sábado, 3 de agosto de 2013

“Cuídense de toda avaricia, porque la vida del hombre no está asegurada por sus riquezas”


(Domingo XVIII – TO – Ciclo C – 2013)
“Cuídense de toda avaricia, porque la vida del hombre no está asegurada por sus riquezas” (Lc 12, 13-21). Por medio de la parábola del rico egoísta y despreocupado, Jesús nos advierte acerca de la inutilidad de acumular bienes materiales en esta vida, y sobre la cercanía de la vida eterna, además de lo efímero de la vida terrena.
En la parábola, un hombre rico, que ya posee graneros y bienes materiales, ocupa sus pensamientos y sus esfuerzos en acrecentarlos, con la convicción de que de esa manera puede “comer, beber y darse buena vida” por el espacio de “muchos años”. La posesión de bienes materiales y su multiplicación le otorgan al rico avaro una falsa seguridad: la de que vivirá muchos años. En efecto, su objetivo es multiplicar sus ya abundantes posesiones, de manera de poder “comer, beber y darse una buena vida” durante “muchos años”. Da por seguro dos cosas: que podrá disfrutar “muchos años” de sus bienes, y que estos son los que le proporcionan una larga vida.
Jesús nos advierte acerca de este peligro: “Cuídense de toda avaricia, porque la vida del hombre no está asegurada por sus riquezas”. La avaricia ofusca el entendimiento y pervierte la voluntad: ofusca el entendimiento, porque hace creer que la posesión de bienes materiales es el objetivo de la vida; pervierte la voluntad, porque apega el corazón a dichos bienes, con lo cual, el hombre se comporta como el perro del hortelano: ni come ni deja comer, es decir, ni los utiliza él -porque hay bienes para cuyo usufructuo se necesitarían varias vidas humanas, pensemos en las fortunas millonarias-, ni deja utilizarlos a los demás, porque se comporta con ellos de manera egoísta, ya que el hecho de ser acaparados por una sola persona, impide que los demás los usen.
Avaricia, codicia, egoísmo sin límites, que en el fondo son causados por el desesperado intento de negar la realidad: esta vida terrena se termina, tarde o temprano, y al final de la misma espera el juicio particular, el cual determinará el destino final por toda la eternidad: o cielo, o infierno. Esto es lo que explica que Dios contraríe el pensamiento del avaro: mientras el avaro piensa vivir “muchos años” para disfrutar de sus posesiones, Dios por el contrario, lo llamará esa misma noche para pedirle cuenta de sus actos: “Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado?”. Mientras que, a los ojos de los hombres, la riqueza material es signo de aguda inteligencia para los negocios, a los ojos de Dios es signo de falta de razón, de falta de sentido: “Insensato”.
Jesús no solo nos advierte acerca de este peligro que se cierne sobre nosotros, debido a que nadie puede decir: “Yo no soy insensato ni egoísta porque no soy rico”, porque se puede ser egoísta y avaro aún con un kilo de pan. Y la mejor forma de combatir el incipiente egoísmo es haciendo lo opuesto, es decir, compartiendo nuestros bienes -escasos o abundantes- con quienes los necesiten. De esta manera, se ayuda a que el corazón se despegue de la afición desordenada a las cosas materiales y se combate la tendencia a acumular sin razón de ser.
Pero hay otro peligro que acecha al hombre avaro y egoísta, y es el no pensar en Dios, y esto es lo que Jesús nos quiere decir cuando dice: “Esto es lo que sucede al que acumula riquezas para sí y no es rico a los ojos de Dios”. Como vemos, Jesús no nos impide acumular riquezas; es más, nos alienta directamente a hacerlo cuando nos dice: “Atesorad tesoros en el cielo” (Mt 6, 19-21), pero se trata de una riqueza muy distinta a la riqueza material: “ser ricos a los ojos de Dios” significa ser ricos en amor, tanto a Dios como al prójimo, puesto que amor será lo que Dios busque en los corazones en el momento del juicio particular de cada uno. Podemos decir que Dios nos exige que paguemos la entrada al cielo, pero esa entrada no se paga con dinero, ni con oro, ni con plata, ni con ningún bien material: la entrada al cielo se paga con amor. De las palabras de Jesús - “Atesorad tesoros en el cielo”, “ser ricos a los ojos de Dios”- podemos deducir que la entrada al cielo es cara, muy costosa, por lo que es necesario acumular muchos tesoros, es necesario ser ricos, pero los tesoros y la riqueza de los que habla Jesús, son el amor, a Dios y al prójimo, y no otra cosa. Es rico a los ojos de Dios, quien tiene amor en su corazón, y quien “atesora tesoros en el cielo”; por el contrario, es pobre a los ojos de Dios, quien no tiene amor en su corazón, y no se preocupa por ser rico según el deseo de Dios.

Si esto es así, entonces nos urge ser “ricos espirituales”; nos urge “acumular tesoros en el cielo”; nos urge una “sana avaricia” de poseer el bien que nos granjeará, a nosotros y a nuestros seres queridos, la entrada en el cielo, y esto es el amor. Surgen entonces las preguntas: ¿cómo atesorar tesoros en el cielo? ¿Dónde encontrar aquello que es más valioso que el oro y la plata?¿Dónde encontrar ese bien tan preciado, que nos abrirá las puertas del cielo? ¿Dónde encontrar Amor, en cantidad tal, que nos haga ricos, como si de un golpe de fortuna se tratara? ¿Dónde está el tesoro de la Iglesia, más valioso que montañas de oro y plata? La respuesta es una sola: el Amor que nos hace ricos ante los ojos de Dios está en la Eucaristía, porque allí late el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, Fuente inagotable del Amor divino. Si alguien quiere ser rico, entonces tiene que acumular, para sí y para los demás, la inmensidad de Amor del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, guardando las Hostias comulgadas, las Eucaristías, en el corazón, con más celo y fervor que el del avaro que guarda sus monedas de oro en su cofre, y este Amor que brota de la Eucaristía, así depositado en el corazón, será el Bien de valor infinito con el que pagaremos nuestra entrada en el cielo. Pero falta todavía algo: para que este Amor eucarístico, depositado en el corazón en cada comunión, nos convierta en ricos a los ojos de Dios, debe ser compartido con nuestros prójimos, porque así como el generoso se distingue del avaro en que comparte su fortuna con el que lo necesita, así el que verdaderamente posee el tesoro del Amor divino en su corazón, lo comparte con sus hermanos, a diferencia de aquél que no lo posee y, por lo tanto, no puede compartirlo. ¿Cómo distinguir al que es “rico ante los ojos de Dios” de aquel que no lo es? Por el amor que muestra, no de palabra, sino con obras de misericordia.

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