domingo, 2 de diciembre de 2012

“Señor no soy digno de que entres en mi casa”



“Señor no soy digno de que entres en mi casa” (Mt 8, 5-11). La respuesta del centurión romano a Jesús, reveladora de un corazón contrito y humillado, de alguien que se reconoce indigno de ser visitado por el Hijo de Dios en Persona, Cristo Jesús, condice en un todo con el tiempo litúrgico de Adviento, en donde el alma está llamada a la penitencia, a la oración y a la práctica de la misericordia, como medios de  purificación que permitan al corazón ser menos indignos a la hora de recibir a Dios Hijo, que viene como Niño, en Belén.
El corazón humano tiene absoluta necesidad de purificación, toda vez que está contaminado con la malicia que supone el pecado; como tal, es un lugar indigno, que no puede recibir a Dios Niño, en su inmensa majestad y santidad. Si  bien el pecado original ha sido quitado con la gracia santificante, queda el fomes pecati, la tendencia al mal que no se quiere, pero que por debilidad se obra. El contraste entre Dios, Ser perfectísimo de Bondad infinita, de Amor eterno, de Santidad inabarcable, con el corazón del hombre, indigente por naturaleza, necesitado de todo, incapaz de obrar el bien aunque lo quiera, hace absolutamente necesaria la purificación, si es que quiere que su corazón sea morada digna de Dios Niño. Para llevar a cabo esta purificación, es que la Iglesia pide en Adviento oración, obras de misericordia, penitencia, porque de esta manera el alma se pone en comunicación con Dios y se hace receptiva a su gracia y a todo lo que esta le comunica, la vida divina, que contiene en sí lo que vuelve al hombre verdaderamente feliz: amor, luz, paz, alegría, dicha, porque el alma se une a Dios, y unida a Él ya nada más quiere ni desea.
“Señor no soy digno de que entres en mi casa”. La frase del centurión es apropiada para el tiempo de Adviento, tiempo litúrgico en el que, por medio de la reflexión y la oración, nos damos cuenta que somos indignos de que un Dios de majestad infinita, a quien los ángeles no se atreven a mirar, permaneciendo postrados ante su presencia, no solo venga a nuestro mundo, sino que pretenda venir a nuestro corazón, que sin la gracia santificante bien puede compararse a la cueva de Belén antes del Nacimiento, cueva llena de deshechos de animales por ser refugio de estos, antes de servir de lugar de Nacimiento del Señor.
“Señor no soy digno de que entres en mi casa”. Que la humildad del centurión nos sirva de ejemplo para reconocer que no somos dignos de que el Dios Hijo venga a nosotros, primero como Niño en Belén, y como Pan de Vida eterna en la comunión después, y que así nos haga crecer en la propia humildad, en la oración, en la penitencia, en la misericordia. Sólo si aprovechamos de esta manera el tiempo de Adviento, podremos recibir dignamente al Niño Dios en Navidad.

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