sábado, 5 de octubre de 2013

"Si tuvierais fe como un grano de mostaza, le dirías a la morera que se plante en el mar, y ella les obedecería"


(Domingo XXVII - TO - Ciclo C - 2013)
          "Si tuvierais fe como un grano de mostaza, le dirías a la morera que se plante en el mar, y ella les obedecería" (Lc 17, 3b-10). Jesús nos plantea, en este Evangelio, no solo la fe, sino el poder de la fe: nos dice claramente que, si tuviéramos una fe pequeña, simbolizada en el grano de mostaza, de muy pequeño tamaño, podríamos ordenar a un árbol, por ejemplo, que se desarraigue del lugar en el que se encuentra, y que se plante en el mar, y éste obedecería. No cabe duda que, si alguien tuviera esa fe, poseería mucho poder, puesto que la naturaleza le obedecería y cumpliría sus órdenes al pie de la letra y con toda prontitud. Sin embargo, no cuesta mucho constatar que, al menos en lo que a nosotros nos atañe, no somos los poseedores de una fe tan poderosa, puesto que, por mucho que lo intentemos, no solo las moreras, sino cuanto árbol vemos por ahí, continúan firmemente enraizados en sus lugares, sin la más mínima intención de moverse, y mucho menos de plantarse en el mar.
          Una vez que hemos constatado que nuestra fe es mucho más pequeña que un grano de mostaza, puesto que las moreras -y ningún otro árbol- no se mueven de su lugar, debemos elevar nuestros ojos a Jesús y decir, como los discípulos en el Evangelio: "Señor, auméntanos la fe", y Jesús, que no deja de escuchar nunca ninguna súplica, nos concederá lo que le pedimos, y nos dará una fe infinitamente más fuerte y poderosa, con una fuerza tan inmensamente más grande, que la fuerza necesaria para arrancar una morera de raíz y trasplantarla en el mar, quedará reducida a casi nada.
          ¿De qué fe se trata? Si se lo pedimos, Jesús nos dará la fe de la Iglesia, la fe según la cual Él no es un hombre más como todos, "el hijo del carpintero", como decían los vecinos de su pueblo natal, sino el Hombre-Dios, Dios Hijo hecho hombre sin dejar de ser Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que procediendo eternamente del Padre se encarnó en el tiempo en el seno virgen de María Santísima, para cumplir la obra de la redención de los hombres, entregando su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad en la Cruz, en el Calvario, y prolongar este don en el Nuevo Monte Calvario, el altar eucarístico, ofreciéndose a sí mismo en Persona en la Eucaristía. 
           Por la fe de la Iglesia, que nos da Jesús, creemos que María, la Madre de Jesús, no es simplemente una agraciada doncella de Palestina que vivió y murió virtuosamente hace dos mil años, sino que creemos que es la Madre de Dios, la Mujer revestida de sol descripta en el Apocalipsis (cfr. 12, 1-17), la Mujer que en el Génesis aplasta la cabeza del dragón con su pequeño piececito de doncella (cfr. 3, 15), porque le ha sido participado el poder divino y por eso, ante su solo Nombre, tiemblan de terror y de espanto Satanás y el infierno entero. 
          Por la fe de la Iglesia, que nos da Jesús, creemos que la Virgen es nuestra Madre celestial, que nos ha adoptado en la persona de Juan al pie de la Cruz, cuando Jesús le encargó la dulcísima tarea de adoptarnos como hijos suyos: "Mujer, he ahí a tu hijo" (Jn 19, 27). 
          Por la fe de la Iglesia, que nos da Jesús, creemos que la Virgen, que es Madre de Jesús y nuestra Madre, así como acompañó a su Hijo a lo largo del Calvario, y estuvo con Él en su agonía y lo recibió una vez ya muerto y esperó pacientemente hasta el Domingo de Resurrección, así también nos acompaña a nosotros en el Calvario de la vida, ayudándonos a llevar nuestra Cruz, para que unidos a la Cruz de Jesús, muramos al hombre viejo y seamos capaces de nacer como hombres nuevos, vivificados con la vida de la gracia que brota del Corazón traspasado de Jesús. 
         Por la fe de la Iglesia, que nos da Jesús, creemos que la Misa no es un "evento social", como dice el Papa Francisco, sino la renovación incruenta del Santo Sacrificio de la Cruz, sacrificio por el cual Jesús salva nuestras almas y nos concede la gracia de la filiación divina. 
        Por la fe de la Iglesia, que nos da Jesús, tenemos entonces una fe mucho más fuerte que la necesaria para arrancar una morera y plantarla en el mar, porque nuestra fe, que es la fe de la Iglesia, hace bajar del cielo al Hijo de Dios hasta el altar eucarístico, para quedarse en la Eucaristía, para que por la Eucaristía nos alimentemos con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad.

          Por la fe de la Iglesia, nuestra fe es tan fuerte que, más que arrancar una morera del suelo y llevarla al mar, nuestros corazones se arrancan de la tierra y son llevados al cielo. Esto es lo que le tenemos que pedir a Jesús: "Señor, danos la fe de la Iglesia".

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