confianza en Dios (principio); lo único que hay que hacer, es decir, el medio, es pedir la protección de Dios, y esto también es bueno, porque significa que se confía en la bondad de Dios; pero el fin es malo, porque no se puede tentar a Dios pidiendo un milagro inútil o absurdo, porque Dios no hace cosas inútiles y absurdas, ya que eso sería contrario a su infinita Sabiduría, y el alma que tienta a Dios pidiendo estas cosas inútiles, comete un pecado de sacrilegio y temeridad. Son los que piden a Dios “pruebas” para creer, como que les haga tal o cual milagro, y entonces así creerán o, por el contrario, son aquellos que, ante una prueba que no les gusta, se deciden a no creer.
En la tercera, le muestra todos los reinos del mundo, y le dice: “Te daré todo esto, si postrándote me adoras”: en apariencia, no hay nada malo, todo es bueno: ser dueño del mundo, para poder hacer mucho bien (principio), y lo único que hay que hacer es un acto de religión, es decir, algo bueno, como es la adoración (medio), pero el fin es algo perverso, porque adorar implica reconocer a ese ser como Dios, y si se adora al demonio, se comete la más grande perversión que pueda hacer el hombre, porque el demonio es sólo una criatura –una criatura maligna, perversa, llena de odio y de maldad-, y el único que merece ser adorado por su inmensa bondad, por su inmensa majestad, es Dios Uno y Trino; el alma que adora al demonio en lugar de Dios, comete un horrible pecado de idolatría. Son, generalmente, los que practican la brujería y la magia, pero también los que adoran ídolos como el Gauchito Gil, la Difunta Correa, o quienes se dejan arrastrar por los múltiples productos satánicos de nuestra cultura: la música cumbia, la música rock, el cine perverso, la cultura atea, la cultura de la muerte, etc.
         Entonces, para discernir nuestros pensamientos, basados en las enseñanzas de Jesús y en la de los santos: si un pensamiento tiene un buen principio, un buen medio, pero un final malo, entonces es señal de que nunca viene de Dios, sino que viene del Mal Espíritu, el demonio, o sino de nosotros mismos, que nos hemos alejado de Dios.
         Hay otro modo de discernir la presencia del demonio en nuestros pensamientos y en nuestra vida en general, siempre según San Ignacio, y es el poseer un estado espiritual llamado “desolación”. Dice así San Ignacio, con respecto a este estado: “Se llama desolación a toda oscuridad del ánima, turbación en ella, moción a las cosas bajas y terrenas, inquietud de varias agitaciones y tentaciones, moviendo a infidencia, sin esperanza, sin amor, hallándose toda perezosa, tibia, triste y como separada de su Criador y Señor. Porque así como la consolación es contraria a la desolación, de la misma manera los pensamientos que salen de la consolación son contrarios a los espíritus malos”.
         Cuando el alma se siente movida a todas las cosas bajas, a las pasiones sin control, cuando hay tedio por las cosas de Dios, cuando hay pereza, tristeza, sensación de estar separados de Dios, entonces esto es indicio de que es el demonio el que está tentando al alma.
         “El Espíritu llevó a Jesús al desierto (…) allí pasó cuarenta días sin comer ni beber (…) y fue tentado por Satanás”. El Espíritu Santo nos trae cada Domingo a la Santa Misa, y allí no nos deja sin comer y sin beber: nos da el Verdadero Maná, el Maná bajado del cielo, la Eucaristía, la Carne del Cordero de Dios, y nos da de beber el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, que alimenta nuestras almas con la vida divina del Hombre-Dios Jesucristo. Y con la Eucaristía en el alma, es decir, con Jesucristo en el corazón, puede el alma atravesar el desierto de la vida, hacer frente y rechazar las tentaciones del demonio, y así llegar, sana y salva, a la Jerusalén celestial, en la vida eterna.

No hay comentarios:

Publicar un comentario