lunes, 25 de marzo de 2013

Martes Santo


 
(Ciclo C – 2013)
         “Uno de ustedes me entregará (…) Es aquél a quien Yo le dé el bocado (…) En cuanto recibió el bocado, Satanás entró en él (Judas)” (Jn 13, 21-33. 36-38). Si bien es cierto que la Pasión de Jesús es sufrida libre y voluntariamente por Él, puesto que lo que movía a Jesús era el Amor de Dios que ardía en su Sagrado Corazón, el Espíritu Santo, es también cierto que intervinieron los hombres libremente asociándose, como en el caso de Judas, al demonio, quienes actuaron de común acuerdo para conducir a Jesús a la Cruz. No puede negarse la intervención tanto del demonio como de los hombres pervertidos que actuaban a sus órdenes, puesto que el Evangelio lo pone de manifiesto en múltiples lugares y en la secuencia exacta de los hechos. Precisamente, en los Evangelios, puede verse con claridad cómo el Príncipe de las tinieblas actúa progresivamente, usando a los hombres como a instrumentos –particularmente a Judas Iscariote, cuya posesión está descripta en las narraciones de la Pasión- para llevar a cabo su odio deicida. Es necesario tener en cuenta esta acción conjunta entre el demonio y los hombres a él asociados, porque así como actuaron de modo conjunto en la Pasión para crucificar a Jesús, así continúan actuando, y lo continuarán haciendo hasta el fin de los tiempos, para destruir a la Iglesia de Cristo, y su poder destructor será tan grande con el paso del tiempo, que parecerá todo humanamente perdido para la Iglesia, y de tal manera lo será, que Jesús tuvo que prometer su asistencia divina, de modo que el recuerdo de sus palabras trajera ánimo a quienes vivieran en esos tiempos de suma oscuridad: “Las puertas del infierno no prevalecerán contra mi Iglesia”. Así como el demonio y los hombres actuaron en forma conjunta para crucificar a Jesús, así continúan haciéndolo en la actualidad.
         En el Evangelio se narra, en orden cronológico, el actuar del demonio y de los hombres malignos.
         Al finalizar los cuarenta días de ayuno, se dice así en el Evangelio de Lucas: “Cuando terminó de poner a prueba a Jesús, el diablo se alejó de Él hasta el momento oportuno” (Lc 4, 13). El “momento oportuno”, será el tiempo de la Pasión, la “hora de las tinieblas”, en donde el demonio parecerá tener control completo de la situación, y en donde las tinieblas, es decir, el mal personificado en la persona angélica del demonio y de los ángeles caídos, parecerá haber triunfado sobre los planes de Dios.
         En el Evangelio de Juan, al final del capítulo en el cual se habla de la institución de la Eucaristía, Jesús dice directamente de Judas: “uno de vosotros es un diablo”. No puede haber más precisión en describir el estado espiritual de un ser humano que se ha aliado al demonio con todo su ser. El párrafo dice así: “Jesús replicó: ¿No os elegí Yo a los Doce? Y, sin embargo, uno de vosotros es un diablo. Se refería a Judas, hijo de Simón Iscariote. Porque Judas, precisamente uno de los Doce, lo iba a entregar” (Jn 6, 70-71). La traición surge del seno mismo de la Iglesia: quien traiciona a Jesús es Judas Iscariote, llamado “amigo” por Jesús, y nombrado por Él sacerdote y obispo. Esto nos debe hacer ver que debemos “estar atentos y vigilar”, porque “el diablo ronda como león rugiente, buscando a quien devorar”, y busca devorar el corazón del hombre, destruyendo en él todo resquicio de bondad, de piedad, de amistad, de compasión, de amor, para inocularle el veneno letal del odio deicida.
         Ya en las horas de la Pasión, Lucas advierte que Judas no está movido simplemente por sus pasiones –su amor al dinero, su egoísmo, su amor a la mentira, su frialdad, su desprecio por Jesús y sus enseñanzas-, sino que está movido y guiado por Satanás: “Entonces Satanás entró en Judas, llamado Iscariote, que era uno de los doce, y éste fue a tratar con los jefes de los Sacerdotes y las autoridades del templo la manera de entregárselo” (Lc 22, 3). La traición, el deseo homicida, cainita, el corazón oscuro y no transparente, con doblez, son todos signos de la presencia del ángel de las tinieblas en esa persona. Judas obra con doblez hipócrita, porque delante de Jesús y de los demás Apóstoles se muestra como uno más entre todos, pero cuando no se encuentra con ellos, va en busca de los enemigos de Jesús, para planear su entrega y su muerte. La codicia del dinero –Judas lo entrega por treinta monedas de plata- constituye la perdición de Judas, porque detrás del dinero mal habido está el demonio. No en vano advierte Jesús: “No podéis servir a Dios y al dinero”.
         En la Última Cena, se describe cómo el diablo ocupa la mente de Judas Iscariote, guiando sus pensamientos hacia la traición y el odio: “Estaban cenando y ya el diablo había metido en la cabeza a Judas Iscariote, hijo de Simón, la idea de traicionar a Jesús” (Jn 13, 2).
         Más adelante, en el transcurso de la Última Cena, el evangelista Juan describe con precisión la posesión demoníaca de Judas Iscariote, ocurrida en el momento en el que Judas “toma el bocado” que le da Jesús. A partir de aquí, la obsesión demoníaca pasa a ser posesión perfecta en Judas, porque desde este momento, hasta su voluntad queda sometida al demonio, de modo que para Judas ya no hay vuelta posible. Jesús le da el bocado y con el bocado entra Satanás, que lo posee en el cuerpo y le domina el alma a través de los pensamientos, lo cual constituye la posesión perfecta, de la cual es imposible la liberación porque el hombre se entrega sin reservas al Príncipe de las tinieblas.
         Esta posesión perfecta se verifica en el momento en el que Judas toma el bocado que le da Jesús: “Cuando Judas recibió aquel trozo de pan mojado, Satanás entró en él… Judas, después de recibir el trozo de pan mojado, salió inmediatamente. (Afuera) Era de noche” (Jn 13, 27. 3). La terrible consecuencia de elegir al demonio en vez de Cristo: Judas no recibe el Cuerpo y la Sangre de Jesús, sino un “trozo de pan mojado”, símbolo de los bienes materiales mal habidos, y en consecuencia Jesús no entra en su alma para inhabitar en él por la gracia y el amor, como sucede en la comunión eucarística, sino que el que “entra en él” es Satanás, quien lo domina en el cuerpo y guía su mente y su voluntad, por el odio y por la fuerza, con lo que se ve que la posesión es la parodia demoníaca que la “mona de Dios” hace de la inhabitación trinitaria. Las tinieblas cosmológicas que reciben a Judas Iscariote –“Afuera era de noche”- cuando sale del Cenáculo y de la compañía del Sagrado Corazón de Jesús, son un símbolo de las siniestras tinieblas espirituales en las que su alma se sumerge voluntariamente, al comulgar con el demonio. Obrar las obras del demonio y no las de Dios, tienen esta terrible consecuencia: el demonio se apodera de la persona, y las tinieblas lo engullen literalmente, como le sucedió a Judas al salir del Cenáculo.
         La acción del demonio no termina aquí, y no se limita a Judas, sino que continúa con Pedro y los discípulos, los cuales superarán la prueba sólo por la fe inquebrantable en Cristo Jesús: “Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para zarandearos como al trigo. Pero Yo he rogado por ti, para que tu fe no decaiga; y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos” (Lc 22, 31-32).
         Después del beso de la traición en el Huerto de los Olivos, Jesús declara que todo cuanto sucede se debe a que a los ángeles caídos y a los hombres a ellos asociados, se les ha concedido un momento de poder contra Él[1]: “Cada día estaba con vosotros en el templo, y no me pusisteis las manos encima; pero ésta es vuestra hora: la hora del poder de las tinieblas” (Lc 22, 53).
Al meditar en Semana Santa sobre la Pasión del Señor, es necesario considerar que la Pasión es llevada a cabo libremente por nuestro Señor, pero que nosotros, libremente también, debemos asociarnos a su Pasión, por medio de la oración, la penitencia, las obras de caridad. Por otra parte, a la luz de estas consideraciones es que se valoran las palabras del Papa Francisco, quien ha dicho que cuando no se reza a Cristo, se reza al demonio; esto quiere decir que cuando no se viven en el amor los Mandamientos de Dios, se cumplen en el odio los mandamientos de Satanás, tal como lo hace Judas Iscariote. La Semana Santa debe servir entonces para hacer el firme propósito de no obrar nunca las obras de las tinieblas, sino las obras de Dios, que son las obras de misericordia, fruto del Amor del Sagrado Corazón recibido en la comunión eucarística.



[1] Raúl Salvucci, Experiencias de un exorcista, Editorial Fundación Jesús de la Misericordia, Quito 2004, 78-80.

No hay comentarios:

Publicar un comentario