miércoles, 25 de diciembre de 2013

Octava de Navidad 1 2013




         Los personajes e integrantes del Pesebre de Belén poseen, a los ojos de la fe, un valor de simbolismo, porque nos remiten a realidades sobrenaturales, a la realidad del misterio de Dios que ingresa en nuestra historia humana por medio de realidades humanas. Nada, absolutamente nada, en el Pesebre de Belén, está al azar, y todo, absolutamente todo, nos remite a las realidades del cielo que vienen a nuestro encuentro en el Niño Dios. Precisamente, porque Dios viene a nuestro encuentro en la fragilidad de nuestra naturaleza humana, corremos el riesgo de reducir la escena de Nochebuena y Navidad a los estrechos límites de nuestro entendimiento humano, pero si aís hacemos, rebajamos el misterio de la Primera Venida de nuestro Dios, que así da inicio al plan salvífico de la Trinidad. Para que esto no nos suceda, es decir, para que no banalicemos y reduzcamos la escena de Belén a aquello que podemos entender con nuestra razón, debemos meditar, con la luz de la fe de la Iglesia, los insondables misterios divinos contenidos en una escena tan familiar como lo es el de la Noche Santa de Navidad. Comenzaremos reflexionando sobre la Madre de Dios, Aquella que a los ojos sin fe parece una madre más entre otras, pero que es la Elegida desde la eternidad para servir de Portal de la eternidad para el ingreso del Dios eterno en el tiempo.
         La Virgen es para nosotros un arquetipo modélico, insuperable, de virtudes naturales y sobrenaturales, en todo momento de su vida, y dentro de ese arquetipo de modelos, está el ser modelo de fe, una fe que tiene en Ella su origen y su modelo más puro: la fe de la Virgen es como Ella: pura, inmaculada, sin mancha, límpida, firme. Quien quiera ser fiel en la fe a Nuestro Señor Jesucristo, sólo tiene que contemplar a la Virgen en la Encarnación, en el Nacimiento, y en todo el Misterio Pascual de su Hijo Jesús.
         La Santísima Virgen tuvo en la tierra más fe y fue más heroica que la de todos los hombres y todos los ángeles juntos. Desde el inicio, su fe estuvo sometida a una triple prueba: la prueba de lo invisible, la prueba de lo incomprensible y la prueba de las apariencias contradictorias.
         Estuvo sometida a la prueba de lo invisible en la Encarnación, porque no vio al Espíritu Santo fecundar su seno virginal, pero creyó  a la Palabra de Dios anunciada por el Ángel, solo por venir de Dios, que nunca se engaña ni puede engañar. La Virgen sabía que Dios, Ser divino de Bondad infinita y de Sabiduría eterna, si bien era Omnipotente, había algo que no podía hacer, y era el mentir: Dios tiene una imposibilidad metafísica para mentir, para engañar, para obrar el mal aun en el más infinitésimo grado, y es por esto que, al anuncio del Ángel, la fe de la Virgen, sometida a la prueba de la invisibilidad, la supera, porque cree firmemente en Dios y en su ser la Bondad y la Verdad Absoluta, y así es ejemplo insuperable para nosotros, en nuestra en la Palabra de Dios.
La fe de la Virgen estuvo sometida a la prueba de lo incomprensible, porque en el Nacimiento en Nochebuena, vio a su Hijo, nacido milagrosamente en el establo de Belén, y a pesar de verlo como un Niño recién nacido, es decir, frágil, tembloroso, lloroso, hambriento, con sueño, con las necesidades fisiológicas que todo bebé recién nacido tiene, creyó que ese Bebé era el Creador del Universo, su propio Dios Creador, Dios de majestad y de gloria infinita, que se manifestaba a los hombres como un débil y frágil Niño, sin dejar de ser Dios, para que nadie tuviera temor en acercarse y abrazar a Dios en adelante, porque nadie tiene temor de acercarse y abrazar a  un bebé de pocas horas de nacido. La Virgen lo vio nacer milagrosa y virginalmente en el tiempo y creyó que era Dios Hijo, Eterno como Dios Padre, engendrado por el Padre en la eternidad, “entre esplendores sagrados”.
Lo vio Niño débil, pequeñísimo, y creyó que era el Dios Inmenso, Aquel al que los cielos no lo pueden contener. Lo vio pobre, temblando de frío, necesitado de alimentos y de ropa, y creyó que era Señor del Universo, el Creador que había creado el sol y las estrellas, los ángeles y los hombres, y que había vestido a toda la Creación con su gracia y hermosura;
lo vio débil, llorando sobre el heno y creyó que era Dios Omnipotente y Todopoderoso. La Virgen vio a su Niño, con su Cuerpo frágil, al cual debía alimentar con su leche materna, como hace toda madre con su hijo que acaba de nacer, y al cual debía abrigar y resguardar del intenso frío de la noche; la Virgen vio a su Niño, con su Alma que se expresaba dando la vida a su Cuerpecito de bebé, y lo hacía como hace toda alma humana en esa época de la vida, llorando por el hambre y el frío, y llorando para recibir el calor de los brazos maternales, y la Virgen vio en el Cuerpo y el Alma de su Hijo, el Cuerpo y el Alma del Hijo de Dios, unidos a la Divinidad y al Amor De Dios, que de esa manera, recibiendo el abrazo y el calor del amor de su Madre Virgen, recibía a través de Ella el calor y el amor de todas las creaturas y así se sentía Dios confortado en los brazos de María Virgen. Al contemplar a su Hijo en su Cuerpo y Alma humanos, la fe de la Virgen veía la Divinidad del Hijo de Dios, que se había hecho Hijo suyo en el tiempo, para que los hombres fueran hechos hijos de Dios y conducidos a la feliz eternidad, y así la Virgen superó heroicamente la prueba de lo incomprensible, y es modelo insuperable para nosotros en la contemplación del Niño de Belén.
La Virgen huyó con su Hijo en brazos de la crueldad del Rey Herodes, que por envidia y por complicidad con el Príncipe de las tinieblas, quería asesinar al Niño Dios, pero aun así, no dejó de creer que ese Niño que llevaba en brazos, era el “Rey de Reyes y Señor de señores” que al final de los tiempos, vendría a juzgar a las naciones, montado en un caballo blanco (Ap 19, 16), para dar a cada uno su destino eterno, de acuerdo a sus obras.
La Virgen vio a su Niño Dios, ya de grande, al mismo que contemplaba en el Pesebre de Belén, lo vio  maltratado y crucificado, y lo vio morir sobre el más ignominioso patíbulo, y creyó que ese Hombre que era su Hijo, que aparecía ante los ojos de los hombres como alguien que había fracasado, era Dios omnipotente que por el Santo Sacrificio de la Cruz, renovado incruentamente en la Santa Misa, vencía para siempre, con el poder de su Divinidad, infundida en su Sangre derramada, a los tres grandes enemigos del hombre, el demonio, el pecado y la muerte, perdonándoles sus pecados y adoptándolos como hijos de Dios, para conducirlos al Reino de la eterna felicidad.
Finalmente, la Virgen vio a su Niño, nacido en Belén, que significa "Casa de Pan", oculto en la Eucaristía, bajo algo que parece ser pan, pero que ya no es pan, porque es su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, y creyó que era su Hijo Jesús que, en la Hostia consagrada, prolongaba en la Santa Misa su Encarnación y Nacimiento en el Portal de Belén, convirtiendo a cada altar eucarístico en un Nuevo Portal de Belén, Nuevo Portal en el que su Niño se ofrece como Pan de Vida eterna para la salvación de las almas.
Por todo esto, la Virgen en el Pesebre de Belén y en todo el Misterio Pascual de su Hijo Jesús es, para nosotros, modelo insuperable de fe pura, límpida, cristalina, firme, fuerte, invencible.

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