martes, 7 de abril de 2015

Lunes de la Octava de Pascua


(2015)
         “¡Alégrense!” (Mt 28, 8-15). Jesús resucitado sale al encuentro de las piadosas mujeres y lo primero que les dice, a modo de saludo, es: “¡Alégrense!”. Las piadosas mujeres, a su vez, ya corrían, por sí mismas, alegres, a anunciar la noticia de la resurrección de Jesús, luego de recibir el anuncio de la Resurrección por parte del ángel: “después de oír el anuncio del ángel (…) se alejaron de allí llenas de alegría”, con lo que, con el mandato de Jesús de alegrarse, se alegran aún más.
         “¡Alégrense!”. La nota dominante, entonces, en el Domingo de Resurrección, entre los discípulos, es la alegría, el gozo festivo, el asombro, el estupor, en comparación con el dolor, el llanto, la amargura, del Viernes Santo. Sin embargo, no se trata de un mero cambio de sensaciones, ni de una simple mudanza en las experiencias vitales de los discípulos: el mandato de alegrarse, por parte de Jesús, se debe a que la Resurrección implica, para la humanidad toda, un horizonte de eternidad antes impensable y es la comunión de vida y amor con las Tres Divinas Personas de la Santísima Trinidad. La Resurrección es un don tan grande, que supera infinitamente todo lo que el hombre pueda siquiera imaginar, porque se trata de una participación a la vida divina misma del Ser divino trinitario. Por la Resurrección, la humanidad recibe un principio de vida nuevo, la gracia santificante, principio por el cual comienza a vivir una vida nueva, que no es la vida natural biológica, propia de su humanidad, sino que es la vida misma de la Trinidad, y así se vuelve capaz no solo de entablar relaciones personales con todas y cada una de las Tres Divinas Personas, sino que se vuelve capaz de conocer y amar a todas y cada una de esas Divinas Personas, como ellas mismas se conocen y se aman. Y aquí radica el motivo de la alegría establecida por Jesús casi como un neo-mandamiento post-Resurrección para su Iglesia: el alma, por la gracia santificante, participa de la vida de la Trinidad, lo cual quiere decir participar de la vida misma del Ser divino de Dios Uno y Trino, Ser que es el que actualiza a todas las esencias en su perfección, entre ellas, la alegría, por lo que es la Alegría perfecta y la Alegría personificada en sí misma. En otras palabras, cuando Jesús dice a las piadosas mujeres –y, por su intermedio, a toda la Iglesia universal- “¡Alégrense!”, no está mandando una alegría forzada, superficial, ni meramente emotiva o afectiva: está diciendo que se alegren porque, a partir de Él y de su Resurrección, ahora comenzarán a participar de su vida divina y Él les comunicará de la plenitud infinita de esta su vida, y de entre todos los dones y perfecciones inagotables e inimaginables que tiene su vida divina, se encuentra su Alegría infinita, que es con la cual se alegrarán.

         “¡Alégrense!”. El mismo mandato que da Jesús resucitado a las piadosas mujeres en el jardín de la resurrección, nos lo da a nosotros desde la Eucaristía, en donde se encuentra vivo, glorioso, resucitado, lleno de la vida, de la luz y del amor de Dios Trino. Ahora bien, Jesús nos manda alegrarnos, sabiendo que vivimos en este “valle de lágrimas” y que vivimos en medio de “tribulaciones y persecuciones”, puesto somos hijos de la Iglesia, y por lo tanto, si Él fue perseguido y atribulado (cfr. Mt 5, 11ss), no podemos menos nosotros, como Iglesia, ser también perseguidos y atribulados por el mundo: es decir, nos manda alegrarnos no en situaciones de alegrías mundanas, sino en medio de la persecución y de la tribulación del mundo. Y si Jesús manda alegrarnos, es porque la fuerza de su Alegría divina nos ayudará a llevar nuestra cruz en pos de Él, por el Camino del Calvario, con gozo y alegría, aun con lágrimas en los ojos, lo cual quiere decir que por la tribulación de la cruz, nos conduce a la gloria de su luz y a su eterna bienaventuranza.

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