martes, 10 de abril de 2012

Miércoles de la Octava de Pascua



"Conversaban con el semblante triste y cuando se les acercó Jesús no lo reconocieron". Así es como el evangelista describe a los discípulos de Emaús: sin la fe en Jesús los discípulos de Emaús están tristes y desolados, y son incapaces de reconocerlo cuando se les acerca y habla con ellos. Su estado anímico y espiritual es idéntico al de María Magdalena: tristeza y desolación, y la causa es la misma: no creer en las palabras de Jesús, de que Él resucitaría al tercer día.

Pero también, al igual que María Magdalena, luego de ser iluminados por Él acerca de su resurrección, lo reconocen y se alegran, de manera tal que hay dos momentos muy marcados: antes y después de reconocer a Jesús resucitado. Antes, tristes y desesperanzados; después, llenos de alegría y de esperanza.

De los dos estados anímicos y espirituales, es el segundo el único que corresponde al cristianismo, porque el cristianismo es un mensaje esencialmente de alegría y de esperanza, que se fundamentan en el Ser divino, que es Amor en Acto Puro, eterno e infinito, más fuerte que la muerte.

El cristiano se alegra en Cristo porque sus tres grandes enemigos han sido derrotados en la cruz, con su muerte y resurrección: la muerte ha sido vencida por la Vida divina del Hombre-Dios, y es así como la cultura de la muerte, que propicia el aborto, la eutanasia, la eugenesia, la fecundación in vitro, será vencida al final de los tiempos; el pecado ha sido vencida por la gracia divina, y es así como todo lo que el mundo presenta como bueno siendo malo, porque es pecado, será destruido al final de los tiempos; el demonio y su malicia han sido vencidos por la bondad y el Amor infinitos del Ser trinitario, que los ha derramado por el mundo al ser traspasado el Sagrado Corazón de Jesús.

Pero con la resurrección de Cristo no solo han sido derrotados los enemigos principales del hombre, sino que se ha abierto para el hombre un destino nuevo, impensado, inimaginable, el destino de feliz eternidad en los cielos, en la contemplación del Ser trinitario, feliz eternidad que se da en anticipo en la comunión con el Cuerpo resucitado de Cristo en la Eucaristía. Este es el fundamento primero y último de la alegría del cristiano, en medio de las tribulaciones de la vida.



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