martes, 29 de enero de 2013

“El sembrador salió a sembrar”


Parábola del sembrador
(Jacopo Bassano)

“El sembrador salió a sembrar” (Mc 4, 1-20). En la parábola del sembrador, cada elemento tiene un significado sobrenatural: el sembrador es Dios Padre; la semilla que arroja al voleo el sembrador, es su Palabra; los distintos lugares en los que cae la semilla -borde del camino, terreno rocoso, espinas, buena tierra-, son los corazones humanos. Como es lógico, las semillas que caen en cualquier terreno que no sea la buena tierra, termina por perecer, ya sea porque el terreno es pedregoso, porque hay espinas, o porque las comen los pájaros.
         Lo que llama la atención en la parábola es la actitud del sembrador: si el sembrador es Dios Padre, que siembra su semilla que es la Palabra, ¿por qué siembra al voleo? O en todo caso, si siembra al voleo, ¿por qué lo hace de manera aparentemente despreocupada, de manera tal que sabe que con esa manera de sembrar muchas semillas se perderán al caer indefectiblemente en lugares no aptos para la siembra?
         La respuesta no está en el sembrador, que no puede fallar nunca, desde el momento en que es Dios Padre, ni tampoco en la semilla, que en sí misma es perfecta, porque es la Palabra de Dios; la respuesta está en el terreno en el que cae la semilla, que es el corazón del hombre: la mayor o menor fertilidad o fecundidad del terreno, que hará germinar la semilla en obras de caridad –o, por el contrario, la agostará-, depende de las disposiciones del corazón del hombre. Se puede decir que el terreno en donde cae la semilla es un terreno “vivo”, y que las condiciones de fertilidad o no dependen del mismo terreno, desde el momento en que el hombre es libre para aceptar o rechazar la Palabra de Dios.
         Una persona puede escuchar la Palabra de Dios en la liturgia de la Palabra en la Santa Misa, y puede recibir a esa misma Palabra encarnada en la comunión eucarística –esto sería el sembrador que siembra la semilla-, pero si se olvida de lo que recibió y, apenas traspasadas las puertas de la Iglesia, permite que la abrumen las preocupaciones de la vida –sin tener en cuenta que la fuerza para resistirlas está en la Eucaristía-, o se deja arrastrar por sus propias pasiones –ira, odio, avaricia, lujuria, sin tener en cuenta que la Eucaristía que recibió le comunica la mansedumbre, el amor, la generosidad, la pureza de Cristo-, o no opone resistencia a las tentaciones del demonio –sin tener en cuenta que la Eucaristía que recibió es Cristo Dios en Persona, infinitamente más poderoso que el ángel caído-, ese corazón, que recibió la Palabra de Dios doblemente, en la liturgia de la Palabra y en la Eucaristía, permite voluntariamente que la semilla se agoste, es decir, que la Palabra no germine en frutos de paciencia, caridad, fortaleza, mansedumbre, confianza en Dios, amor al prójimo, castidad. De estos, puede decirse que voluntariamente convierten a sus corazones en terrenos infértiles, ya sea porque se convierten en tierra que está al borde del camino, o en terreno pedregoso, o en terreno con espinas, y así no solo no germina la Palabra de Dios en obras buenas, sino que abunda en frutos amargos: soberbia, rencor, enojo, susceptibilidad, egoísmo, impaciencia.
         Por el contrario, aquel que también recibió doblemente la Palabra de Dios en la Santa Misa, pero frente a las tribulaciones de la vida se abandona en Cristo, a quien recibió en Persona en la Eucaristía; frente a las propias pasiones, implora la fortaleza para vencerlas a Jesús, a quien acaba de escuchar en la liturgia de la Palabra y de cuyo Costado traspasado acaba de beber en la comunión eucarística, y frente a las tentaciones del demonio eleva plegarias en el altar de su corazón, en donde está Jesús Eucaristía, pidiéndole que lo libre de sus acechanzas, ese tal, es el que permite que la semilla de la Palabra germine y de frutos de mansedumbre, de caridad, de pureza, de amor, de humildad, rindiendo el treinta, el sesenta o el ciento por uno.
         El corazón que voluntariamente se convierte en buena tierra, permite que germine la semilla del sembrador, semilla que luego se convertirá en árbol, el Árbol de la Cruz, Árbol que da el fruto más precioso, Jesús. El fruto de la semilla sembrada y germinada en el corazón convertido en buena tierra es la conversión del hombre en Cristo y Cristo crucificado. En él se cumplen las palabras de San Pablo: “Ya no soy yo quien vive, sino Cristo quien mora en mí” (Gal 2, 20).

lunes, 28 de enero de 2013

Mi madre y mis hermanos son los que cumplen la Voluntad de Dios



“Mi madre y mis hermanos son los que cumplen la Voluntad de Dios” (Mc 3, 13-15). Mientras Jesús está predicando a la multitud, que lo escucha atentamente, llegan la Virgen y sus primos; algunos de los presentes le avisan de la llegada, y Jesús responde de una manera que hace pensar que desconoce o niega tanto a su Madre, la Virgen, como a sus primos. En efecto, dice: "¿Quiénes son mi madre y mis hermanos? Son los que cumplen la Voluntad de Dios". Es decir, con esta respuesta, parece que Jesús dijera: "Mi Madre no es la Virgen, ni los que vinieron con Ella son mis hermanos. Mi Madre y mis hermanos son los que cumplen la Voluntad de Dios".
Sin embargo, aunque pudiera parecer lo contrario, las palabras de Jesús no significan, de ninguna manera, una negación de su madre ni de sus primos; no quiere decir que Jesús rechaza o reniega de los vínculos de sangre, ni tampoco significa la negación de las obligaciones que nacen del parentesco[1]. Todo lo contrario, Jesús siempre se mostró sumamente exigente en lo relativo al trato debido a los progenitores, como cuando condena la casuística farisea que hacía posible a los hijos desobedientes evadir las obligaciones impuestas por el cuarto mandamiento (cfr. Mc 7, 9-13), y durante toda su vida, pero sobre todo en su agonía en la Cruz, muestra gran amor y solicitud por su Madre (cfr. Jn 19, 26).
Lo que Jesús quiere inculcar aquí es que las exigencias del parentesco natural están subordinadas al deber primordial de hacer la voluntad de Dios[2]; es decir, Jesús hace ver que sobre las exigencias de la familia biológica, se encuentra el cumplimiento de la voluntad divina.
Pero Jesús no solo quiere dar una norma moral; mucho más que esto, Jesús ha venido a establecer una nueva forma de relación familiar entre los seres humanos, una relación familiar que establece lazos de unión mucho más profundos que los de la sangre, y es la relación dada por la gracia santificante. Hasta Jesús, los seres humanos nacen en el seno de una familia y pertenecen a la misma por los lazos sanguíneos (se puede pertenecer también a una familia a través de la adopción, pero no es lo habitual); a partir de Jesús y su gracia, surge en la especie humana una Nueva Familia, la familia de quienes poseen la gracia de la filiación divina, ya que por esta poseen a Dios por Padre, a la Virgen por Madre, y a Jesús por Hermano. Todo bautizado entra a formar parte de esta nueva familia humana, la familia de los hijos de Dios, cuyo distintivo es la caridad o amor sobrenatural, amor que se demuestra en el cumplimiento por amor de la Voluntad divina. De esta manera los bautizados, convertidos en hijos adoptivos de Dios por la gracia de la filiación divina recibida en el bautismo sacramental, se reconocen entre sí como miembros de una misma familia, la familia de los hijos de Dios, unidos por un lazo más fuerte que el biológico, la gracia santificante, cuyo deseo es cumplir la Voluntad de Dios Padre, expresada en Jesucristo.
“Mi madre y mis hermanos son los que cumplen la Voluntad de Dios”. Los bautizados, los integrantes de la familia de Jesús, se caracterizan por cumplir la Voluntad de Dios, expresada en el Primer Mandamiento: “Amar a Dios y al prójimo como a uno mismo”.




[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 502.
[2] Cfr. ibidem.

viernes, 25 de enero de 2013

El Espíritu del Señor está sobre Mí (…) me ha enviado a anunciar la liberación a los cautivos y la Buena Noticia a los pobres



(Domingo III – TO – Ciclo C – 2013)
       “El Espíritu del Señor está sobre Mí (…) me ha enviado a anunciar la liberación a los cautivos (...) la Buena Nueva a los pobres…” (Lc 1, 1-4. 4, 14-21). En la sinagoga, Jesús se proclama como el Mesías sobre quien está el Espíritu de Dios y como tal, revela que ha sido enviado para “llevar la Buena Noticia a los pobres (…) anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor”.
          Frente a esta revelación, surgen espontáneas diversas preguntas: ¿en qué consiste la Buena Noticia? ¿De qué liberación se trata? ¿Qué es lo que esclaviza a la humanidad, para que tenga que ser liberada? ¿Qué clase de ceguera viene a curar Jesús? ¿Cuál es la libertad que viene a traer? ¿Quiénes son los “pobres, destinatarios de la Buena Noticia? ¿De qué clase de pobreza se trata?
Las respuestas que demos a estas preguntas son muy importantes, porque estas determinarán no sólo el sentido de la misión de Jesús, a la cual es enviado por el Espíritu Santo, sino también el sentido de la misión de la Iglesia, que ha recibido a su vez de Cristo  el mandato misionero: “Id y anunciad la Buena Noticia a todas las naciones” (Mt 28, 19). Así como es la misión de Jesús, así es la misión de la Iglesia, por eso hay que saber en qué consiste la misión de Jesús, para saber en qué consiste nuestra misión como Iglesia.
Con respecto a la misión de Jesús, hay corrientes pseudo-teológicas, teologías progresistas, que se apartan totalmente del Magisterio de la Iglesia, como la llamada Teología de la liberación, que sostienen que Jesús viene a librarnos de la pobreza económica y material –por eso su postulado central es la “opción por los pobres”-, además de liberarnos de sistemas políticos, sociales e ideológicos que son, según esta pseudo-teología, los causantes de la pobreza.
Para esta teología, la pobreza material se debe a un sistema económico y político determinado, que es el liberalismo; entonces la misión de Jesús y por lo tanto de la Iglesia, es enseñarnos a luchar contra las estructuras del liberalismo capitalista, lucha para lo cual es necesario adoptar una determinada visión de la vida, materialista y atea, la visión del marxismo. En consecuencia, para la Teología de la Liberación[1] ser cristianos quiere decir adoptar la ideología marxista y comunista, ideología según la cual el hombre no tiene un destino eterno, sino que su destino es construir aquí en la tierra un paraíso terrenal, el cual se conseguirá cuando, por la lucha de clases –el enfrentamiento entre ricos y pobres-, toda la humanidad alcanzará un utópico estado de bienestar material, sin distinciones sociales.
Si bien es cierto que Jesús mismo dice que ha venido para traer la Buena Noticia a los pobres” y que por lo tanto los pobres son el objeto preferencial de la misión de la Iglesia, no se trata de los pobres según la visión marxista, desde el momento en que el marxismo es intrínsecamente perverso e incompatible con la doctrina católica. El motivo de esta perversión e incompatibilidad, es que cree en una redención meramente intramundana y de carácter político al tiempo que, basada en su visión materialista del hombre y del mundo, rechaza de plano la redención por la gracia santificante, obtenida y donada a la Iglesia por Jesucristo en la Cruz.
Además, entre otros gravísimos errores, la “liberación” de la Teología de la Liberación trae como consecuencia una grave distorsión del mensaje de Cristo, al propiciar la lucha armada de clases como medio ineludible para conseguir tal “liberación”, lo cual contrasta radicalmente el mandato de Cristo de la caridad: “Amaos los unos a los otros, como Yo os he amado” (Jn 13, 34). 
No es esta falsa liberación -la propiciada por la Teología de la Liberación-, la que viene a traernos Cristo, pero tampoco es la liberación que propicia la teología feminista, según la cual la mujer debe liberarse de las concepciones patriarcales que relegan el papel de la mujer, para conseguir un mayor papel protagónico en la Iglesia; las consecuencias nefastas de esta pseudo-teología conducen a gravísimos errores dentro de la Iglesia, como por ejemplo, llamar a Dios “Madre”, en vez de “Padre”, o pretender la ordenación sacerdotal de mujeres, para que puedan celebrar la Misa, y muchos otros errores.
Cuando Jesús dice que ha sido enviado por el Espíritu para “liberar a los cautivos y dar la Buena Noticia a los pobres”, no se refiere a las falsas liberaciones de las pseudo-teologías, como las de la Teología de la liberación y la teología feminista; Jesús no ha venido a liberarnos de sistemas políticos, ideológicos, sociales, ni de concepciones patriarcales, ni su libertad consiste en que seamos todos iguales en la escala social y en el salario, ni que la mujer adopte en la Iglesia un papel reservado al varón, por disposición divina.
No se trata de nada de esto: Jesús nos viene a liberar de aquello que verdaderamente esclaviza al alma en el tiempo y que, si no se pone un remedio, la esclavizará por la eternidad, y es el pecado, la muerte, el demonio y la condenación eterna.
El pecado es lo que realmente esclaviza al alma y lo empobrece, porque siendo un mal espiritual que anida voluntariamente en el corazón, aparta al hombre de Dios, en quien el hombre encuentra su verdadera libertad, al ser Dios la Verdad Absoluta y en Acto Puro: “La Verdad os hará libres” (Jn 8, 32), dice Jesús, y al alejarse de Dios que es Verdad, Luz, Amor y Vida eterna, a causa del pecado, el hombre se vuelve esclavo del error y de la ignorancia; al apartarse de Dios que es Amor, a causa del pecado, el hombre se sumerge en las tinieblas del odio, con lo cual su alma sufre una verdadera muerte espiritual, porque muere a la vida de la gracia. El hombre, esclavo del pecado, se sumerge en el error, en la ignorancia, en el odio y en las tinieblas, y de esta esclavitud le es imposible salir con sus propias fuerzas.
La muerte es lo que esclaviza al hombre, porque es de experiencia de todos los días que lo único que tiene seguro en esta vida es la muerte, porque todo hombre, a causa del pecado original, y a causa de haber perdido el don de la inmortalidad, se encamina a la muerte; pero si la muerte corporal acecha al hombre a cada instante, todavía más preocupante es la otra muerte, la muerte eterna, muerte del espíritu, muerte por la cual el hombre jamás habrá de ver la luz eterna, Dios Trino. 
El demonio es lo que esclaviza al hombre que vive en el pecado, porque siendo el pecado una mancha y más que mancha, una herida espiritual mortal en el centro del alma espiritual, el hombre no puede quitársela con sus propias fuerzas y así, sometido al pecado, se aparta de Dios e inevitablemente queda atrapado con las cadenas del demonio, el mal, el odio, la ignorancia de todo bien y de toda verdad; lejos de Dios, sobre los hombros del hombre en pecado, es colocado el pesado yugo del demonio, yugo cruel y tiránico que, de no liberarse el hombre en esta vida, lo continuará llevando por toda la eternidad. El demonio esclaviza al hombre como modo de vengarse de Dios, de quien el hombre es su imagen y semejanza.
Y los tres enemigos, el pecado, la muerte y el demonio, son los que convierten al hombre en, más que pobre, en un mendigo, en un indigente, puesto que le quitan sus verdaderas riquezas, las riquezas espirituales que son la gracia, la vida y la amistad con Dios, y esta es la peor pobreza que pueda un hombre sufrir en la vida. Cuando Jesús dice que ha venido a anunciar la Buena Noticia a los pobres, está hablando de los pobres en un sentido material, sí, pero ante todo y principalmente, de la pobreza e indigencia espiritual en la que se sumerge el hombre como consecuencia del pecado.
“El Espíritu del Señor está sobre Mí (…) me ha enviado a anunciar la liberación a los cautivos y la Buena Noticia a los pobres”. Jesús nos libera de estos tres enemigos, el pecado, la muerte y el demonio, pero no con falsas teologías, sino con la Cruz y en la Cruz: en la Cruz nos libera del pecado, porque el pecado es malicia, vencida para siempre por la bondad divina, porque si el hombre había cometido el pecado o la malicia del deicidio, el dar muerte a su Dios que se había encarnado en Cristo y por esto merecía ser condenado por la Justicia divina, debido a que ese Dios crucificado es Amor, perdón y misericordia infinitos, en vez de dar al hombre el castigo merecido por su deicidio, en el mismo lugar del deicidio, la Cruz, Dios concede al hombre el perdón, destruyéndole y quitándole de esta manera el pecado; es así que quien se acerca a Cristo crucificado, recibe el dolor y el perdón de los pecados; Cristo en la Cruz nos libera de la muerte, porque al morir Él realmente en la Cruz, al padecer Él la muerte en su Humanidad, debido a que Él en cuanto Dios es inmortal, al morir, destruye la muerte del hombre, para infundirle su propia vida divina, y es así que quien se acerca a Cristo crucificado, recibe de Él su vida eterna; en la Cruz, Cristo vence para siempre al demonio, porque si los demonios estaban delante de la Cruz festejando con malicia diabólica su triunfo aparente[2] al ver crucificado al Hombre-Dios, ese mismo triunfo se les convirtió en la derrota más sonora y estrepitosa, porque la Sangre del Hombre-Dios vertida en la Cruz, es vencedora de los demonios, porque es portadora del Espíritu Santo, Espíritu que es Vida divina que vence a la muerte y al infierno, y es así que quien se acerca a Cristo crucificado, se ve libre de la presencia demoníaca.
Finalmente, Cristo no solo nos libera de nuestros tres enemigos mortales, el pecado, la muerte y el demonio, sino que nos concede su Vida misma, a través de la gracia santificante que brota de su Corazón traspasado como de un manantial inagotable, y en esta Vida divina que nos concede Cristo es en lo que consiste nuestra absoluta libertad y nuestra mayor y única riqueza. Viviendo la vida de gracia, somos plenamente libres en Cristo, porque vivimos la libertad de los hijos de Dios, libertad que consiste en servir, amar y adorar a Dios Uno y Trino en el tiempo, para luego seguir sirviéndolo, amándolo y adorándolo en la eternidad.
En la vida de la gracia, que se nos dona sin límites en los sacramentos y sobre todo en la Eucaristía, consiste nuestra liberación y nuestra única riqueza.






[1] El Papa Juan Pablo II solicitó de la Congregación para la Doctrina de la Fe dos estudios sobre la Teología de la Liberación, Libertatis Nuntius de 1984 y Libertatis Conscientia de 1986. En ellos se argumentaba básicamente que, a pesar del compromiso radical de la Iglesia con los pobres, la disposición de la Teología de la Liberación a aceptar postulados de origen marxista o de otras ideologías políticas no era compatible con la doctrina, especialmente en lo referente a que la redención sólo era posible alcanzarse con un compromiso político.
[2] Cfr. José Antonio Fortea, Summa Daemoniaca. Tratado de Demonología y Manual de exorcistas , Cuestión 58, Editorial Dos Latidos, Zaragoza 2012, 57.

miércoles, 23 de enero de 2013

Los espíritus impuros se tiraban a sus pies diciendo: ‘Tú Eres el Hijo de Dios



“Los espíritus impuros se tiraban a sus pies diciendo: ‘Tú Eres el Hijo de Dios’” (Mc 3, 7-12). El episodio del Evangelio demuestra, por un lado, la existencia de los demonios, llamados en este caso “espíritus impuros”; por otro lado, demuestra que estos ángeles caídos saben que Jesús no es un hombre más entre otros, sino “el Hijo de Dios”. Si bien su conocimiento es conjetural –deducen que es el Hijo de Dios por los milagros que hace-, puesto que al no poseer más la gracia santificante, no ven a Dios en su esencia, no deja de ser llamativo el hecho del reconocimiento expresado en la frase “Tú eres el Hijo de Dios” y en el gesto externo de “tirarse a los pies” de Jesús.
Este último gesto, “tirarse” a los pies de Jesús,  es muy significativo de la divinidad de Jesús, porque si bien no es lo mismo que adorar, debido a que el que adora se postra a los pies al tiempo que hace un acto de amor y de humillación en el corazón, mientras que los demonios “se tiran”, obligados por la Justicia y la Omnipotencia divina, acompañando el gesto con actos de odio y de soberbia internos, el gesto en sí refuerza la declaración de la divinidad de Jesús: “Tú eres el Hijo de Dios”.
Por lo tanto, contra el progresismo, que niega la existencia del demonio y también la divinidad de Jesús, la declaración de fe de los demonios sirve para aumentar la propia fe en las verdades eternas de la Iglesia: Cristo es Dios, y existen un cielo y un infierno, el cual no está vacío.
El otro tema de reflexión es el comprobar cómo, mientras los demonios reconocen en Cristo a Dios en Persona, a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad –“Tú eres el Hijo de Dios, Tú eres Dios Hijo”, le dicen-, y si bien aunque sea impelidos y constreñidos por la fuerza divina, pero se tiran a sus pies, la inmensa mayoría de aquellos que fueron agraciados con el don de ser hijos adoptivos de Dios por el bautismo –entre estos, principalmente los jóvenes-, rechazan rotundamente a Jesucristo, negándolo con su silencio, con sus indiferencias, con sus ausencias a la Santa Misa dominical, con su desprecio por el sacramento de la confesión, con su inclinación a los ídolos del mundo.
El resultado de tales cristianos es que, paradójicamente, si bien hacen lo opuesto a los demonios del episodio del Evangelio –no se inclinan antes Jesús, como sí lo hacen los demonios, y no lo reconocen como a Dios encarnado, como sí lo hacen los demonios-, sin embargo concuerdan con estos en el desprecio –desprecio que, en el fondo, es odio- de Cristo, de su Iglesia, de sus sacramentos, principalmente la Eucaristía.
“Los espíritus impuros se tiraban a sus pies diciendo: ‘Tú Eres el Hijo de Dios’”. La enseñanza que nos deja el Evangelio entonces es que los demonios nos dan una lección de fe, al reconocer en Cristo a Dios Hijo en Persona, y al tirarse a sus pies, llevados por la Omnipotencia y la Justicia divina. En consecuencia nosotros -llevados  no a la fuerza, como los demonios, sino movidos por el Amor y la Misericordia divina-, adoremos a Cristo Eucaristía, arrodillándonos en la comunión eucarística, postrándonos interiormente y reconociéndolo como nuestro Dios, como Dios Hijo en Persona, y le digamos desde lo más profundo del corazón, con todo el amor del que seamos capaces: “Jesús Eucaristía, Tú eres el Hijo de Dios; yo creo, espero, te adoro y te amo, y te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman”.

martes, 22 de enero de 2013

Los miró indignado y apenado por la dureza de sus corazones



“Los miró indignado y apenado por la dureza de sus corazones” (cfr. Mc 3, 1-6). Indignación y pena son los sentimientos que surgen en el Sagrado Corazón de Jesús al comprobar la dureza de corazón de quienes se dicen ser religiosos, los fariseos, quienes en vez de alegrarse porque Jesús cura a los enfermos, están preocupados por la falta legal que supone que lo haga en día sábado, el día prescripto por la ley de Moisés para dar culto a Dios, motivo por el cual los fariseos impedían todo tipo de trabajo. Debido a que la curación suponía una especie de trabajo, los fariseos se escandalizan falsamente ante la posibilidad de la transgresión de la ley por parte de Jesús, y lo observan atentamente, con el fin de ser testigos oculares de la transgresión y así poder acusarlo.
Es esta actitud la que hace surgir la indignación y la pena en el Corazón de Jesús: Dios en Persona se ha encarnado; el Amor de Dios se manifiesta visiblemente en la Persona divina de Jesús de Nazareth, obrando milagros de todo tipo para aliviar los dolores de los hombres; la Misericordia Divina se materializa en la Persona de Jesús para que los hombres reciban el Amor infinito y eterno de Dios y los fariseos, en vez de alegrarse y dar gracias a Dios por tanto amor, se fastidian, se erigen a sí mismos en falsos preceptores de la verdadera religión, y con un celo hipócrita, fingen preocuparse por un precepto humano.
Los fariseos, a causa de su soberbia y orgullo, desaprovechan la ocasión para vivir el mandamiento principal de la religión, “Amar a Dios y al prójimo”, que sería lo que harían si se alegraran con la curación que Jesús, Dios Hijo encarnado, obra con el paralítico: si fueran verdaderamente religiosos, ese milagro debería ser ocasión de vivir en plenitud el mandamiento del amor, alegrándose y amando doblemente: alegrándose por Dios y amándolo, porque se ha dignado encarnarse y venir a este “valle de lágrimas” para curar nuestras dolencias y para donarnos su Amor, y alegrándose por el prójimo y amándolo, al ver que su sufrimiento ha desaparecido por la intervención personal de Dios Hijo, que le ha curado su mal. Sin embargo, la soberbia que endurece sus corazones, les hace odioso el primer mandamiento y así, en vez de alegrarse y amar por partida doble, odian y se amargan por partida doble: odian a Dios, y la prueba está en que quieren acusarlo si hace un milagro, y odian al prójimo, y la prueba está en que si fuera por ellos, impedirían al mismo Dios que obre la curación, demostrando así por partida doble su cinismo y falsedad: hacia Dios y hacia el prójimo. El fariseo pervierte y retuerce el mandato de la caridad, porque su corazón está pervertido y retorcido, y por eso no solo es incapaz de vivir el mandato del amor, sino que vive permanentemente en el odio a Dios y al prójimo. En consecuencia, el fariseo se indigna cuando se honra a Dios –por ejemplo, cuando se usa incienso en la Santa Misa-, o cuando se tiene compasión del prójimo –advirtiéndole del peligro espiritual que significa el demonio-.
Con la impiedad hacia Dios y la ausencia de caridad hacia el prójimo, dejan al descubierto su hipocresía, amargo fruto de sus corazones endurecidos, al tiempo que quedan desenmascarados ante Dios y ante los hombres, porque exteriormente pasan por religiosos y devotos de Dios, pero cuando ese Dios se les manifiesta en Persona, no solo lo desconocen, sino que tienen la osadía de acusarlo, “culpándolo” de manifestar su Amor. Esta es la razón por la cual el fariseísmo es a la religión lo que el cáncer al cuerpo, porque daña a la religión desde adentro, desde su corazón, deformándola y presentando al mundo una visión distorsionada y falsa de lo que es en sí el servicio de Dios y el amor al prójimo. 
“Los miró indignado y apenado por la dureza de sus corazones”. No estamos exentos de ser fariseos, y por lo tanto no estamos exentos de recibir la misma mirada de indignación de parte de Jesús, y de ser la causa de la pena de su Corazón. Para saber cuál es el “grado” de nuestro fariseísmo, sólo tenemos que reflexionar acerca de cómo vivimos el mandamiento de la caridad, “Amar a Dios y al prójimo como a uno mismo”.  

lunes, 21 de enero de 2013

¿Porqué tus discípulos comen trigo el sábado, día sagrado?



¿Porqué tus discípulos comen trigo el sábado, día sagrado?” (cfr. Mc 2, 23-28). Los fariseos increpan a Jesús, cuestionándole una falta legal cometida por sus discípulos, como es el de arrancar espigas para comerlas: la falta consiste en que, según la ley, no pueden hacerse trabajos manuales, por ser el día de descanso.
Con su respuesta -“El hijo del hombre es dueño del sábado”-, Jesús hace ver que el principio fundamental que debe aplicarse es que la ley del descanso sabático fue promulgada en beneficio de los hombres; se trataba de una ordenación positiva, basada en la naturaleza de las cosas: la ley mosaica prohibía trabajar en día sábado, con el fin de dar a los hombres alivio en los trabajos cotidianos y facilitarles la participación en el culto público dado a Dios[1]. Pero los escribas, por excesivo rigor en la interpretación de esta ley, habían convertido la observancia del sábado en una carga intolerable[2]. Cristo demuestra, por un lado, que los escribas han perdido de vista el fin fundamental de la ley; por otra parte, al colocarse Él por encima del sábado, demuestra su divinidad, ya que en el sábado está representado el tiempo humano: si Él está por encima del tiempo, es porque es Dios, y como Dios, es eterno. De esta manera, Jesús les hace ver que sus discípulos no cometieron ninguna falta, aún cuando violaron la ley sabática, porque la disposición positiva de la ley está subordinada a la caridad; por otra parte, demuestra que Él, en cuanto Dios, puede dispensar de la ley, por cuanto está por promulgar una Nueva Ley, superior a la de Moisés, la Ley de la Caridad, del Amor sobrenatural a Dios y a los hombres.
Ahora bien, si en el pasado los fariseos y escribas se excedieron en su celo, hoy las cosas se han invertido, porque si estos cometían el exceso de impedir las obras de caridad con la excusa de observar el día sábado para dar culto a Dios -con lo cual demostraban dureza de corazón para con el prójimo y ausencia del verdadero culto a Dios, que manda la caridad-, hoy en día los católicos, en su inmensa mayoría, se han corrido hacia el extremo opuesto, porque no solo no observan el día Domingo, el Día del Señor, Día de la Resurrección, sino que lo profanan con toda clase de actividades mundanas e incluso sacrílegas. En vez de guardar con celo el día Domingo, los católicos comenten el pecado opuesto, el pecado del sacrilegio y la profanación del día sagrado, porque han convertido este día en un día de deportes, con concurrencias masivas a los estadios de fútbol, carreras de autos, y competencias de todo tipo, tomando al día del Señor, el Domingo, como día de descanso, en vez de día dedicado a la Eucaristía y a recordar la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús. Incluso muchos de los que piensan que cumplen con el precepto dominical porque asisten a la Misa del sábado por la tarde o por la noche, no cumplen en realidad el precepto, porque la Misa de ese horario –sábado a la tarde o a la noche-, es válida sólo para quien no puede, por graves motivos, asistir a la Misa dominical. Pero si asiste a Misa el sábado para poder “tomarse el día libre” el Domingo para pasear todo el día en vez de asistir a Misa, entonces no está cumpliendo el precepto dominical.
Es necesario que los bautizados dejen de lado el mundo y sus atractivos, para poder apreciar en todo su esplendor y grandeza la condición del Domingo como Día del Señor, y de la Santa Misa como actualización, por medio de la liturgia, del misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús.
¿Porqué tus discípulos comen trigo el sábado, día sagrado?”. Según el relato del Evangelio, los discípulos de Jesús, en su peregrinar, se alimentaron en el día sagrado con las espigas de trigo, con las cuales se hace el pan; esto era una prefiguración de lo que el cristiano debe hacer: alimentarse el día sagrado, el Domingo, en su peregrinar a la vida eterna, con el Pan de Vivo bajado del cielo, hecho con el grano de trigo que caído en tierra dio fruto, es decir, Cristo muerto en la Cruz y resucitado.




[1] Cfr. Orchard, B., et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1957, 497ss.
[2] Cfr. ibídem.

domingo, 20 de enero de 2013

Cuando el Esposo les sea quitado, entonces sus amigos ayunarán



Jesús Esposo de la Iglesia Esposa

“Cuando el Esposo les sea quitado, entonces sus amigos ayunarán” (Mc 2, 18-22). Al responder sobre la cuestión del ayuno de sus discípulos, Juan el Bautista se refiere a Jesús con el nombre de “esposo”. Para entender el porqué, es necesario tener en cuenta que uno de los nombres de Dios en el Antiguo Testamento, es el de “esposo”[1]. Esto se ve, por ejemplo, en los profetas Isaías (15, 45), Oseas y Jeremías: el Dios de Israel ama a su pueblo con un amor puro, de tipo esponsal; un amor que es eterno, que no decrece a pesar de las infidelidades de su esposa; un amor que se mantiene fiel para siempre; un amor que es “más fuerte que la muerte” (Cant 8, 6).
Considerando esto, se entiende entonces porqué Juan Bautista llama a Jesús con el nombre de “esposo”: porque Jesús es el mismo Dios del Antiguo Testamento –Dios que es Uno y Trino, que se ha encarnado en la Persona del Hijo de Dios-, que revela a los hombres visiblemente, en Cristo, Cordero de Dios y Amor de Dios encarnado, ese amor esponsal divino, pero que a la vez profundiza esa revelación, porque el amor esponsal de Dios se comunica a través de la Cruz ya no a un pueblo determinado, el pueblo hebreo, sino a su Iglesia, Esposa de Cristo, en la cual quiere Dios a todos los hombres.
La Cruz será, precisamente, el lugar en el cual Divino Esposo demostrará hasta dónde llega su amor esponsal por la Iglesia; en la Cruz, Jesús Esposo da su Vida literalmente por su Esposa, la Iglesia, entregando su Cuerpo y derramando su Sangre; en la Cruz, Jesús Esposo, que es a la vez el Nuevo Adán, da vida a su Esposa, la Iglesia, haciéndola nacer de su costado traspasado, por medio del Agua y de la Sangre que representan los sacramentos de la Iglesia y que constituyen su vida misma.
“Cuando el Esposo les sea quitado entonces sus amigos ayunarán”. Las palabras del Bautista se cumplen en la Pasión, porque es ahí en donde el Esposo, Cristo, es quitado de la faz de la tierra, y por lo tanto, es el momento en el que inicia el ayuno para los amigos del Esposo, que ya no lo tienen entre Él. Y el ayuno de los amigos del Esposo debe ser a pan y agua: Pan de Vida eterna, y el agua del costado abierto de Cristo, la gracia santificante que se derrama en los sacramentos.



[1] Cfr. Léon-Dufour, X., Vocabulario de Teología Bíblica, Editorial Herder, Barcelona 1993, voz “esposo”, 305ss.

viernes, 18 de enero de 2013

Hijo, no tienen vino



(Domingo II  - TO - Ciclo C – 2013)
         “Hijo, no tienen vino” (Jn 2, 1-11). Durante el transcurso de unas bodas en Caná de Galilea, en la cual la Virgen y Jesús son invitados, sucede un percance: los novios se han quedado sin vino. El hecho amenaza con entristecer la boda, puesto que el vino –si es de buena cepa, y siempre en su justa medida-, como dice la Escritura, “alegra el corazón del hombre” (Sal 104, 15), desde el momento en que sus características lo hacen digno de acompañar eventos trascendentes -como por ejemplo una boda-, si llega a faltar, le quita al evento trascendente una parte importante de su carácter festivo: no es lo mismo brindar con agua que hacerlo con vino, y de ahí la gravedad del percance, detectado por la Virgen y notificado por Ella a Jesús: “Hijo, no tienen vino”.
El episodio de las Bodas de Caná es conocido por tratarse del primer milagro público de Jesús; es decir, es el primer signo público con el cual Jesús demuestra su condición de Hombre-Dios y su omnipotencia divina, al convertir el agua de las tinajas en vino, y vino del mejor.
         Pero si este episodio es el primero en el que Jesús muestra públicamente su omnipotencia divina, tiene que ser conocido también por ser el primero en el que la Virgen María, la Madre de Dios, demuestra su condición de Omnipotencia Suplicante, puesto que es gracias a Ella y a su pedido maternal, que Jesús accede a realizar un milagro, el cual, según se desprende de sus palabras, no tenía intención de hacerlo. En efecto, cuando la Virgen se da cuenta de que los esposos se han quedado sin vino, le dice a Jesús: “Hijo, no tienen más vino”; la respuesta de Jesús deja entrever, claramente, que no tiene la más mínima intención de obrar a favor de los esposos, y esto se ve por el dejo de ligera impaciencia -aunque no lo sea, porque Jesús era perfecto- ante el pedido de su Madre: “Mujer, ¿qué tenemos que ver nosotros?”. En otras palabras, es como si le dijera a la Virgen: “Si se les terminó el vino, es problema suyo y no el nuestro; nosotros somos simples invitados; que se arreglen como puedan, porque Yo no voy a intervenir”. Incluso aumenta más todavía el tono aparentemente intempestivo y ligeramente impaciente de Jesús, el hecho de que nombre a la Virgen como “Mujer”, y no como “Mamá”, o "Madre", ya que podría haberle dicho de otra manera: “Mamá, ya sé que se les terminó el vino, pero mi Hora no ha llegado, y además somos solamente invitados”; por el contrario, le dice “Mujer”: “Mujer, ¿qué tenemos que ver nosotros?”. Ahora bien, la negativa de Jesús está justificada, desde el momento que el motivo por el cual Jesús se niega a intervenir, demostrando con su respuesta que no tiene la menor intención de hacer nada por los esposos, es que “su Hora” “no ha llegado todavía”. Esto es muy importante, porque hará todavía más grande la intervención de la Virgen, desde el momento en que la “Hora” de Jesús, la Hora de su manifestación pública como Hombre-Dios, como Mesías Salvador de los hombres, “no ha llegado todavía”, y como su obrar depende según el plan estrictamente planificado y pensado por la Santísima Trinidad desde la eternidad, Jesús se excusa sosteniendo que no es cuestión de modificar los planes por un asunto que no es tan importante y que ni siquiera es competencia suya, puesto que Él y la Virgen son meros invitados en las bodas y no los dueños del banquete.
Pero según el relato del Evangelio, la resistencia de Jesús no dura demasiado porque a renglón seguido, habiendo apenas  terminado de pronunciar su reticencia a intervenir, se relata lo siguiente: “Pero su Madre dijo a los sirvientes: ‘Hagan lo que Él les diga’”. Es decir, la resistencia de Jesús ante el pedido de su Madre parece ser sólo simbólica, sólo para salvar las apariencias, porque Jesús nada puede negarle a su Madre. Como si la Virgen le dijera: “Hijo, conozco tus razones, pero no tienen vino, y me apena mucho su situación, te ruego que atiendas al pedido de mi Corazón, y obra a favor de ellos un milagro, que como Dios que eres, no te cuesta nada”. Basta entonces una mirada maternal, basta la ternura del sonido de su voz, para que el Corazón de Jesús se estremezca y ceda a lo que la Madre le pide, y este es el motivo por el que, apenas habiendo terminado de negarse a intervenir, Jesús ya le haya concedido a su Madre lo que Ella le pedía.
Y Jesús hace el milagro a pedido de su Madre, aun cuando pareciera no ser asunto de su incumbencia –“No es asunto nuestro”, le dice claramente Jesús-, y aun cuando la situación parece imposible absolutamente de modificar, porque se trata de una disposición que no depende de Jesús en cuanto Hombre, sino que son disposiciones que vienen de muy arriba, de la Santísima Trinidad. Esto engrandece todavía más la condición de la Virgen como Omnipotencia Suplicante y como Medianera de todas las gracias, porque es por sus maternales ruegos que Jesús otorga la gracia del milagro de la conversión del agua en vino, pero la Virgen no solo tiene acceso al Corazón de su Hijo, sino al Amor de las Tres Divinas Personas, porque su amorosa intercesión logra lo que parecía absolutamente imposible, y es el modificar la Hora de Jesús, la Hora de su intervención pública como Mesías y Salvador de la Humanidad. La Virgen logra que la Santísima Trinidad en pleno modifique sus planes eternos y acceda a autorizar el milagro a Jesús, adelantando la Hora de su manifestación pública, que es la Hora de la Salvación. Este es el motivo por el cual la Virgen se manifiesta en Caná no sólo como la Omnipotencia Suplicante y la Medianera de todas las gracias, sino como la Corredentora de los hombres, puesto que gracias a Ella el Redentor de la humanidad, Cristo Jesús, comienza su Pasión salvadora antes de la Hora prefijada desde la eternidad.
Este Evangelio entonces, debe aumentar en nosotros la fe y el amor hacia María Santísima, por cuanto Ella es, como lo hemos visto, la Omnipotencia Suplicante, lo cual quiere decir que si queremos conseguir una gracia de Jesucristo, lo que tenemos que hacer es pedírselo a la Virgen, porque nada le niega Jesús a su Madre; debe aumentar también nuestra fe en María Virgen como Medianera de todas las gracias, aun aquellas que parecen imposibles, porque todas las gracias de salvación vienen por Ella y solo por Ella; por último, debe aumentar en nosotros el amor y la fe en María como Corredentora, porque Ella está íntimamente asociada a la obra Redentora de su Hijo Jesús, y por lo tanto debemos depositar, con toda confianza, nuestra esperanza de salvación eterna en sus manos y en las manos de Jesús.
El otro elemento significativo en el episodio son las tinajas de piedra, que representan el corazón humano: al igual que las tinajas -hechas de piedra dura y fría-, se encuentran vacías, así el corazón del hombre, duro y frío como la piedra, se encuentra vacío del amor de Dios, y lleno de la nada del mundo materialista y hedonista y sus falsos atractivos; pero así como por intercesión de la Virgen las tinajas se llenan de agua y luego de vino, así también por la intercesión de la Virgen, Medianera de todas las gracias, llega a los corazones humanos el agua pura y cristalina de la gracia santificante, gracia por la cual esa tinaja que es el corazón del hombre, se llena con la Sangre del Cordero, el Vino de la Alianza Nueva y Eterna.
         Hoy no se ha terminado el vino de una boda, sino la fe en Cristo Jesús, que es a la vida lo que el vino a la fiesta de bodas. Hoy, como en Caná, la humanidad, representada en los esposos, se encuentra vacía y triste, porque las tinajas de piedra que son los corazones humanos, no tienen fe en Jesús Salvador, y al no tener fe, están vacíos de caridad, de amor, de esperanza.
         “Hijo, no tienen vino. Hoy, como ayer en Caná, la Virgen suplica a Jesús y le dice: “Hijo, mira los corazones de los hombres; están vacíos de la verdadera fe; no tienen Fe en Ti, y por eso se han llenado con la nada del mundo; te suplico que llenes sus corazones con el agua cristalina de la gracia santificante, para que por la gracia se vean colmados con tu Sangre, que es el Vino de la Alianza Nueva y Eterna. Te suplico, Hijo, mira a los corazones de los hombres, que como otras tantas tinajas en Caná, no tienen el vino de la fe; haz el milagro de colmarlos con el Vino de la Vid verdadera, tu Sangre, para que sus corazones se alegren en Ti, y así puedan amarte y adorarte, en el tiempo y en la eternidad”.
         Si le pedimos a la Virgen la gracia más grande que puede recibir un alma en esta vida, la gracia de la conversión del corazón –para nosotros, para el mundo entero, para los pecadores más empedernidos, para nuestros seres queridos-, la Virgen a su vez le pedirá a Jesús, y Jesús, como en Caná, no podrá resistirse a sus amorosos ruegos.

jueves, 17 de enero de 2013

Tus pecados te son perdonados



“Tus pecados te son perdonados” (Mc 2, 1-12). Un hombre afectado de parálisis recibe una doble curación por parte de Jesús: la curación espiritual, porque le perdona los pecados, y la curación corpórea, porque le cura su parálisis. El episodio revela que el encuentro personal con Jesús no solo no deja nunca al alma con las manos vacías, sino que recibe aun aquello que el alma ni siquiera podía imaginar que podía recibir. En el caso del hombre con parálisis, su máxima aspiración era recibir un milagro de curación física, de manos de un hombre con poderes extraordinarios, del cual había oído hablar maravillas, y por eso se atrevía a ser llevado ante su Presencia. Sus aspiraciones no iban más allá de ser curado en su impedimento corpóreo, pero en su encuentro con Jesús recibe no solo lo que fue a buscar, sino un don infinitamente más grande, el don del Amor de Dios, manifestado en el perdón de los pecados. El hombre paralítico va a buscar la sanación de su cuerpo, y se encuentra con que, además, recibe la sanación del espíritu, al perdonarle Dios en Persona sus pecados.
El episodio del Evangelio demuestra entonces que Jesús es el Dios del Amor inagotable, incomprensible, inabarcable, y que ese Amor se dona a quien se le acerca, sin esperar nada a cambio. Cuando se considera la grandiosidad del episodio evangélico, podríamos estar tentados en pensar que el paralítico fue doblemente afortunado, pero que Jesús no obra, en nuestro siglo XXI, esta clase de milagros, y sin embargo no es así puesto que el doble milagro, en el que se produce la curación del alma y del cuerpo, es figura del sacramento de la confesión, sacramento por el cual Jesús perdona los pecados del corazón del hombre, pecados que lo paralizan en su vida espiritual, así como la parálisis física impide al hombre su normal deambular.
En el sacramento de la confesión, Jesús obra en Persona a través del sacerdote ministerial derramando su Sangre que brota de su Corazón traspasado, sobre el alma que se confiesa con un corazón contrito y humillado.
“Tus pecados te son perdonados”. Cada confesión sacramental es un milagro del Amor divino, que obra sobre el alma maravillas incomprensibles, imposibles siquiera de imaginar, puesto que no solo perdona los pecados, sino que al dejar al alma en estado de gracia santificante, viene Él, Jesús en Persona, junto a su Padre y al Espíritu Santo, a hacer morada en el alma de quien se confiesa. De esta manera, así como le sucedió al paralítico del Evangelio, que recibió más de lo que iba a buscar, así también el encuentro con Jesús en la Confesión es ocasión para que el alma reciba, además del perdón de los pecados, algo que ni siquiera puede imaginar: la Presencia Personal y la inhabitación de las Tres Divinas Personas.

miércoles, 16 de enero de 2013

Si quieres, puedes purificarme. Lo quiero, queda purificado



“Si quieres, puedes purificarme. Lo quiero, queda purificado” (Mc 1, 40-45). La lepra, enfermedad corpórea que provoca graves lesiones, es figura del pecado, enfermedad espiritual que lesiona al alma en grados diversos, hasta provocarle la muerte. La analogía y comparación con la lepra es necesaria porque el pecado, al no provocar lesiones visibles ni daños sensibles, crea la falsa sensación de que el cometer un pecado –sea venial o mortal- no tiene consecuencia alguna, y por lo tanto, no tiene importancia alguna. Sin embargo, el pecado tiene gravísimas consecuencias en todos los niveles, en el alma, en la Creación, en la sociedad humana, en el Cuerpo Místico de Cristo, y en su Cuerpo físico, y este es el motivo por el que, quien comete un pecado, sobre todo si es mortal, debe advertir sus consecuencias, para precaverse y evitar el pecado con todas sus fuerzas.
Las consecuencias del pecado en el alma, pueden apreciarse con toda claridad en las visiones de Santa Brígida. En el Capítulo 13 del Libro de las Revelaciones celestiales, cuyo título es: “Acerca de cómo un enemigo de Dios tenía tres demonios dentro de él y acerca de la sentencia que Cristo le aplicó”, dice así Santa Brígida: “Mi enemigo tiene tres demonios en su interior. El primero reside en sus genitales, el segundo en su corazón, el tercero en su boca. El primero es como un barquero, que deja que el agua le llegue a las rodillas, y el agua, al aumentar gradualmente, termina llenando el barco. Entonces se produce una inundación y el barco se hunde. Este barco representa a su cuerpo, que es asaltado por las tentaciones de demonios, y por sus propias concupiscencias, como si fueran tormentas. La lujuria entró primero hasta la rodilla, es decir, a través de su deleite en pensamientos impuros. Al no resistir con la penitencia, ni tapar los agujeros mediante los parches de la abstinencia, el agua de la lujuria creció día a día por su consentimiento. Entonces, el barco repleto, o sea, lleno por la concupiscencia del vientre, se inundó y hundió el barco en lujuria, de forma que no pudo llegar al puerto de la salvación.
El segundo demonio, que residía en su corazón, es como un gusano dentro de una manzana, que primero come la  piel de la manzana y después, tras dejar ahí sus excrementos, merodea por el interior de la manzana hasta que todo el fruto se descompone. Esto es lo que hace el demonio. Primero debilita la voluntad de la persona y sus buenos deseos, que son como la cáscara, donde se encuentra toda la fuerza y bondad de la mente y, cuando el corazón se vacía de estos bienes, pone en su lugar, dentro del corazón, los pensamientos mundanos y las afecciones hacia los que la persona se haya inclinado más. Así, impele al cuerpo hacia su propio placer y, por esta razón, el valor y entendimiento del hombre disminuyen y su vida se vuelve aburrida. Es, de hecho, una manzana sin piel, o sea, un hombre sin corazón, pues entra en mi Iglesia sin corazón, porque no tiene caridad.
El tercer demonio es como un arquero que, mirando por la ventana, dispara a los incautos. ¿Cómo no va a estar el demonio dentro de un hombre que siempre lo incluye en su conversación? Aquél que amamos es a quien más mencionamos. Las duras palabras con las que él hiere a otros son como flechas disparadas por tantas ventanas como veces mencione al demonio o sus palabras hieran a personas inocentes y escandalicen a la gente sencilla.
Yo, que soy la verdad, juro por mi verdad que lo condenaré como a una ramera, a fuego y azufre; como a un traidor insidioso, a la mutilación de sus miembros; como a un bufón del Señor, a la vergüenza eterna. Sin embargo, mientras su alma y su cuerpo permanezcan unidos, mi misericordia está aún abierta para él. Lo que exijo de él es que atienda con mayor frecuencia los divinos servicios, que no tenga miedo de ningún reproche ni desee ningún honor y que nunca vuelva a tener ese siniestro nombre en sus labios”[1].
En la Creación, el pecado provoca trastornos de todo tipo, que dependen del tipo de pecado. Por ejemplo, la avaricia y la codicia, llevan a la destrucción de lo creado, como sucede por ejemplo en la depredación que realiza el hombre en las selvas, los mares, las montañas.
En la sociedad, el pecado actúa de modo muy visible, creando estructuras de pecado, a las que las hace ver como “normales”, como por ejemplo, las clínicas abortistas, las clínicas eutanásicas, los lugares de recreación en los que se pervierte la sana y necesaria diversión con música inmoral que exalta la lascivia y la lujuria, como la cumbia y el rock; otras estructuras de pecado la constituyen los medios de comunicación masiva como la televisión, el cine e internet, por medio de los cuales se difunde la inmoralidad, el materialismo, el hedonismo, el ateísmo y la rebelión a Dios y a sus mandamientos. Otras estructuras de pecado son: las pandillas juveniles, el alcoholismo, la pornografía, la drogadicción, la corrupción política, el trabajo esclavo, la prostitución, el robo institucionalizado, etc. En una sociedad, el pecado se manifiesta visiblemente en la fealdad de la ciudad, en su escasa higiene, en el desorden, en el delito imperante, en el caos.
En el Cuerpo Místico de Cristo, la Iglesia, el pecado de sus miembros, los bautizados, se hace sentir, por cuanto debilita las fuerzas de la Iglesia en su misión de comunicar el Amor de Cristo a los hombres: la falta de caridad de sus miembros; la frialdad y el desinterés por el prójimo necesitado; la acepción de personas; la búsqueda de bienes materiales en vez de los bienes eternos; la tibieza; la falta de oración; el obrar buscando la aprobación y el honor del mundo y no la gloria de Dios, etc.
En el Cuerpo físico de Cristo, el pecado obra actualizando su Pasión: los golpes, los hematomas, las lesiones de todo tipo, los arañazos, las trompadas, las heridas abiertas y sangrantes, los puñetazos recibidos en el rostro por Cristo, las patadas dadas a su Cuerpo, las heridas provocadas por su pesada Cruz, las heridas de su cuero cabelludo, producidas por las gruesas espinas de su corona, los clavos de hierro que perforaron sus manos y sus pies, la lanzada que abrió su costado, estando ya Jesús muerto, y la muerte física misma de Jesús, todo es consecuencia del pecado, cuyo castigo es sufrido por Cristo, para que no suframos nosotros el castigo merecido por la malicia de nuestro corazón.
“Señor, si quieres, puedes purificarme. Lo quiero, queda purificado”. Si la lepra es figura del pecado, la curación es figura del Sacramento de la penitencia o reconciliación, sacramento por el cual se vierte en el alma la Sangre de Cristo crucificado, dejándola limpia de todo pecado, y resplandeciente por la gracia santificante, además de convertirla en morada de las Tres Divinas Personas.


[1] Cfr. http://aparicionesdejesusymaria.files.wordpress.com/2011/06/santa-brc3adgida-el-libro-de-las-revelaciones-celestiales.pdf

martes, 15 de enero de 2013

Jesús curó enfermos y expulsó demonios



“Jesús curó enfermos y expulsó demonios” (Mc 1, 29-39). La característica de la predicación de Jesús es que va acompañada de signos y prodigios, como la curación de enfermos y la expulsión de demonios, además de otros signos como la multiplicación de los panes y peces, o la conversión del agua en vino en Caná. Todos estos milagros, aún cuando sean asombrosos, no son un fin en sí mismos, porque el fin de los milagros de Jesús no es simplemente hacer la vida del hombre más agradable en la tierra; el fin de los milagros de Jesús no es hacer desaparecer la enfermedad física, ni tampoco simplemente expulsar a todos los demonios que poseen a los hombres. Si bien tanto la enfermedad como la posesión diabólica provocan sufrimiento al ser humano, el objetivo final de la misión de Jesús no es simplemente librar al hombre de sus males corporales, ni tampoco librarlo de su enemigo mortal, el diablo o Satanás.
Estas acciones de Jesús –curar enfermos y expulsar demonios- son sólo el preámbulo –necesario- para un don inimaginable de parte de Jesús; un don que va más allá de todo lo que el hombre pueda pensar o desear; un don que supera infinitamente cualquier aspiración de felicidad del hombre; un don cuya magnitud y majestuosidad son imposibles de dimensionar en esta vida, pero tampoco siquiera alcanza toda la eternidad para poder entenderlo y apreciarlo en su infinita grandeza, y es el don de la filiación divina. El hecho de ser adoptados como hijos por parte de Dios Padre, el hecho de ser convertidos en hijos adoptivos de Dios, recibiendo la misma filiación divina con la cual Jesús es Dios Hijo desde la eternidad, es un don que supera infinitamente cualquier don que el hombre pueda recibir de parte de Dios.
Frente al don de la filiación divina, los milagros como la curación de enfermedades –aún cuando estas sean graves-, y las liberaciones de las presencias malignas, como las posesiones –aún cuando las posesiones provocan sufrimientos de todo tipo-, son milagros de poca monta, o prodigios menores, encaminados a preparar el alma para recibir al don imposible de ser apreciado, el don de ser hijos de Dios.
“Jesús curó enfermos y expulsó demonios”. Muchos creen que la acción principal de Jesús es la sanación física –la curación de enfermedades- y la sanación espiritual –la liberación de la presencia demoníaca-, pero esto no es sino el prolegómeno del don de su Corazón Misericordioso, ser hijos adoptivos de Dios Padre, don mediante el cual podemos amara a Dios Padre con su mismo Amor de Dios Hijo, el Espíritu Santo, en el tiempo y en la eternidad.

lunes, 14 de enero de 2013

Cállate y sal de este hombre



“Cállate y sal de este hombre” (Mc 1, 21-28). Jesús expulsa a un demonio con el solo poder de su Querer. El episodio revela la existencia de los ángeles caídos, a pesar de que la interpretación racionalista y progresista de un cierto sector de la Iglesia se empecine en negar su existencia.
El Evangelio nos demuestra que los demonios no sólo existen, sino que buscan poseer al hombre, como forma de descargar su odio angélico contra Dios. La posesión demoníaca es la forma más extrema de dominio que ejerce el demonio sobre el hombre, y va desde grados más leves, hasta lo que se denomina la “posesión perfecta”, en donde domina incluso hasta la voluntad del hombre, con lo cual el exorcismo es inútil. El objetivo que persigue el demonio con la posesión es arrastrar, literalmente, al hombre, al infierno, para poder descargar su furia homicida en quien es imagen de Dios.
Sin embargo, la posesión corpórea, tal como la describe el pasaje del Evangelio, es rara y poco frecuente, pero eso no quiere decir que el demonio haya desistido en su  tarea de dominar y conducir a los hombres a la perdición eterna. Todo lo contrario, la actividad de las oscuras fuerzas del infierno crece exponencialmente día a día, ejerciendo un dominio mucho más sutil pero más efectivo que la posesión demoníaca, a través de la “satanización” de la cultura.
Se puede considerar que una cultura determinada –de un pueblo, de una nación, o incluso de una civilización entera- está “satanizada”, cuando esa cultura asume acríticamente los principios del satanismo, y los aplica en todos los niveles de producción cultural. Se puede tener una idea de la dimensión y grado de satanización de la cultura, cuando se advierte que el primer mandamiento de la Iglesia satánica –creada por Anton Szandor La Vey el 30 de abril de 1966- es “Haz lo que quieras”, y que los principios guías del satanismo consisten esencialmente en exaltar las pasiones carnales del hombre. La aplicación de estos dos parámetros a nuestra civilización, permite darse una idea de por qué no se ven tantos casos de posesión física: la razón es que la casi totalidad de la producción cultural de la civilización moderna, ha asumido el mandamiento de la Iglesia de Satanás y los principios del satanismo, motivo por el cual al demonio no le es necesaria la posesión para lograr sus fines inmediato, la iniciación luciferina planetaria, y mediato, la condenación eterna de la mayor cantidad posible de almas.
Por lo tanto, lejos de no existir, como lo postula la teología progresista, el demonio está más activo que nunca, pero esa actividad se paraliza y reduce a cero cuando una cultura, un alma, un corazón, tienen por Rey a Cristo crucificado, muerto y resucitado, Vencedor Invicto del pecado, de la muerte y del infierno.

domingo, 13 de enero de 2013

Síganme, y Yo los haré pescadores de hombres



“Síganme, y Yo los haré pescadores de hombres” (Mc 1, 14-20). Jesús va caminando por la orilla del mar de Galilea, y llama primero a los hermanos Andrés y Simón, y luego a Santiago y a Juan, hijos de Zebedeo. Lo sorprendente en el episodio, es la respuesta de los dos grupos de hermanos a su llamado: es inmediata y sin dilaciones: dejan “inmediatamente” lo que están haciendo, en el caso de Andrés y Simón, y dejan “a su padre”, en el caso de Santiago y Juan, para seguir a Jesús.
¿Qué es lo que motiva una respuesta tan contundente y veloz? La pregunta surge desde el momento en que no es natural que hombres experimentados en su trabajo –en este caso, pescadores-, dejen “inmediatamente” aquello que significa el sustento diario tanto para ellos como para sus familias, como tampoco es natural que dejen a sus familias, en este caso, al padre, como Santiago y Juan. Mucho menos lo es, si se considera que abandonan todo para seguir a un extraño -aun cuando se trate de un líder religioso que es conocido por su prédica y por sus milagros- que promete un trabajo que no se sabe en qué consiste –“los haré pescadores de hombres”-, todo lo cual significa hipotecar el futuro en pos de una aventura que no se sabe dónde termina.
Todas estas consideraciones no existen, o encuentran su explicación, cuando se mira la situación con los ojos de Jesús: los hermanos Andrés y Simón, y Santiago y Juan, no siguen a un extraño, ni a un líder religioso más entre tantos otros: se trata de Jesús, el Hombre-Dios, el Mesías, el Salvador de la humanidad, que los llama no para darles un trabajo desconocido, sino para anunciar a los hombres que la salvación ha llegado, y con ella un destino inimaginado, un destino de feliz eternidad en la comunión de vida y amor con la Trinidad. El llamado de Jesús supera infinitamente todo lo que el hombre pueda pensar, desear, o imaginar, porque llama a dejar este mundo y sus ocupaciones terrenas, para prepararnos para el ingreso en la eternidad.
“Síganme y Yo los haré pescadores de hombres”. El llamado de Cristo a los discípulos se repite para todo bautizado, porque  todo bautizado se convierte, según su estado de vida, en pescador de hombres, y así como los discípulos lo dejaron todo para seguir a Cristo en pos de la vida eterna, así el cristiano debe vivir su vida cotidiana con esa misma disposición, con la disposición de dejar todo lo terreno y mundano, para entrar en la vida eterna.
En este sentido, la comunión eucarística es un anticipo en el tiempo de este paso a la eternidad, por cuanto el alma recibe a Cristo, Dios eterno, que comunica de su vida divina y eterna en el Pan Vivo bajado del cielo.  
“Síganme y Yo los haré pescadores de hombres”. Cristo, Dios eterno, no pasa caminando junto a nosotros como hizo con los discípulos en el mar de Galilea, sino que baja desde el cielo a la Eucaristía, para donarnos en anticipo su vida eterna, la vida a la que estamos llamados desde el bautismo. Para que transmitamos este mensaje al mundo, es que Cristo nos hace pescadores de hombres en su Iglesia.