martes, 23 de diciembre de 2014

La Iglesia exulta y se alegra en la verdadera fiesta de Navidad, la Santa Misa de Nochebuena


         La Iglesia celebra y exulta de gozo por el acontecimiento más trascendente, no solo de su historia, sino de toda la humanidad: el Verbo Eterno del Padre, la Palabra eternamente pronunciada por el Padre, la Sabiduría Divina, el Dios Invisible, se ha encarnado en las entrañas virginales y purísimas de la Madre de Dios y ha nacido, para Navidad, en el pobre Portal de Belén. La contemplación del Pesebre no remite a un mero sentimiento religioso del pasado ni evoca una simple escena familiar de una familia campesina de la Palestina de hace veinte siglos: la contemplación del Pesebre, para la Iglesia, constituye la contemplación del misterio del Verbo de Dios que se hace carne, se hace Niño, sin dejar de ser Dios y que nace virginalmente, para estar entre los hombres, para crecer en medio de ellos y para luego, en su edad de Hombre joven, ofrendar su Cuerpo y su Sangre, su Alma y Divinidad en el Santo Sacrificio de la Cruz, sacrificio por el cual habría de salvar a todos los hombres que lo acepten como Salvador. La contemplación del Pesebre, por lo tanto, no puede ni debe limitarse, para el cristiano, a una evocación de la memoria religiosa, sino que debe trascender y elevarse a las alturas del Verbo de Dios que, procediendo eternamente del Padre, se encarna en el seno de la Virgen Madre; allí, el Dios Invisible se hace visible, porque la Virgen le teje una naturaleza humana con sus propios nutrientes, tal como hace toda madre con su hijo recién concebido, lo aloja durante nueve meses, y luego lo da a luz milagrosamente, como el rayo de sol atraviesa el cristal, pasando el Niño por su abdomen superior como el rayo de luz emitido por el diamante luego de ser atrapado en su interior, dejando intacta la virginidad de su Madre antes, durante y después del milagroso parto.
         La Iglesia exulta y se alegra para Navidad, no todavía con la alegría triunfal y desbordante de la Pascua de Resurrección, sino con la alegría serena que inundó los corazones purísimos y castísimos de María y José, al contemplar la gloria de Dios en la Carne del Niño de Belén. Sin embargo, es una alegría, en el fondo, también triunfal y desbordante, porque el Niño de Belén, que manifiesta su gloria eterna, es el Verbo Eterno, que ha venido para “destruir las obras del demonio”, para vencer a las Puertas del Infierno para siempre, para destruir a la muerte con su propia vida, por la Resurrección, para “quitar los pecados del mundo” al precio de su Sangre derramada en la cruz y para conceder a los hombres que lo acepten con fe y con amor, como a su Salvador, la filiación divina, filiación por la cual serán adoptados como hijos por Dios.
         Pero la Iglesia exulta y se alegra porque contempla en el misterio al Niño del Pesebre, e iluminada por el Espíritu Santo, comprende que ese Niñito que abre sus pequeños brazos y los extiende, para abrazar al visitante que se le acerca, ese Niñito, es Dios encarnado, y que Dios ha querido, movido por su Amor por los hombres -por todo hombre, por cada hombre, aun el más pecador-, adquirir un cuerpo humano de Niño, para tener que ser alimentado y acunado y para recibir el amor de los hombres, y para que los hombres, de ahora en más, no digan que tienen “miedo” de Dios, porque nadie puede tener “miedo” a un Niño recién nacido y si Dios viene a nosotros como un Niño recién nacido, no es para infundirnos temor, sino para darnos su Amor y para que nosotros le demostremos nuestro amor.
La Iglesia contempla, extasiada, para Navidad, el misterio del Niño de Belén, que abre sus bracitos en la cuna, como lo hace todo niño recién nacido, para recibir el afecto y la ternura de quienes se le acerquen a contemplarlo y la Iglesia no puede salir de su asombro, de su admiración, de su estupor, al comprobar que ese Niño tan necesitado de todo, y que abre sus bracitos en la cuna, para que lo abracemos, es Dios en Persona.
La Iglesia contempla, extasiada, en Navidad, al Niño de Belén, y comprende que ese Niño, que abre sus bracitos para dar su amor de Niño al que se le acerque, es Dios en Persona, y que ha querido nacer como Niño y tener todas las necesidades de un niño, para que le demostremos nuestro amor en los prójimos más necesitados y desvalidos, en los ancianos, en los moribundos, en los agobiados, en los afligidos por toda clase de tribulaciones, porque en ellos está Él mismo en Persona, necesitando de nuestros brazos extendidos, de nuestras manos abiertas y de nuestros corazones misericordiosos.
Pero la Iglesia se alegra, exulta de gozo y canta de alegría para Navidad, porque el Niño que abre sus bracitos en la cuna de Belén, es el Cordero de Dios, que más tarde, extenderá sus brazos sobre el leño ensangrentado de la cruz, para abrazar a toda la humanidad, para sellar con su Sangre el perdón del Padre, para donar el Espíritu Santo con la Sangre de su Corazón traspasado, y para llevar, en sus sangrientas manos paternales, a toda la humanidad, redimida, al seno del Eterno Padre.

La Iglesia se alegra para Navidad y exulta de gozo, y celebra con la Santa Misa de Nochebuena, porque ve la unidad que existe entre el Pesebre y el Calvario, entre el Portal de Belén y el Domingo de Resurrección; la Iglesia se alegra y exulta para Navidad porque ve, en el Niño de Belén, al Salvador del mundo.

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