viernes, 19 de diciembre de 2014

“Alégrate, María, Llena de gracia, el Señor está contigo"


(Domingo IV - TA - Ciclo B - 2014 - 2015)
         “Alégrate, María, Llena de gracia, el Señor está contigo (…) concebirás y darás a luz un hijo (…) el Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el Niño será santo y será llamado Hijo de Dios” (Lc 1, 26-38). El Arcángel Gabriel da a María el anuncio más trascendente de la historia de la humanidad: el Verbo Eterno de Dios, la Palabra Eternamente pronunciada por el Padre, la Sabiduría Divina, el Hijo de Dios, habrá de encarnarse en su seno virginal, para redimir a la humanidad y conducirla al seno de la Trinidad. Ella ha sido la Elegida, por ser la creatura más pura, perfecta y excelsa de todas las creaturas del cielo y de la tierra; la Virgen es la Elegida por la Santísima Trinidad, porque supera en gracia y hermosura a todos los coros angélicos, por ser la inhabitada por el Espíritu Santo, la Concebida sin mancha de pecado original, tal como lo dice el Arcángel con sus propias palabras: “Alégrate, Llena de gracia”. En las palabras del Ángel se descubre lo que está oculto a los ojos de los hombres y es visible sólo a los ojos de Dios: El que ha de encarnarse en el seno virginal de María Santísima no es un ser humano más, no es una persona humana, sino la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, la Persona Divina del Hijo de Dios, el Verbo Eterno del Padre, el Hijo Único de Dios, que se encarna y se hace hombre, sin dejar de ser Dios, porque al momento de encarnarse, se crea en el útero de la Virgen la naturaleza humana de Jesús de Nazareth, su alma humana y su parte humana corporal –es decir, los genes correspondientes a la célula primordial del varón o espermatozoide-, puesto que no hubo intervención de varón, ya que San José era esposo meramente legal y su relación con la Virgen era simplemente como la que existe entre hermanos, y es así como en la Encarnación es asumida la naturaleza humana en la Persona, en la hipóstasis del Verbo Divino, pero sin confusión y sin mezcla alguna, de manera tal que el que se encarna es, con toda propiedad, Dios Hijo humanado, encarnado, hecho carne, entendida esta palabra, “carne”, como “hombre” o “naturaleza humana” –cuerpo y alma-, unida su divinidad a la humanidad, pero sin confusión ni mezcla.
De esta manera, el Niño que habrá de nacer para Navidad, no será un niño humano más, entre tantos, sino el Niño-Dios, Dios hecho Niño, sin dejar de ser Dios, para que los hombres, recibiendo la gracia del Dios hecho Niño con corazones de niños, accedan a la salvación.
Por lo tanto, cuando contemplamos la escena del Pesebre de Belén, no contemplamos una escena bucólica, romántica, idealista, nostálgica, perteneciente a una imaginería religiosa propia de una entidad religiosa anclada en el pasado: contemplamos el misterio más grande que la humanidad jamás ni siquiera haya podido imaginar: que la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Verbo Eterno del Padre, sin dejar de ser Dios, se haya encarnado en las entrañas virginales de María Santísima y haya nacido virginalmente, para manifestarse al mundo como Niño Dios, como Dios hecho Niño, para luego ofrendar al mundo, en la cruz, su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, y así poder entregarse como Pan de Vida eterna, en el Santo Sacrificio del Altar, la Santa Misa, renovación incruenta y sacramental de ese sacrificio de la cruz.
El Evangelio del Anuncio del Ángel a la Virgen y la Verdad de la Encarnación del Verbo en sus entrañas virginales preparan de manera inmediata para la Navidad, porque revelan, con la luz divina, que el Niño nacido en el Pesebre de Belén, es Dios hecho Niño, el Emmanuel, Dios con nosotros; a su vez, la contemplación del Pesebre de Belén, para el cristiano, para la sociedad cristiana y para la Iglesia, no es una mera recreación histórica de un hecho pasado, lejano en el recuerdo y sin incidencia alguna en el presente: por el contrario, se trata del evento que explica y da sentido a la historia humana, porque si la humanidad no ha naufragado en la auto-destrucción y en el abismo eterno, es porque el Niño de Belén, nacido para Navidad, el Niño que extiende sus bracitos para abrazar a quien se le acerca con fe y con amor, ese Niño es Dios, que viene al rescate del hombre, de la humanidad, de todo hombre, porque ese Niño Dios que abre los brazos en el Pesebre, es el Hombre-Dios que más tarde, extendiendo los brazos en la Cruz, abrazará en sus sangrientas manos paternales, a toda la humanidad, para conducirla, redimida, al seno del Padre. Y es el mismo Niño que actualiza su Nacimiento por la liturgia eucarística y actualiza su sacrificio también por la liturgia eucarística.
Como podemos ver, es de capital importancia conocer y aceptar, en la fe de la Iglesia, la verdad de la Encarnación, es porque de esto dependen otras verdades, capitales también para la salvación del alma, como el hecho de que el Niño de Belén es Dios y que este Niño, siendo ya adulto, se ofrenda en la cruz para la salvación del mundo y renueva su sacrificio en cruz, de modo incruento y sacramental, en la Santa Misa.
“Alégrate, María, Llena de gracia, el Señor está contigo (…) concebirás y darás a luz un hijo (…) el Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el Niño será santo y será llamado Hijo de Dios”. El Ángel le anuncia a la Virgen que concebirá un Niño por obra del Espíritu Santo y que ese será Dios, “Emmanuel”, Dios con nosotros, de modo que el Niño que nacerá para Navidad no será un niño más entre tantos, sino Dios hecho Niño, el Niño-Dios. Y si Dios se hace Niño, naciendo como Niño en Belén, quiere que los hombres sean como niños –lo cual no quiere decir infantiles- y esta niñez que quiere Dios de los hombres, se la obtiene por la pureza e inocencia que da la gracia santificante, y la razón del ser “como niños, por la gracia, imitando al Dios hecho Niño en Belén”, es para aceptar las verdades de la Santa Madre Iglesia y esto lo presenta Jesús como una condición indispensable para ingresar en el Reino de los cielos, como un requisito sine qua non es imposible el acceso a la eterna felicidad: “El que no sea como niño, no entrará en el Reino de los cielos” (Mt 18, 3). Dicho de otra manera, el que no acepte con la inocencia y pureza de fe que concede la gracia santificante, la verdad de la Encarnación del Verbo, de la maternidad divina de María, de su virginidad perpetua y del Nacimiento milagroso del Niño Dios, porque le opone, a la Sabiduría y al Amor de Dios, su razón necia y orgullosa, no puede entrar en el Reino de los cielos. Por esto, María, con su “Fiat”, con su “Sí”, al Anuncio del Ángel, es nuestro modelo de fe para la verdad de la Encarnación y del Nacimiento de Dios hecho Niño en Belén, porque María, siendo la Llena de gracia, asiente y da el “Sí” con su Mente y su Corazón Inmaculados, libres de errores, de engaños, de supersticiones y de herejías.
“He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. María es modelo perfecto de nuestra fe en la Anunciación, en la Encarnación del Verbo, en la Navidad, en el Santo Sacrificio de la cruz, en la Presencia real de Jesucristo en la Eucaristía.
“Alégrate, María, Llena de gracia, el Señor está contigo (…) concebirás y darás a luz un hijo (…) el Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el Niño será santo y será llamado Hijo de Dios”. Que en esta Navidad, así como la Virgen concibió en su seno virginal y dio a luz al Niño Dios por la pureza de su fe y por el Amor de su Inmaculado Corazón, que así también nazca en nuestros corazones, por la gracia, el Niño Dios, para que, contemplándolo y adorándolo junto a la Virgen, seamos capaces de continuar amándolo y adorándolo por la eternidad.


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