viernes, 18 de abril de 2014

Domingo de Pascuas de Resurrección


(Ciclo A – 2014)
         “El primer día de la semana (…) llegó Pedro (…) luego el otro discípulo (…) todavía no habían comprendido que, según la Escritura, Él debía resucitar de entre los muertos” (Jn 20, 1-9). Durante la tarde y la noche del Viernes Santo y durante todo el Sábado Santo, el Cuerpo Santísimo de Nuestro Señor Jesucristo, que yace envuelto en el Santo Sudario y tendido en la oscura y fría losa sepulcral. Desde que la piedra selló la entrada, solo el silencio y la oscuridad reinaron en el sepulcro nuevo, nunca usado por nadie antes, cedido por José de Arimatea a la Madre de Jesús, María Santísima. El hecho de que el sepulcro fuera nuevo, anticipaba ya el hecho maravilloso de la Resurrección del Domingo: la muerte jamás habría de tomar contacto con el Cuerpo Santísimo del Señor Jesús y el hedor de la muerte nunca habría de ser percibido en el sepulcro, porque la muerte habría de ser derrotada para siempre por Aquel que era la Vida en sí misma, porque el que yacía en el sepulcro no era un hombre más, sino el Hombre-Dios, Dios hecho hombre sin dejar de ser Dios, que se había encarnado en el seno purísimo y virginal de la Madre de Dios precisamente para derrotar de una vez y para siempre a los tres grandes enemigos de la humanidad: la muerte, el pecado y el demonio.
         La derrota de los tres grandes enemigos del hombre se produjo en la cruz, pero su manifestación visible tuvo lugar en el Santo Sepulcro, y sucedió de la siguiente manera. En la madrugada del tercer día, el día Domingo, la oscuridad del sepulcro se disipó repentinamente y para siempre con la aparición de una luz brillantísima, poderosísima, emitida por una fuente de energía lumínica de origen divino, desconocida para la creatura humana y angélica. Ubicada a la altura del Corazón de Jesús, esta fuente de luz, de una potencia y cualidad infinitamente superior a todo artefacto conocido o por conocer por el hombre, en una millonésima de millonésima de segundo, surgiendo desde lo más profundo del Corazón de Jesús, y expandiéndose desde su Corazón a todo el Cuerpo, iluminó todo el Cuerpo de Jesús, y debido a que era una luz “viva”, es decir, era una luz que tenía en sí misma vida, porque esa luz era una luz divina, porque esa luz era la Vida en sí misma, porque era Dios en sí mismo, al mismo tiempo que iluminaba el Cuerpo de Jesús, le daba vida, y como era la vida de Dios, lo glorificaba, de modo que el Cuerpo de Jesús quedó iluminado y glorificado gracias a esa luz gloriosa que surgía de su propio Sagrado Corazón; es decir, era Él mismo, quien se daba así mismo la Vida, porque Él lo había dicho: “Nadie me quita la vida; Yo la doy voluntariamente; tengo autoridad para darla y tengo autoridad para tomarla” (Jn 10, 18). Esta energía lumínica fue tan grande y tan rápida que fue capaz de imprimir el Cuerpo de Jesús en el lienzo[1], al tiempo que fue capaz de convertir la materia del Cuerpo de Jesús en materia glorificada, es decir, fue capaz de convertirlo en un Cuerpo glorioso y por lo tanto hacerlo capaz de traspasar la materia, además de hacerlo luminoso, radiante, espiritual, inmortal y lleno de la gloria de Dios[2].
         Fue con este Cuerpo glorioso, luminoso, radiante, lleno de la gloria y de la vida divina, que Jesús se apareció, según la Tradición, primero a María Santísima, como premio a su Amor de Madre y al haber estado la Virgen junto a la cruz durante su agonía y hasta que murió y durante todo el Viernes y el Sábado Santo, hasta el Domingo, esperando la Resurrección, y luego, según las Escrituras, se apareció a sus discípulos, a las Santas Mujeres y a los Apóstoles, incluido a Tomás el Incrédulo, el que luego de ver sus llagas y meter la mano en su Costado abierto, creyó. Fue con su Cuerpo glorioso, lleno de luz y de gloria divina, que provocó “asombro”, “estupor”, alegría”, “gozo”, entre sus discípulos y amigos, dejándolos mudos de la alegría, ya que era tanta la alegría que tenían de verlo, que no podían articular palabra.
Pero lo más asombroso de todo es que el Día Domingo –todo día Domingo, todos los días Domingos- es partícipe de ese resplandor divino, por eso el Domingo se llama “Dies Domini” o “Día del Señor”, y ésa es la razón por la cual la Iglesia prescribe, bajo pena de pecado mortal, la asistencia a la Misa Dominical: asistir a Misa el Domingo es asistir al Calvario porque la Misa es la renovación incruenta del Santo Sacrificio de la Cruz, pero es también asistir al Santo Sepulcro vacío, porque Jesús ya no está tendido con su Cuerpo muerto en la losa del sepulcro, sino que está con su Cuerpo glorioso, vivo y resucitado, en el altar eucarístico, en la Eucaristía.
Y esto último es lo más asombroso de todo: que la Eucaristía es ese mismo Señor Jesús, que estuvo muerto en la cruz y que resucitó en el sepulcro el Domingo de Pascua, el Domingo de Resurrección y viene a nuestros corazones en la comunión eucarística, que a menudo son oscuros y fríos, como la losa del sepulcro, para convertirlos en luminosos y radiantes sagrarios vivientes.





[1] De la energía lumínica de origen divino que infundió la Vida, la luz y la gloria divina en el Cuerpo muerto de Jesús, es testigo la Sábana Santa de Turín o Síndone, que está expuesta en la ciudad de Turín, en Italia. Para más detalle: http://santosudariodejesus.blogspot.com.ar/
[2] http://www.vatican.va/archive/catechism_sp/p122a5p2_sp.html

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