jueves, 2 de octubre de 2014

“¡Ay de ti Corozaín, Ay de ti Betzaida, porque si otros hubieran recibido tus milagros ya se hubieran convertido! (…) ¡Y tú, Cafarnaún (…) serás precipitada hasta el infierno!”


“¡Ay de ti Corozaín, Ay de ti Betzaida, porque si otros hubieran recibido tus milagros ya se hubieran convertido! (…) ¡Y tú, Cafarnaún (…) serás precipitada hasta el infierno!” (Lc 10, 13-16). Jesús advierte severamente a tres ciudades, en las que ha predicado y en las que ha realizado abundantes milagros, y a pesar de lo cual, no se han convertido, que en el Día del Juicio Final, no recibirán misericordia y que serán, literalmente, “precipitadas en el infierno”. Jesús les advierte a estas ciudades –a sus habitantes- que la ira de la Justicia Divina se descargará con todo su peso sobre ellas, porque recibieron abundantes muestras del Amor Divino, manifestado en la Palabra de Dios y en milagros y a pesar de eso, no se convirtieron, continuando en su contumacia, en su prevaricación, persistiendo con sus malas obras, con sus pecados, con su falta de misericordia para con el prójimo, insistiendo en endurecer todavía más sus corazones de piedra, perseverando en sus rencores, despreciando la Ley de Dios y su Amor y eligiendo hacer su propia voluntad, haciéndose así merecedores del infierno: “serán precipitados en el infierno”, tal como se los advierte Jesús.
“¡Ay de ti Corozaín, Ay de ti Betzaida, porque si otros hubieran recibido tus milagros ya se hubieran convertido! (…) ¡Tú, Cafarnaúm, serás precipitada hasta el infierno!”. La advertencia que Jesús dirige a las ciudades de su tiempo, nos la dirige a nosotros, los bautizados en la Iglesia Católica, porque nosotros somos los Corozaín, los Betzaida, los Cafarnaúm, del siglo XXI, toda vez que no damos frutos de santidad, porque Jesús obra en nosotros milagros y prodigios de un grado infinitamente mayores que los obrados en las ciudades y habitantes del Nuevo Testamento, porque si bien en estas ciudades obró signos y prodigios admirables -expulsó demonios, multiplicó panes y peces, convirtió agua en vino, resucitó muertos, caminó sobre las aguas-, a ninguno, en el Nuevo Testamento, sin embargo, obró los milagros increíbles, inigualables, inenarrables, e imposibles siquiera de imaginar y expresar, tal como lo hizo con nosotros: en efecto, a ninguno, en el Nuevo Testamento, se le dio en alimento con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, como hace con nosotros, en el Sacramento de la Eucaristía; a ninguno, en el Nuevo Testamento, le concedió su filiación divina, la misma que Él tiene desde la eternidad, como hace con nosotros, en el Sacramento del Bautismo; a ninguno, en el Nuevo Testamento, le sopló el Espíritu Santo, convirtiendo el alma en un huracán de Fuego Sagrado, como si fuera un mini-Pentecostés en miniatura, asombrando a los ángeles, como hace con nosotros por el Sacramento de la Confirmación, convirtiendo además a nuestro cuerpo en un increíble y admirable templo del Espíritu Santo, que no deja de maravillar a las miríadas de ángeles en los cielos; a ninguno, en el Nuevo Testamento, lo bañó y lo purificó con su Sangre Preciosísima, dejando su alma más hermosa que los cielos, haciéndola semejante al mismo Dios, tal como hace con nosotros, por el Sacramento de  la Confesión Sacramental, cada vez que nos perdona los pecados; a ninguno, en el Nuevo Testamento, invitó al Banquete de bodas, para darle de comer el manjar celestial, un manjar que no se consigue en ningún palacio de la tierra, que consiste en platos exquisitos, suculentos, preparados por Dios Padre en Persona, para sus hijos pródigos, y que consiste en Carne de Cordero, asada en el Fuego del Espíritu Santo, su Cuerpo resucitado en la Eucaristía; en Pan de Vida eterna, su Humanidad Santísima, inhabitada por la Divinidad; y en el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, su Sangre, derramada en el Santo Sacrificio de la Cruz, y recogida en cáliz, en el Santo Sacrificio del Altar.
Con ninguno, en el Nuevo Testamento -y mucho menos, en el Antiguo Testamento-, obró estas maravillas inenarrables, como las obradas con nosotros.

Y sin embargo, a pesar de todas estas maravillas que obró en nosotros, no le respondemos con la santidad de vida con la que le tenemos que responder, por eso es que debemos esforzarnos para crecer en la santidad, para que no tengamos que escuchar la amarga queja de Jesús, en el Día del Juicio Final: “¡Ay de ti Corozaín, Ay de ti Betzaida, porque si otros hubieran recibido tus milagros ya se hubieran convertido! (…) ¡Y tú, Cafarnaúm, serás precipitada hasta el infierno!”. La salvedad será que, si no nos esforzamos por responder a los dones dados por Jesús, en vez de los nombres de las ciudades, los nombres pronunciados por Jesús, no serán los de las ciudades de Palestina, sino nuestros nombres propios.

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