miércoles, 22 de agosto de 2012

El Reino de los cielos es como las bodas del hijo de un rey



“El Reino de los cielos es como las bodas del hijo de un rey” (cfr. Mt 14, 11-21). Con la figura de un rey que organiza una boda para su hijo, Jesús describe al Reino de los cielos, pero esta figura se aplica también a la Santa Misa, puesto que por la Misa, la Iglesia posee a Aquel a quien los cielos no pueden contener, Jesús, el Hombre-Dios en la Eucaristía.
El banquete es la Santa Misa, en donde Dios Padre prepara un manjar celestial para agasajar a los invitados, aquellos que han sido elegidos para participar del agasajo, los que han sido bautizados en la Iglesia Católica. En este manjar, Dios Padre sirve una comida exquisita: la carne de Cordero del Dios, asada en el fuego del Espíritu Santo, el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, la Sangre del Cordero, y el Pan Vivo bajado del cielo, el Cuerpo glorioso de Jesús resucitado.
Pero en la parábola no todos aceptan la invitación, ya que consideran a sus asuntos como más dignos de interés, mientras que otros van más allá, matando a los enviados del rey: aquí están representados los católicos tibios y apóstatas, que dejan de lado la Santa Misa por asuntos terrenales, por diversiones, por placeres mundanos, y los que asesinan a los enviados del rey, representan a aquellos que, aún sin derramar sangre, hacen callar, de mala manera, a quienes les invitan asistir a la Santa Misa.
El último elemento de la parábola en donde se prefigura la Santa Misa, es el hombre que es sorprendido por el rey sin traje de fiesta: representa al alma en pecado mortal, sin el traje de fiesta que es la gracia santificante. Dicha persona, si está en misa, no puede comulgar, y en el juicio particular, es arrojado fuera del Reino de los cielos, puesto que la ausencia de gracia santificante es equivalente a ausencia de amor, sin lo cual nadie puede permanecer delante de Dios.
“El Reino de los cielos es como las bodas del hijo de un rey”. Cada día, Dios Padre nos invita al banquete de bodas, la Santa Misa, para agasajarnos con un manjar exquisito, el Cuerpo resucitado de su Hijo Jesús; si apreciamos el valor de dicha invitación, no podemos dejarla de lado por ningún asunto terreno.

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