viernes, 21 de noviembre de 2014

Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo


La Iglesia celebra la Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, pero el Rey al cual celebra la Iglesia, es un Rey particular, porque este Rey no es un hombre cualquiera, sino el Hombre-Dios, la Persona Segunda de la Santísima Trinidad, y no reina desde un mullido sillón, ni reina tampoco cómodamente sentado, coronado con una corona de oro y sosteniendo en sus manos un cetro de ébano.
Nuestro Rey reina desde el madero ensangrentado de la cruz y a su lado, erguida, se encuentra la Reina de los Dolores, la Virgen María.
Nuestro Rey no lleva una corona bordada con terciopelo y adornada con gemas, rubíes, diamantes y perlas; no tiene una corona formada por un círculo de oro engarzada con diamantes y rubíes de gran tamaño; Nuestro Rey lleva una corona de gruesas, duras y filosas espinas, que taladran y perforan su cuero cabelludo, desgarrándolo, lacerándolo y provocándole numerosas y dolorosísimas heridas, que a la par que llegan hasta el hueso del cráneo, le provocan tal profusión de su Sangre preciosísima, que esta Sangre se derrama, como un torrente preciosísimo, pero incontenible, desde su Sagrada Cabeza, hacia abajo, bañando toda su Santa Faz, sus ojos, su nariz, sus pómulos, su boca, sus oídos, cayendo por su barbilla hasta el pecho, como anticipando la herida que habrá de abrirse más tarde, cuando el soldado romano traspase su Costado y por él fluyan la Sangre y el Agua de su Sagrado Corazón, dando paso al abismo de su Divina Misericordia. Nuestro Rey permite que las espinas, duras y filosas de su corona, traspasen el cuero cabelludo de su Cabeza, para que su Sangre bañe su Santa Faz, para que nuestros malos pensamientos, nuestros pensamientos de ira, de venganza, de pereza, de lujuria, y de toda clase de cosas malas, sean purificados y santificados; permite que su Sangre bañe sus santísimos ojos, para que nuestras miradas sean puras y cristalinas, y se aparten de las cosas impuras; permite que su Sangre bañe sus pómulos y su nariz, para que nuestro olfato y nuestro tacto, se aparten de lo impuro y lo pecaminoso; permite que su Sangre bañe sus oídos, para que nuestros oídos, no escuchen nada que los aparte del Reino de Dios.
Nuestro Rey, no reina cómodamente sentado en un mullido sillón; Nuestro Rey, reina desde el madero ensangrentado de la cruz, y no reina con un cetro sostenido entre sus manos: reina con sus manos traspasadas con gruesos clavos de hierro, que perforan sus nervios, produciéndole agudísimos, lancinantes y quemantes dolores. Nuestro Rey, reina con su mano derecha clavada en la cruz, para expiar por nuestros pecados cometidos con las manos, las manos que Dios nos dio para elevarlas en bien de nuestros hermanos, pero que nosotros las elevamos para hacer el mal a nuestros hermanos; las manos con las que esclavizamos, torturamos, vejamos, agredimos, asesinamos, mutilamos, golpeamos; las que cerramos al bien a nuestros hermanos, porque no obramos las obras de misericordia que nos pide Jesús para poder entrar al cielo (cfr. Mt 31-46); las manos con las que agredimos, mutilamos y asesinamos a nuestros prójimos en el vientre de sus madres, por el aborto; en las camas de los moribundos, por la eutanasia; en los campos y en las ciudades a los inocentes, por las bombas criminales, en las guerras injustas; y todo eso lo hacemos con nuestras manos, las mismas manos que Dios nos dio para obrar el bien; son las manos que levantamos para cometer toda clase de crímenes y de pecados; las manos con las que, en vez de obrar las obras de misericordia, obramos el mal en todas sus formas; las manos con las que pecamos, en vez de obrar el bien. Por eso Nuestro Rey, está crucificado y con su mano derecha clavada al madero, con un grueso y frío clavo de hierro, que le atraviesa el nervio mediano y le provoca un dolor lacerante, agudísimo, quemante, porque de esa manera, expía todos nuestros pecados, cometidos por nosotros, con nuestras manos, para que la Ira Divina no se descargue sobre nosotros y nuestras manos, utilizadas para el mal y no para el bien.
Nuestro Rey, no reina cómodamente sentado en un mullido sillón; Nuestro Rey, reina desde el madero ensangrentado de la cruz, y no reina con un cetro de ébano entre sus manos, sino con un grueso clavo de hierro, frío y lacerante, que le perfora y le atraviesa el nervio mediano de su mano izquierda, y de esa manera, expía los pecados de idolatría, cometidos con nuestras manos. Dios hizo nuestras manos, para que las eleváramos en adoración hacia Él, que es Uno y Trino, y que se encarnó en la Persona del Hijo, por obra del Espíritu Santo, en el seno purísimo de María Virgen, por Voluntad de Dios Padre, y continúa y prolonga su Encarnación en la Eucaristía, desde donde irradia su gracia a quien se le acerca con un corazón contrito y humillado. Sin embargo, la inmensa mayoría de los cristianos, se postra ante los ídolos del mundo, cometiendo horribles pecados de idolatría y de apostasía; se postran ante ídolos como el Gauchito Gil, la Difunta Correa, la Santa Muerte, y todos los ídolos abominables de la Nueva Era o New Age o Conspiración de Acuario; se postran ante los ídolos del fútbol, del espectáculo, del cine, de la música, del hedonismo, o ante cualquier ídolo mundano, en vez de postrarse ante el Único Dios verdadero, Cristo Jesús, Presente en la Eucaristía. Por eso, Nuestro Rey, reina desde el madero, para expiar por los pecados de idolatría y de apostasía.
Nuestro Rey reina desde el madero ensangrentado de la cruz, no reina sentado en un sillón cómodo y mullido, y no lo puede hacer, porque sus pies están clavados a la cruz, fijos al leño ensangrentado de la cruz, por un grueso, duro y frío clavo de hierro, que le provoca agudos dolores, al tiempo que le hace brotar ríos de su roja y Preciosísima Sangre, y lo hace para expiar nuestros pasos dados en dirección al pecado, en dirección al abismo de perdición, y en dirección contraria a la Casa del Padre. Dios nos creó con los pies, para que dirigiéramos nuestros pasos en la tierra, a la Casa del Padre, que en la tierra es la Iglesia, pero en vez de hacerlo, dirigimos nuestros pasos en dirección opuesta, en dirección al pecado, y por ese motivo, Nuestro Rey está con sus Sagrados Pies crucificados, para expiar por todas las veces en las que preferimos encaminarnos en la dirección opuesta a la salvación, para dirigirnos a las tinieblas y a la perdición.

A este Rey Nuestro, el Hombre-Dios, que por salvarnos y llevarnos al cielo, reina desde el leño de la cruz, arrodillados y con el corazón contrito y humillado, le besamos sus pies ensangrentados y, por medio del Inmaculado Corazón de María, le entregamos nuestros corazones, y mientras hacemos el propósito de dar la vida antes de cometer un pecado mortal o venial deliberado, le decimos: “Te adoramos, oh Cristo, Hombre-Dios, Rey del Universo, que reinas desde el madero ensangrentado de la Cruz, y te bendecimos y te glorificamos y te damos gracias, porque por tu Santa Cruz, redimiste al mundo”.

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