martes, 26 de junio de 2012

Por sus frutos los conoceréis



“Por sus frutos los conoceréis” (Mt 7, 15-20). Jesús compara a las personas con árboles que dan frutos: así como los árboles buenos dan solo frutos buenos, y así como los malos dan solo frutos malos, de igual modo sucede con las personas.
         Pero el ejemplo se restringe a las personas religiosas, y específicamente, a aquellas que son cristianas católicas, las que han recibido el bautismo y, aún más a aquellas que practican de modo activo la religión. El ejemplo es necesario, puesto que la religión y la religiosidad, es decir, su práctica, son algo que aparece como común a todos, como cuando alguien ve a lo lejos un bosque: todos los árboles le parecen iguales, sin distinguir si unos están enfermos o sanos.
         La analogía con los frutos permite descubrir cuál es el espíritu que anima a la persona: así como un árbol enfermo, es decir, que está intoxicado con alguna plaga, da frutos malos, también intoxicados, así también una persona, que aunque siendo religiosa no está animada por el Espíritu Santo, sino por el espíritu de las tinieblas, da frutos espirituales malos: su llegada es sinónimo de división, de discordia, de enfrentamiento, de faltas de caridad. Por el contrario, la persona que está animada por el Espíritu Santo, es como el árbol cuyas raíces llegan hasta un arroyo de aguas límpidas: sus frutos espirituales son: caridad, comprensión, perdón.
         Finalmente, el cristiano que no da frutos buenos es, en las palabras de Cristo, un falso profeta, un anti-cristo que usa la religión y su práctica para esconder sus malos propósitos; es un lobo disfrazado de oveja, un engañador serial que, lejos de reflejar a Cristo y su misericordia, se convierte en un tenebroso destello del Príncipe de este mundo.

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