lunes, 9 de abril de 2012

Lunes de la Octava de Pascua



"Las santas mujeres"
(Anibale Carracci)
         
           “Alégrense” (Mt 28, 8-15). La primera palabra de Jesús a los discípulos, luego de resucitar, es un mandato imperativo: “Alégrense”. No les dice, “Pueden estar alegres, si quieren; por el contrario, es un mandato, una orden: “Alégrense”, y no es algo extemporáneo, forzado, contrario a la experiencia que están viviendo. Por el contrario, la alegría es una consecuencia natural que se deriva, espontáneamente, de la contemplación de Cristo resucitado. Cuando Jesús manda positiva y explícitamente a los discípulos alegrarse, lo hace no forzando un estado de ánimo artificial, sino explicitar algo que se deriva de la naturaleza misma de las cosas: la visión y contemplación de Cristo resucitado provoca alegría en el alma, porque el Ser divino que se manifiesta visiblemente en el Cuerpo de Cristo resucitado es, en sí mismo, alegría, y “alegría infinita”, como dice Santa Teresa de los Andes.
         El Evangelio destaca este estado de alegría, que las santas mujeres ya tenían antes del encuentro con Jesús, a causa del diálogo con el ángel, cuando dice: “Ellas corrieron llenas de alegría a dar la noticia”. Por eso resultaría extraño que alguna de ellas -María Magdalena, por ejemplo-, una de las testigos privilegiadas de los primeros momentos de la resurrección, apareciera ante los demás triste, desanimada, depresiva.
         Si consideramos que para el cristiano, la contemplación de la Eucaristía, a la luz de la fe de la Iglesia, equivale a la contemplación de Cristo resucitado -en la Eucaristía el Ser divino se oculta bajo la apariencia de pan, en Cristo resucitado bajo la naturaleza humana-, entonces también al cristiano de hoy le caben las palabras de Jesús: “Alégrense”. Todavía más, el cristiano que comulga tiene un privilegio que no lo tuvieron ni María Magdalena ni ninguno de los discípulos, y podemos decir que ni siquiera María Santísima, la primera a la que se apareció, según la Tradición, y es que el cristiano, además de contemplar el misterio eucarístico, comulga el Cuerpo de Cristo, cosa que no hicieron los discípulos testigos de la resurrección.
         Por eso resulta aún más llamativo y paradójico un cristiano triste, depresivo, melancólico, desanimado ante las tribulaciones y problemas de la vida, porque la alegría que comunica Cristo resucitado en cada Eucaristía, es más que suficiente para superar todas las contrariedades de esta vida, llamada también "valle de lágrimas".

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