viernes, 8 de marzo de 2013

“El padre lo abrazó y lo cubrió de besos”



(Domingo IV - TC - Ciclo C - 2013)
         “El padre lo abrazó y lo cubrió de besos” (Lc 15, 1-3. 11-32). En la parábola del hijo pródigo, el padre “abraza” y “cubre de besos” al hijo que, después de haberlo abandonado y haber malgastado la herencia recibida, regresa arrepentido a la casa paterna. En señal de alegría por el regreso de su hijo, a quien creía perdido, el padre de la parábola manda a sus criados a hacer una gran fiesta, y para ello, ordena que maten al cordero cebado, además de hacer vestir al hijo con “la mejor ropa, anillos y sandalias” que indican su condición de hijo y no de siervo.
En esta parábola del hijo pródigo estamos representados todos los bautizados, porque todos hemos nacido con el pecado original, y luego también hemos pecado, lo cual está figurado en la herencia malgastada del hijo pródigo. Todos somos el hijo pródigo, cada vez que faltamos a los Mandamientos de la Ley de Dios, porque el pecado es dilapidar la gracia santificante. Esta condición nuestra de pecadores es lo que está representado en este Evangelio, pero también está representado el Amor de Dios Padre, en la actitud del padre de la parábola de “cubrir de besos y abrazar” a su hijo pródigo, y en el organizar luego un banquete para celebrar su llegada.
El abrazo de Dios Padre y su Amor hacia nosotros, se da en el Sacramento de la Confesión: en cada confesión sacramental, Dios Padre, mucho más que abrazarnos y cubrirnos de besos, como el padre de la parábola, nos dona su Amor y nos cubre con la Sangre de su Hijo Jesucristo, que nos perdona los pecados y nos regresa al estado de gracia. También la alegría del padre de la parábola, que manda vestir “con la mejor ropa” al hijo, y manda ponerle un anillo y sandalias, signos distintivos de que su hijo es hijo y no sirviente, se da en el sacramento de la confesión, porque allí Dios Padre nos viste no con ropa nueva, anillo y sandalias, sino con la gracia santificante, que nos restablece plenamente en nuestra condición de hijos adoptivos de Dios y nos quita la servidumbre del pecado.
Pero también el Sacramento de la Eucaristía está representado en la parábola: cuando el hijo regresa arrepentido, el padre de la parábola manda, en señal de alegría por el retorno de su hijo, que se mate el ternero cebado y que se prepare una gran fiesta, en donde no falten la música y la alegría. Luego de la confesión sacramental, que señala el regreso del hijo pródigo a Dios por el arrepentimiento, Dios Padre organiza un banquete celestial, en señal de la alegría que lo embarga porque sus hijos pródigos se han confesado, y manda sacrificar, no un ternero cebado, sino a su propio Hijo, el Cordero de Dios, para que los comensales de tan sagrado banquete se deleiten con manjares exquisitos: carne de Cordero, asada en el fuego del Espíritu Santo, el Cuerpo de Jesús resucitado; Pan Vivo bajado del cielo, Jesús en la Eucaristía, y Vino de la Alianza Nueva y Eterna, la Sangre de Jesús derramada en la Cruz y recogida en el cáliz del altar, para luego ser derramada en los corazones que aman a Jesús.
En la parábola, estamos representados los católicos en el hijo pródigo, porque cada vez que acudimos al sacramento de la confesión y a la Eucaristía, Dios Padre nos abraza con su Amor y nos cubre con la Sangre de su Hijo Jesús, y organiza luego el banquete celestial, la Santa Misa, para que nos alegremos con los manjares del cielo: la Carne del Cordero de Dios, el Pan de Vida Eterna y el Vino de la Alianza Nueva y Eterna.
“El padre lo abrazó y lo cubrió de besos”. Si el padre de la parábola asombra porque en vez de castigar a su hijo pródigo “lo abraza y cubre de besos”, mucho más debe asombrarnos y maravillarnos el Amor de Dios Padre, que a pesar de comportarnos como el hijo pródigo, dilapidando el bien de la gracia con la mundanidad y el pecado, y a pesar de haber crucificado a su Hijo, nos perdona en cada Confesión sacramental y nos concede todo lo que Es y lo que tiene, su Hijo Jesús en la Eucaristía.
Recibir los sacramentos de la confesión y de la Eucaristía es para los católicos vivir en carne propia la parábola del hijo pródigo.

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