domingo, 12 de octubre de 2014

“Den como limosna lo que tienen y todo será puro”


“Den como limosna lo que tienen y todo será puro” (Lc 11, 37-41). Jesús va a casa de un fariseo, en donde es invitado a comer. Sin embargo, al sentarse a la mesa, “no se lava las manos antes de comer”, lo que produce la “extrañeza” del fariseo. Jesús lee su pensamiento y lo corrige, porque quien está en falta, no es Él, que no se ha lavado las manos –Él es el Cordero Inmaculado, y no necesita de los ritos de purificación legal inventados por los fariseos-, sino el fariseo y todos los fariseos, porque se preocupan excesivamente por los rituales externos –la gran mayoría inventados por ellos-, que comprenden, entre otras cosas, la purificación de los utensillos y de los elementos para comer, pero sin dar importancia y descuidando absolutamente la esencia de la religión: la misericordia, la bondad, la compasión, para con el prójimo, y la piedad, la devoción y el amor a Dios. Para los fariseos, la religión consistía en la mera observación externa de ritos y preceptos, la mayoría establecidos por ellos y creían que con esto daban culto agradable a Dios. Sin embargo, al mismo tiempo, a esta escrupulosidad en el cumplimiento de detalles externos, le acompañaban, al mismo tiempo, un descuido total de la misericordia y la compasión para con los más necesitados, sin darse cuenta que, al despreciar al prójimo, imagen viviente de Dios, están despreciando a Dios en su imagen y por lo tanto, el culto dado a Dios con sus ritos externos, delante de los ojos de Dios, es sólo hipocresía, maldad, y doblez de corazón y de ninguna manera, es un culto agradable a sus ojos. Por eso es que el Primer Mandamiento de la Ley de Dios es: “Amarás a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo” (Lc 10, 27), es decir, en este Mandamiento, en el que está concentrada toda la Ley Divina, y sin el cual no se puede, de ninguna manera, obtener la salvación, Dios pone prácticamente al mismo nivel el amor hacia Él y el amor hacia el prójimo, porque es verdad lo que dice el Evangelista Juan: “Quien dice que ama a Dios, a quien no ve, pero no ama a su hermano, a quien ve, en su mentiroso” (1 Jn 4, 20) y Dios no está con él. Y si es un mentiroso, ése no está con Dios, pero sí está con el Príncipe de la Mentira, el Demonio, tal como lo llama Jesús (cfr. Jn 8, 44).
Jesús lee el pensamiento del fariseo y para sacarlo de su falso escándalo –se escandaliza porque Él no se lava las manos antes de comer, y Jesús no tiene necesidad de hacerlo porque es el Cordero Inmaculado y Él es el que viene a establecer la Nueva Ley y no está de ninguna manera atado a los preceptos de hombres-, es que le hace ver en dónde radica su error: en la hipocresía farisaica, que precisamente pone el acento en lo externo, pero descuida el amor interior hacia el prójimo y, por lo tanto, también hacia Dios, aun cuando aparenten, por fuera, ser hombres religiosos y piadosos. Para corregirlo, Jesús descube primero el error farisaico: “¡Así son ustedes, los fariseos! Purifican por fuera la copa y el plato, pero por dentro están llenos de voracidad y rapiña”. Y luego los califica de insensatos, es decir, de quienes han perdido la razón: “¡Insensatos!”, y no puede ser de otra manera, porque es un insensato, como alguien que ha perdido la razón, delante de Dios, quien convierte a la religión en un mascarada externa, vacía de su esencia, la misericordia. Sin embargo, inmediatamente después, Jesús da el remedio al fariseo, con el cual puede salir de su auto-engaño, y el remedio es la caridad, manifestada en forma de limosna, según lo que dice la Escritura: “La limosna cubre una multitud de pecados” (1 Pe 4, 8): “Den más bien lo que tienen como limosna y todo quedará puro”. La limosna –sea material, concretada en una ayuda concreta material en dinero, objetos, bienes, a quien más lo necesita-, sea espiritual –manifestada en las obras de misericordia espirituales, como un consejo a quien lo necesita, por ejemplo-, “purifica todo”, como dice Jesús, porque purifica el corazón, el interior del hombre, y eso es lo que ve Dios, pero para que la limosna purifique, debe estar motivada por el amor a Dios  y debe implicar un cierto esfuerzo, porque con eso el hombre está demostrando que quiere amar a Dios, a quien no ve, por medio de actos que implican la movilización de todo su ser, en cuerpo y alma, al servir, de alguna manera, a la imagen invisible de Dios, que es su prójimo, a quien ve. Pero si el hombre no hace limosna y no obra la caridad y la misericordia para con su prójimo, que es la imagen viviente del Dios a quien dice amar en su corazón, entonces demuestra que tampoco quiere amar a Dios, porque si no lo hace con su imagen viviente, tampoco lo hará si lo tiene Presente, delante suyo, no ya en una imagen, como el prójimo, sino si Dios se le presentara en Persona.

“Den como limosna lo que tienen y todo será puro”. Para que no nos engañemos, como los fariseos, pensando que nuestra religión es agradable a Dios, cuando no lo es, sabremos cómo es nuestra relación y nuestro amor hacia Dios, en la medida en que seamos misericordiosos con el prójimo: ésa es la medida de nuestro amor con Dios, nuestra misericordia –corporal o espiritual- para con el prójimo más necesitado. Quien obra la misericordia, “queda purificado” en la rectitud de su amor hacia Dios, y por eso mismo, todo él es “puro”, y así sí, su religión es un acto de culto agradable a los ojos de Dios.

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