sábado, 2 de junio de 2012

Solemnidad de la Santísima Trinidad



Luego de sufrir la Pasión, morir en Cruz, resucitar y ascender a los cielos, Jesús envía sobre su Iglesia el Espíritu Santo, el cual obra la santificación de los cristianos. Pero además el Espíritu Santo tiene una función, que ya había sido anticipada por Jesús: “Cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa” (Jn 16, 13); “Cuando venga el Paráclito, les enseñará todo y les recordará lo que les he dicho” (Jn 14, 26).
         El Espíritu Santo, entonces, además de santificar, ejerce en la Iglesia una función docente y una función de anamnesis, de recuerdo de lo que Jesús enseñó en el Evangelio, y el hecho principal que el Espíritu Santo enseña, haciendo recordar las palabras de Jesús, es que Dios es Uno y Trino, uno en naturaleza y trino en Personas, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y que la Segunda Persona de la Trinidad, Dios Hijo, es quien se encarnó en Jesús de Nazareth.
         La revelación y recuerdo de esta doble verdad –Dios es  Uno y Trino, y Dios Hijo se ha encarnado-, que es la “verdad completa” hacia la cual conduce el Espíritu Santo, según lo prometido por Jesús, condiciona absolutamente la vida del cristiano católico, tanto, que no puede permanecer indiferente a la Verdad revelada: Dios no es un ser que está allá arriba, perdido en las nubes, sin interesarse por la suerte de sus criaturas; Dios es Trinidad de Personas, y como Trinidad de Personas, no solo se interesa por la suerte de sus criaturas, sino que Él mismo, en sus Tres Personas, se ha empeñado en rescatar al hombre.
Las Tres Divinas Personas del único y verdadero Dios, se han involucrado en la salvación del hombre: Dios Padre ha donado al mundo el tesoro más grande de su Corazón divino, su Hijo muy amado Jesucristo, enviándolo para que por el sacrificio de la Cruz rescatara a los hombres, extraviados en la densa oscuridad del error, del pecado y de la ignorancia, por haber escuchado y obedecido, en el Paraíso, al demonio, en vez de escucharlo a Él; Dios Hijo, a su vez, ha respondido de inmediato, con amor infinito y eterno, al pedido de su Padre, y ha descendido, desde el seno eterno del Padre, en el que vivía desde siempre, al seno virgen de María Santísima, para encarnarse y  vivir en el tiempo, ofreciendo su Cuerpo en holocausto purísimo, en la Cruz, por el hombre, derrotando a la muerte, librándolo de las garras del demonio, evitando que caiga en el fuego eterno del infierno, borrando la mancha del pecado original y, en una muestra de amor que excede toda capacidad de comprensión hasta de los ángeles más poderosos, concediéndole la filiación divina, adoptándolo como hijo en el bautismo sacramental, al donarle su misma filiación divina, la misma con la cual Él es Hijo de Dios desde la eternidad; Dios Espíritu Santo, por su parte, también contribuye a la obra de la salvación del hombre, obrando la santificación en las almas, concediendo la gracia divina por los sacramentos, y obrando también el Milagro de los milagros, la transubstanciación del pan y del vino en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, al sobrevolar sobre el altar cuando el sacerdote ministerial pronuncia las palabras: “Esto es mi Cuerpo, esta es mi Sangre”.
Por lo tanto, el hecho no solo de saber que Dios es Uno y Trino, y que las Tres Divinas Personas están implicadas directamente en la salvación personal de cada católico, condiciona radicalmente la vida de cada bautizado, porque no se puede permanecer indiferentes ante tamaña muestra de amor misericordioso por parte de las Tres Divinas Personas, ya que no hay ningún otro motivo que el Amor divino, eterno e infinito, el que las lleva a buscar la salvación de los hombres.
Lamentablemente, muchísimos cristianos, muchísimos católicos, a pesar de haber conocido estas verdades en el Catecismo de Primera Comunión y de Confirmación, apenas terminado el período de instrucción catequética, abandonan la Iglesia, sin volver a pisarla nunca más o, como máximo, una vez cada tanto, cuando hay algún casamiento o algún bautismo, lo cual es igual a nada.
Millones y millones de católicos, en nuestro país y en el mundo entero, viven sus vidas en el más completo olvido de la Santísima Trinidad y de su obra santificadora y salvadora, y la prueba está en que Domingo a Domingo, las iglesias están vacías, mientras los shoppings, los paseos comerciales, los estadios de fútbol, los cines, los conciertos, y todo género de diversiones, están atiborrados de católicos apóstatas, desmemoriados por no haber rezado para estar atento a las lecciones del Espíritu Santo acerca de la Trinidad.
Pero tampoco los así llamados “católicos practicantes” son conscientes del gran misterio y del grandísimo honor que significa que las Tres Divinas Personas estén implicadas en su salvación personal, y es así como muchos, apenas salen de Misa, luego de comulgar, no tienen dificultades en mezclarse con el mundo y en aceptar el pensamiento del mundo, contrario a Dios. Muchos, muchísimos, obran en sus vidas como si nunca hubieran recibido la Eucaristía, al negarse a perdonar a su prójimo; al preferir la televisión y sus programas inmorales a la oración; al escuchar la música grosera y vulgar –la cumbia, el rock, y todo género de música profana- que incita a la blasfemia y al pecado, en vez de deleitarse en la música sacra o en la música profana decente; al usar vestimenta indecente, en vez de la modestia en el vestir que pide la Iglesia; al dejarse arrastrar por la impaciencia, el enojo y la violencia para con el prójimo, en vez de esforzarse por imitar al Sagrado Corazón de Jesús: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón”.
“El Espíritu Santo les recordará todo”, dice Jesús, y una de las cosas que nos recuerda el Espíritu Santo es que las Tres Divinas Personas se han empeñado a fondo para salvarnos, pero que si no nos esforzamos por imitar la mansedumbre, la humildad y la caridad del Sagrado Corazón de Jesús, y si no obramos la misericordia para con los más necesitados, el esfuerzo de las Tres Divinas Personas por salvarnos habrá sido en vano.

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