domingo, 20 de abril de 2014

Lunes de la Octava de Pascua


(Ciclo A – 2014)
“Alégrense” (Mt 28, 8-15). Jesús resucitado encuentra a las mujeres de Jerusalén y la primera orden que les da, en cuanto Jefe máximo de la Iglesia Católica, es: “Alégrense”. La alegría es la nota distintiva de la Resurrección, pero no se trata de una alegría que pueda compararse, en modo alguno, a la alegría conocida por el hombre en la tierra. No es una alegría humana, que surge de experiencias humanas, ni por motivos humanos. La orden de Jesús dada a las mujeres de Jerusalén: “Alégrense”, no se basa en motivos terrenos, y ellas no pueden cumplir esa orden por ellas mismas, porque la razón última de esa alegría no reside en la tierra, no se origina en la tierra, ni tiene por causa nada que sea conocido por el hombre.
La causa de la alegría es de origen celestial, y es la Resurrección de Jesucristo, por lo tanto, cuando Jesucristo les impera, les manda alegrarse, les comunica al mismo tiempo la gracia de la alegría, lo cual implica comunicarles antes la gracia del conocimiento de Él en cuanto Hombre-Dios resucitado, venido del Abismo de la muerte, Vencedor victorioso del pecado, de la muerte y del infierno. La alegría del cristiano no es por lo tanto una alegría bobalicona, mundana, superficial, antojadiza, terrena, sino celestial, profunda, divina, cimentada en la gracia, y que no solo puede sino que debe estar presente incluso en las más duras tribulaciones, y ejemplo de esto son los mártires, que caminaban hacia el martirio y enfrentaban a sus verdugos con una sonrisa en sus labios y entonaban cantos de triunfo a Cristo Rey mientras se dirigían a la muerte.

“Alégrense”. También a nosotros, cristianos del siglo XXI, que vivimos en medio de las tribulaciones de la vida cotidiana, nos repite lo mismo, desde la Eucaristía, como se lo dijo Jesús resucitado, a las mujeres de Jerusalén. Pero nosotros contamos con una ventaja, que no tuvieron las santas mujeres de Jerusalén: a ellas les dijo que se alegraran, pero no les dio de comer su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad. A nosotros, desde la Eucaristía, nos dice: “Alégrense”, y se nos dona con su Cuerpo, su Sangre, su Alma su Divinidad y su Amor, para que nuestra alegría sea completa.

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