lunes, 1 de abril de 2013

Martes de la Octava de Pascua



“Mujer, ¿por qué lloras? (Jn 20, 11-18). No la realidad de Jesús muerto, que no lo está más, sino la de su propia fe débil o casi inexistente en las palabras de Jesús, es lo que agobia a María Magdalena y la sumerge en la tristeza y el llanto.
Tristeza y llanto que, luego del encuentro personal con Jesús resucitado, se convertirán en alegría desbordante y exultante, al infundirle Jesús su Espíritu. Es el Espíritu Santo quien comunica al alma un nuevo conocimiento, un conocimiento celestial, sobrenatural, acerca de Jesús, y es Él quien permite a María Magdalena reconocer a Jesús como “Rabboní”, es decir, como “Maestro”, y no como al jardinero encargado del sepulcro. Hasta que Jesús no infunde su Espíritu, María Magdalena cuenta sólo con su propia razón natural, la cual es incapaz absolutamente de percibir y contemplar la realidad del Cuerpo glorioso de Jesús. Hasta que Jesús no le infunde su Espíritu, María Magdalena sólo conoce el Cuerpo muerto de Jesús del Viernes Santo, que permanece como tal en el sepulcro. La luz de la razón natural es totalmente insuficiente para percibir la gloria divina que se trasluce a través del Cuerpo resucitado de Jesús, y por eso María Magdalena lo confunde con el jardinero.
La tenue luz de su inteligencia le dice a María Magdalena que Aquel a quien tiene enfrente es el encargado del huerto; sumado a su falta de fe en las palabras de Jesús, pregunta a Jesús “dónde han puesto” el Cuerpo, “dónde se lo han llevado”.
Sólo después que Jesús, en el encuentro personal con Él, infunda su Espíritu Santo en el alma, ésta es capaz de reconocerlo como Quien es, el Hombre-Dios, glorioso y resucitado, y no como al jardinero. Es esta iluminación del Espíritu la que hace exclamar: “¡Rabboní!” a María Magdalena, con una expresión de alegría y de júbilo, al reconocer a su amado Maestro, Jesús de Nazareth, que ha vuelto, como Él mismo lo había predicho, de la muerte, glorioso y triunfante, para ya no morir más.
A muchos en la Iglesia, les sucede lo que a María Magdalena en el sepulcro: buscan, en la misma Iglesia, a un Jesús inexistente, un Jesús muerto, porque si bien se dicen cristianos, no creen que Jesús haya resucitado, y mucho menos que prolongue su resurrección en la Eucaristía, y por ese motivo, se abaten ante la tribulación, al sentirse abandonados por Dios. Así, no acuden al sagrario ni a la Santa Misa para encontrarse con Jesús.
Sin embargo, el conocimiento pleno y perfecto de la resurrección de Jesús, de Jesús en cuanto Hombre-Dios resucitado y glorioso, que ha vencido a la muerte y que prolonga su resurrección en la Eucaristía, no depende de razonamientos humanos sino -como se puede ver en el caso de María Magdalena- de la infusión del Espíritu Santo, por parte de Jesús y del Padre, Espíritu que es Quien hace conocer y amar a Jesús como el Padre lo conoce y lo ama en la eternidad.
Es por eso que se vuelve imperiosa la oración de súplica, pidiendo el Espíritu Santo, para que ilumine las tinieblas de la mente y del corazón, a fin de poder reconocer a Cristo que no solo ha vencido para siempre a la muerte en el sepulcro, sino que prolonga su resurrección en el Santo Sacramento del altar, la Eucaristía: “Señor, envía tu Espíritu Santo, Fuego de Amor divino, para que disipe las tinieblas de mi mente y de mi corazón, y así pueda yo verte y amarte en la Eucaristía, en donde estás Presente con tu Cuerpo glorioso!”. 

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