martes, 26 de marzo de 2013

Miércoles Santo



(Ciclo C – 2013)
         “Voy a celebrar la Pascua en tu casa” (Mt 26, 14-25). Los discípulos preguntan a Jesús acerca del lugar en donde celebrarán la Pascua; Jesús responde diciéndoles que “vayan a la ciudad, a la casa de tal persona”, y que le den el siguiente mensaje: “El Señor dice: Se acerca mi hora; voy a celebrar la Pascua en tu casa con mis discípulos”. La respuesta al pedido es positiva, porque inmediatamente el evangelista da cuenta del éxito de la misión: “Ellos hicieron como Jesús les había ordenado y prepararon la Pascua”.
         ¿Quién es el enigmático dueño de la casa en donde se llevó a cabo el Cenáculo de la Última Cena? Aunque no existen datos en el Evangelio sobre esta persona, sí se sabe que se trataba de una persona real, de carne y hueso, que era el propietario de la casa del Cenáculo. Además, era un discípulo fiel a Jesús; era alguien que conocía y amaba a Jesús, y acerca del cual Jesús tenía una gran amistad y confianza, porque envía a los discípulos con el recado con total confianza. Jesús sabe que su amigo no se negará a prestarle la casa para celebrar la Pascua, a pesar de los múltiples peligros que supone alojar a Jesús, comenzando por los judíos, que han multiplicado sus amenazas de muerte, tanto a Jesús como a sus discípulos, como por ejemplo, a Lázaro. Los judíos habían amenazado con matar a Jesús y quien estuviera en su compañía, sería también considerado como objetivo de sus planes homicidas, pero Jesús sabe que su amigo no se arredrará ante el peligro, y que el amor que tiene por Él es más grande que el temor a los enemigos. Jesús confía en el dueño de casa, que es también discípulo suyo, porque sabe que basta con que le exprese el deseo de “celebrar la Pascua” en su casa para que esa persona le ceda inmediatamente el lugar para la Última Cena.
         Teniendo en cuenta que en el Evangelio el concepto de “casa” se traslada y aplica al de “alma”, “persona”, “cuerpo”, haciéndolo equivalente –“el cuerpo es templo del Espíritu”; “Estoy a la puerta y llamo, el que me abra cenaré con él y él conmigo”-, podemos decir que Jesús hace este mismo pedido a todo hombre: “Quiero celebrar la Pascua en tu alma, quiero celebrar la Pascua contigo, quiero compartir contigo la Última Cena”.
         Ahora bien, ¿qué quiere decir “celebrar la Pascua” con Jesús?
“Celebrar la Pascua” y la “Última Cena” con Jesús no es una experiencia, al menos humanamente hablando, que pueda decirse “alegre”, al menos no como se entiende entre los hombres, porque no se trata de una cena más entre amigos, en donde todo es risas y despreocupación.
         Jesús recuerda al discípulo, en el momento de pedirle la casa, que “se acerca mi hora”, es decir, la hora en la que se dará cumplimiento a las profecías mesiánicas como las de Isaías, en las que se retrata al “Siervo sufriente de Yahvéh” como “triturado” a causa de las iniquidades de los hombres; como “Varón de dolores”, como alguien que, a causa de la deformación en el rostro que le han provocado los golpes, ante su vista “se da vuelta el rostro”, por la compasión que despierta.
         “Celebrar la Pascua” con Jesús quiere decir ver en Persona al Hijo de Dios en un gesto de humildad jamás vista, que asombra a los ángeles de Dios, porque significa ver al mismo Dios Creador arrodillarse como si fuera un esclavo ante sus discípulos para lavarles los pies, haciendo una tarea propia de esclavos y sirvientes. Con este gesto, Jesús nos enseña la auto-humillación, la mansedumbre y la humildad, como virtudes a practicar para crecer en su imitación.
         “Celebrar la Pascua” con Jesús, es ser tratado por Él como “amigo”, y no como “siervo”, y esto porque nos dona su Espíritu, que nos comunica los admirables y misteriosos secretos acerca de Jesús y su sacrificio redentor, secretos que sólo conoce el Padre y que nos los hace participar, porque ya no nos considera siervos, sino amigos.
         “Celebrar la Pascua” con Jesús significa también recibir de Él el mandato de la caridad: “Amaos los unos a los otros, como Yo os he amado”, mandato y virtud, la de la caridad, el amor sobrenatural a Dios y al prójimo, que deben ser el sello distintivo de quien ama a Jesús.
         Pero “celebrar la Pascua” con Jesús quiere decir participar  también de su “Hora”, la hora de la Pasión, de la amargura, del dolor, de la traición, de la tristeza infinita del Sagrado Corazón, al ver que muchísimas almas se perderán irremediablemente porque no lo aceptarán como Salvador, haciendo vano su sacrificio en Cruz.
         “Celebrar la Pascua” con Jesús quiere decir ser testigos directos de la traición de uno a quien Jesús llama “amigo”, que cena con Él, pero que pacta con sus enemigos en la sombra y lo vende por treinta monedas de plata, Judas Iscariote.
         “Celebrar la Pascua” quiere decir ser testigos de la “hora de las tinieblas”, hora en la cual el Príncipe de las tinieblas y Padre de la mentira, el demonio, se infiltra en el corazón mismo de la Iglesia naciente, el Cenáculo de la Última Cena, logrando conquistar el alma y poseer el cuerpo de uno de sus sacerdotes, Judas Iscariote, para arrastrarlo consigo a lo más profundo del infierno, como medio de venganza contra Jesús.   
“Celebrar la Pascua” quiere decir ser también testigo de la tristeza que experimenta Jesús al ver la condenación de Judas, porque Jesús ama tanto a una persona sola como a toda la humanidad, y así su Sagrado Corazón se ve desgarrado por el dolor, al no ver correspondido su sacrificio en Cruz.
“Celebrar la Pascua” con Jesús quiere decir entonces beber del cáliz de sus amarguras y sentir sus mismas penas, y significa ser también partícipes de la redención del mundo, convirtiéndonos en co-rredentores junto a Jesús y María, porque por las penas y amarguras de la Pasión Jesús salvará a toda la humanidad, a todos aquellos que deseen ser salvados y lo acepten como Salvador.
“Voy a celebrar la Pascua en tu casa”. También a nosotros nos invita Jesús a celebrar la Pascua con Él: “Quiero celebrar la Pascua en tu corazón, quiero que tu corazón sea el Cenáculo de la Última Cena, para hacerte partícipe de mis tristezas y de mis agonías, para que luego participes de mi gloria y de mi alegría. Dame tu corazón y déjame entrar, para celebrar la Pascua contigo”.


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