viernes, 26 de junio de 2015

“Niña, Yo te lo ordeno, levántate”


(Domingo XIII - TO - Ciclo B – 2015)

         “Niña, Yo te lo ordeno, levántate” (Mc 5, 21-24. 53-43). Acude a Jesús el jefe de la sinagoga, llamado Jairo, cuya pequeña hija agoniza, para pedirle que vaya a sanarla. Jesús accede al pedido, pero cuando llegan, la niña ya ha muerto, y es por eso que le dicen a Jairo: “Tu hija ya murió; ¿para qué vas a seguir molestando al Maestro?”. Sin embargo, Jesús, a pesar de que la niña está efectivamente muerta, ingresa al lugar donde la están velando, acompañado de Santiago, Pedro y Juan. Un hecho da pie para objetar en contra de que la no niña haya estado muerta, sino todavía agonizando, o ni siquiera estuviera agonizando, sino que tuviera alguna enfermedad de la cual se recuperó en forma coincidente con la llegada de Jesús, es la reacción de los circunstantes, que están alrededor del cadáver de la niña, ya en actitud de velarla, cuando Jesús dice: “La niña no está muerta, sino que duerme”: todos los que están alrededor de la niña, reaccionan riéndose de Jesús, lo cual indica que, para ellos, era obvio que la niña ya estaba efectivamente muerta. En otras palabras, que la niña haya estado efectivamente muerta, se desprende de las declaraciones de los amigos del jefe de la sinagoga, del hecho de que ya la estén velando y de que, al decir Jesús de que “solo duerme”, se rían de Él, pues es evidente, para ellos, que no duerme, sino que está verdaderamente muerta. Con esto, se descarta un posible caso de error y de que la niña no hubiera estado muerta al momento de la llegada de Jesús y se acrecienta la magnitud del milagro que Jesús está por hacer.
Haciendo caso omiso de quienes se ríen de Él, Jesús ingresa a la sala donde la están velando a la niña, acompañado de Pedro, Santiago y Juan. Una vez delante del cadáver de la niña, Jesús le dice: “Niña, Yo te lo ordeno, levántate”, y la niña, recuperando la vida, se incorpora de su lecho, “llenando a todos de asombro”. ¿Qué es lo que ha sucedido? Se ha producido un milagro, de resurrección corporal, aunque para la vida terrenal, porque la niña resucita, vuelve a la vida, pero para esta vida; no se trata todavía, obviamente, de la resurrección final. El milagro se ha producido porque, ante el mandato de Jesús, la niña se incorpora debido a que obedece a la voz de su Creador; es la poderosísima voz de Jesús la que, trayendo su alma, que ya se había separado de su cuerpo y se encontraba en la región de los muertos –con toda probabilidad, en el limbo de los justos del Antiguo Testamento- la une nuevamente a su cuerpo, permitiendo que su alma comience de nuevo a animar, a dar vida al cuerpo. Es decir, el alma de la niña ya se había separado de su cuerpo –en eso consiste la muerte, desde el punto de vista metafísico-, por lo que la niña ya había perdido su unidad substancial de cuerpo y alma y estaba muerta, con su cuerpo frío y yaciendo en la tierra, por un lado, y el alma, separada del cuerpo, por otro, y esto, sin posibilidad alguna de que pudieran volver a unirse, porque el único en grado de volver a unir al alma con el cuerpo, es decir, de re-animar el cuerpo para que éste tenga la vida que le da el alma, es su mismo Creador. Y es esto lo que hace Jesús al ordenarle a la niña: “Niña, Yo te lo ordeno, levántate”: puesto que Jesús es Dios, es su voz poderosísima la que trae al alma de la niña de la región de los muertos y la une al cuerpo, volviéndola a la vida terrena. Este hecho es algo sobrenatural, porque sobrepasa las fuerzas de la naturaleza; lo natural, en el caso de la muerte, es que el alma y el cuerpo se separen definitivamente, dando así lugar a la pérdida de la unidad substancial de la persona humana, constituida por cuerpo y alma y debido a que se trata de un hecho sobrenatural, es un milagro, y es el hecho más destacado del pasaje evangélico. Sin embargo, a pesar de lo maravilloso que pueda parecer –y realmente lo sea- este milagro, es nada en comparación con la resurrección corporal al fin de los tiempos, en el que el alma, glorificada, se unirá al cuerpo, para comunicarle de su gloria, para capacitar a los bienaventurados al ingreso en el Reino de los cielos. Este milagro de la hija del jefe de la sinagoga es, por lo tanto, una prefiguración de la resurrección corporal, la que habría de obtenernos Jesús con su sacrificio y muerte en cruz, la cual sucederá, para toda la humanidad, al final de los tiempos, cuando Jesús lo ordene con su voz.
El otro hecho destacado del pasaje evangélico es que Jesús ingresa acompañado por Pedro, Santiago y Juan, los mismos discípulos que luego serán testigos de la Transfiguración en el Monte Tabor, anticipo a su vez de la resurrección. No es casualidad que los mismos testigos de la resurrección corporal de la hija del jefe de la sinagoga, sean los mismos testigos de la Transfiguración en el Monte Tabor: es para que también sepan, por anticipado, la gloria que les espera a quienes le son fieles a Él en el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis. Ellos –Pedro, Santiago y Juan- han contemplado un milagro de resurrección corporal, para la vida terrena; cuando vean a Jesús transfigurado en el Tabor, comprenderán que Él es el Dios de la Vida y de la Gloria, que los hará resucitar también corporalmente, al fin de los tiempos, pero para la vida eterna, para darles de su gloria y de su vida divina. Ésa es la razón por la cual Jesús lleva como testigos a Pedro, Santiago y Juan, los mismos testigos del milagro de la Transfiguración en el Monte Tabor, para que todos sepan que Él es el Dios Viviente, el Dios de la gloria, el que habrá de resucitar a los muertos al fin de los tiempos, y dará a cada uno lo que cada uno mereció con sus obras, el cielo o el infierno.
“Niña, Yo te lo ordeno, levántate”. En este Evangelio, la Iglesia celebra por lo tanto doblemente la vida, porque el Dios de la Vida, el Dios Viviente, Jesucristo, trae de la muerte a la vida a una niña, pero solo como una prefiguración de lo que Él habrá de hacer, al final de los tiempos, con toda la humanidad: así como dio vida a la niña, trayendo su alma de la región de los muertos, así al final de los tiempos, en el Día del Juicio Final, Jesucristo dirá a la humanidad toda: “Humanidad: Yo te lo ordeno, levántate’, y todos los muertos resucitarán para el Juicio Final, aunque unos para la salvación y otros para la condenación eterna. Es por eso que, el hecho de que Jesús resucite a una niña, si bien es un milagro portentoso, es en realidad nada en comparación con lo que Él hará en el Día del Juicio Final, en el que ordenará no a una niña recién muerta a la vida terrena, que vuelva a vivir a la vida terrena, sino que ordenará a toda la humanidad yaciente, que se levante y comparezca ante Él, para que Él sea el Juez Justo de sus actos.

“Niña, Yo te lo ordeno, levántate”. El Evangelio dice que “todos quedaron llenos de asombro” luego del milagro de la resurrección corporal de la hija del jefe de la sinagoga; también nosotros, por lo tanto, deberíamos asombrarnos ante este prodigio de Jesús y deberíamos asombrarnos mucho más, al tener en perspectiva la resurrección corporal, al fin de los tiempos, que Él realizará, y además de asombro, debería llenarnos de alegría, porque la alegría de la Resurrección de Jesús es lo que debe colmar la vida del cristiano. Sin embargo, mucho más debería asombrarnos otro milagro, un milagro infinitamente más grandioso, que sucede delante de nuestros ojos, cotidianamente, en la Santa Misa, el milagro por el cual Jesús no vuelve a la vida al cuerpo inerte de una niña, ni de toda la humanidad, sino que convierte, a unas substancias inertes, muertas, sin vida, las del pan y el vino, en las substancias gloriosas de su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, la Eucaristía. Es decir, si saber, como lo sabemos por el Evangelio, que Jesús da la vida a los muertos y que resucitará a toda la humanidad al fin de los tiempos, y eso debería causarnos gran alegría y asombro, mucha mayor alegría y asombro debería causarnos el saber que Jesús da la vida, su vida gloriosa y resucitada, a unas substancias muertas, inertes, convirtiéndolas en las substancias gloriosas de su Humanidad unida a su Divinidad, la Eucaristía. Este, el Milagro de los milagros, la Transubstanciación, por el que el pan y el vino se convierten en el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, un milagro que supera infinitamente a la resurrección de un muerto y a la resurrección de la humanidad, debería ser lo que colmara nuestros días terrenos de asombro y de alegría.

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