martes, 3 de diciembre de 2013

“Jesús multiplicó panes y peces y los dio a sus discípulos”


“Jesús multiplicó panes y peces y los dio a sus discípulos” (Mt 15, 29-37). Jesús realiza el milagro de la multiplicación de panes y peces, con los cuales alimenta a una multitud de más de cinco mil hombres (tal vez diez mil, contando mujeres y niños). Previamente, había realizado una gran cantidad de milagros de curación de todo tipo de dolencias, motivo por el cual la multitud “glorificaba a Dios”. Ahora, sumada a la curación de las dolencias físicas, multiplica panes y peces, dando de comer a la multitud, satisfaciendo el hambre corporal.
Sin embargo, estos gestos de la Divina Bondad, serán malinterpretados por la multitud, quienes verán en Jesús a un taumaturgo, a un hacedor de milagros, que ha venido para curar sus enfermedades y para calmar el hambre. De hecho, la reacción de la multitud será luego el intentar proclamar rey a Jesús, pero un rey intra-mundano, un rey terreno, un rey que debería estar abocado a hacer de este mundo un “mundo feliz”, al suprimir las enfermedades y satisfacer la necesidad vital y biológica básica, la de la alimentación.
Pero Jesús no es un taumaturgo, ni un rey intra-mundano; Jesús es el Hombre-Dios, que ha venido a este mundo no para simplemente curar las enfermedades del hombre, ni para satisfacer el hambre corporal: Jesús ha venido para algo infinitamente más grande, ha venido para donar su Vida en rescate por la humanidad; Jesús ha venido para saciar el hambre, sí, pero el hambre de Dios que experimenta todo ser humano, porque todo ser humano ha sido creado por Dios y para Dios, y es por esto que la sed de felicidad que tiene el hombre sólo se satisface, única y exclusivamente, en el conocimiento y amor de Dios Uno y Trino, y Jesús ha venido para saciar este hambre y esta sed de Dios Trino; Jesús ha venido para curar la enfermedad del hombre, sí, pero ante todo la enfermedad principal, el pecado, que quita la vida del alma; Jesús ha venido para quitar el hambre de la humanidad, sí, pero no con alimentos materiales, sino con un alimento de origen celestial, que da al hombre la Vida eterna: el Pan Vivo bajado del cielo, su Cuerpo resucitado en la Eucaristía; la Carne de Cordero, su Cuerpo lleno de la gloria divina en la Hostia consagrada; el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, su Sangre derramada en el Santo Sacrificio de la Cruz y recogida en el cáliz del sacerdote ministerial.

“Jesús multiplicó panes y peces y los dio a sus discípulos”. Si consideramos afortunados a los asistentes de la multiplicación de panes y peces, cuánto más afortunados debemos considerarnos los cristianos, que recibimos de la Santa Madre Iglesia no el alimento del cuerpo, sino el Alimento del alma, porque somos alimentados no con pan hecho de harina y agua y con carne de pescado, sino con el Pan Vivo bajado del cielo y con la Carne del Cordero, asada en el Fuego del Espíritu Santo.

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