lunes, 17 de septiembre de 2012

Jesús resucita al hijo de la viuda de Naím



“Jesús se conmovió y resucitó al hijo de la viuda de Naím” (cfr. Lc 7, 11-17). En este milagro de resurrección, se puede ver un anticipo del triunfo definitivo del Hombre-Dios Jesucristo sobre la muerte, que acecha al hombre desde el pecado original. Al resucitar al hijo de la viuda de Naím, Jesús anticipa, con este signo, su propia resurrección, resurrección con la cual destruirá para siempre la muerte, al insuflar en su propio Cuerpo muerto, tendido en el oscuro sepulcro, el Espíritu Santo, la Vida Increada.
Y si el milagro de la resurrección del hijo de la viuda de Naím, anticipo del milagro de la Resurrección el Domingo de Pascua, provoca asombro, asombra todavía más el milagro que se produce en el altar eucarístico, milagro por el cual el Hijo de Dios, Sumo y Eterno Sacerdote, espira, junto al Padre, a través del sacerdote ministerial, el Espíritu Santo, la Vida Increada que, más que resucitar un cuerpo humano, muerto, dándole vida puramente humana, como en el milagro del hijo de la viuda, convierte una materia inerte, sin vida, compuesta de substancia puramente material, el pan y el vino, en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad del Hombre-Dios Jesucristo.
El altar eucarístico se convierte así en un nuevo sepulcro de Resurrección, al prolongarse y actualizarse, por el misterio sacramental, la resurrección gloriosa del Cuerpo de Cristo el Día del Señor, acaecida el Domingo de Resurrección. 
Y si en el milagro del Evangelio, el hijo de la viuda de Naím se incorporó del sepulcro, lleno de vida, Jesús Eucaristía es elevado, lleno de gloria y de vida divina, por el sacerdote ministerial, en la ostentación eucarística.
El milagro de la conversión del pan y del vino en el Cuerpo de Jesús, es infinitamente más grandioso y asombroso que el milagro de resurrección que narra el Evangelio.

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