sábado, 4 de julio de 2015

“No pudo hacer allí ningún milagro (…) se asombraba de su falta de fe”


(Domingo XIV - TO - Ciclo B – 2015)

         “No pudo hacer allí ningún milagro (…) se asombraba de su falta de fe” (Mc 6, 1-6). Jesús es el Hombre-Dios; en cuanto tal, es poseedor de la omnipotencia divina, que le permite obrar milagros, es decir, hechos que superan las leyes de la naturaleza y que solo pueden ser obrados por la divinidad, como por ejemplo, la curación instantánea de una enfermedad, la resurrección de un muerto, la multiplicación de panes y peces. Sin embargo, el Evangelio relata un episodio paradójico: Jesús no puede hacer milagros en su propio pueblo, puesto que no creen en Él. Por este motivo, el Evangelio de este Domingo plantea a la incredulidad como fenómeno de la razón que se opone a la verdad de fe revelada y al hecho prodigioso que confirma esa verdad de fe. Jesús hace milagros –curación, multiplicación prodigiosa de panes y peces, resucitar muertos, etc.-, para confirmar la Verdad de sus palabras: Él afirma de sí mismo el ser Dios; por lo tanto, sus obras, que sólo pueden ser hechas por Dios, confirman que lo que dice es verdad, que Él es Dios. Sólo quien es Dios, puede obrar las obras de Dios. Jesús dice de sí mismo que es Dios Hijo, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad; para confirmar esta Verdad absoluta divinamente revelada, realiza una obra –el milagro- que confirma, con el hecho prodigioso, la veracidad de lo que se dice. Por el contrario, si alguien dice de sí mismo: “Yo soy Dios”, pero se muestra incapaz de hacer obras propias de Dios –obras hechas con Omnipotencia, Sabiduría y Amor-, ese tal demuestra que no es Dios y que sus pretensiones de ser Dios son falsas y que es sólo un impostor. No es, obviamente, el caso de Jesús, porque Jesús sí realiza milagros, de manera tal que quien no cree en Él, tiene en sus milagros una prueba definitiva de su poder divino.
         Así nos lo enseña la Iglesia, en las Sagradas Escrituras, en sus Doctores y en su Magisterio: los milagros de Cristo confirman la Verdad por Él revelada y prueban su divinidad.
En las Sagradas Escrituras, es el mismo Jesús quien considera sus milagros como prueba de su divinidad: “Pero el testimonio que yo tengo es mayor que el de Juan: las obras que el Padre me ha concedido llevar a cabo, esas obras que hago dan testimonio de mí: que el Padre me ha enviado. Y el Padre que me envió, él mismo ha dado testimonio de mí” (Jn 5, 36-37)
“Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis, pero si las hago, aunque no me creáis a mí, creed a las obras, para que comprendáis y sepáis que el Padre está en mí, y yo en el Padre” (Jn 10, 37-38).
La fama de Jesús entre sus contemporáneos se hizo por los milagros, prodigios y signos: “Israelitas, escuchad estas palabras: a Jesús el Nazareno, varón acreditado por Dios ante vosotros con milagros, prodigios y signos que Dios realizó por medio de él, como vosotros mismos sabéis, a este, entregado conforme al plan que Dios tenía establecido y previsto, lo matasteis, clavándolo a una cruz por manos de hombres inicuos” (Hch 2, 22-23).
Santo Tomás de Aquino, Doctor de la Iglesia, afirma que Cristo hizo milagros para confirmar su doctrina y manifestar su divinidad[1].
En el Catecismo de la Iglesia Católica se afirma que los milagros visibles de Jesús conducen a creer en el misterio invisible de la Redención[2].
Finalmente, el Magisterio de los Papas y los Concilios, también sostiene que los milagros de Jesús confirma la Verdad revelada de que Él es Dios. Para el Papa León XIII, los milagros comprueban que Jesús es Dios y por eso mueven la razón a creer en sus palabras[3].
El Concilio Vaticano I sostiene que los milagros son auxilios externos de la fe[4].
Juan Pablo II afirma que la primera certeza transmitida por los Evangelios es que toda la Iglesia primitiva veía en los milagros el supremo poder de Cristo sobre la naturaleza y sus leyes[5].
Los milagros de Cristo son hechos sobrenaturales, que sobrepasan las fuerzas de la naturaleza, ocurridos en realidad –es decir, no son producto de la fantasía o de la imaginación- y confirmados incluso por sus adversarios[6].
Dice Juan Pablo II: “En el Evangelio de Juan encontramos la descripción detallada de siete acontecimientos que el Evangelista llama “señales” (y no milagros). Con esa expresión él quiere indicar lo que es más esencial en esos hechos: la demostración de la acción de Dios en persona, presente en Cristo, mientras la palabra “milagro” indica más bien el aspecto “extraordinario” que tienen esos acontecimientos a los ojos de quienes los han visto u oyen hablar de ellos. Sin embargo, también Juan, antes de concluir su Evangelio, nos dice que “muchas otras señales hizo Jesús en presencia de los discípulos que no están escritas en este libro” (Jn 20, 30). Y da la razón de la elección que ha hecho: “Estas han sido escritas para que creáis que Jesús es el Mesías, Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre” (Jn 20, 31). A esto se dirigen tanto los Sinópticos como el cuarto Evangelio: mostrar a través de los milagros la verdad del Hijo de Dios y llevar a la fe que es principio de salvación”[7].
         Todo esto nos lleva a considerar que quien cree al milagro realizado por Jesucristo –o por sus santos-, cree que Jesús es quien dice ser, el Hijo de Dios Encarnado, y realiza el acto meritorio de fe, por el cual se acrecienta su unión en el Amor con Dios Trino, quien se revela y manifiesta en Cristo, precisamente, para ser conocido, amado y adorado.
         Por el contrario, quien no quiere creer en los milagros, como sucede en el caso de los habitantes del pueblo de Jesús -relatado en el episodio del Evangelio de hoy-, no cree que Jesucristo sea Dios y comete el pecado de incredulidad, por el cual se enfría su amor hacia Dios y se deteriora su relación de amistad y filiación, en mayor grado, cuanto mayor sea la incredulidad. Es lo que sucede en el Evangelio: Jesús realiza milagros, pero no creen, porque pecan de incredulidad: a pesar de estar viendo con sus propios ojos el milagro, no creen, o mejor dicho, no quieren creer, lo cual hace más grave su pecado de incredulidad, porque se hace voluntario. Pero al no creer en los milagros de Jesús, impiden la acción de la gracia y la manifestación del mismo Hombre-Dios en sus vidas: “No pudo hacer allí ningún milagro (…) se asombraba de su falta de fe”.
         “No pudo hacer allí ningún milagro (…) se asombraba de su falta de fe”. Al igual que sucede con los contemporáneos de Jesús, que voluntariamente se veían privados de los milagros de Jesús por no querer creer en sus palabras y en sus obras, así sucede hoy con muchos cristianos, a quienes Jesús no puede hacer milagros en sus vidas, no porque Él no quiera, sino porque estos cristianos no quieren creer en sus milagros, el principal y el más grande de todos, el que Jesús realiza por intermedio de su Iglesia y del sacerdocio ministerial, la transubstanciación, la conversión del pan y del vino en su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Quien no cree en el milagro de la Eucaristía, cierra su propia vida a la acción de Jesús en su alma y en su vida, porque Jesús no puede obrar milagros en el incrédulo, en el que no quiere creer, porque éste cierra su alma voluntariamente a toda acción de la gracia. Hay muchos cristianos que son incrédulos con respecto a los milagros de Jesús, aunque se muestran crédulos cuando los vendedores de ilusiones los engañan con sus palabras. En otras palabras, no creen a Dios, que se manifiesta en Cristo y creen en cambio a los hombres, cuya palabra, cuando no está sostenida por la Palabra de Dios, es falsa y vana.
Por eso es que dice San Cirilo de Jerusalén: “Limpia tu recipiente, para que sea capaz de una gracia más abundante, porque el perdón de los pecados se da a todos por igual, pero el don del Espíritu Santo se concede a proporción de la fe de cada uno”[8].
“No pudo hacer allí ningún milagro (…) se asombraba de su falta de fe”. Si muchos cristianos se decidieran a querer creer en las palabras y en los milagros de Jesús, sus vidas serían muy distintas, porque Jesús entonces sí podría obrar todos los milagros que Él tiene pensado para cada uno, y estos son milagros de tal magnitud, que dejan a todos sin palabras.




[1] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, III, q. 43, a. 1: “Dios concede al hombre el poder de hacer milagros por dos motivos. Primero, y principalmente, para confirmar la verdad que uno enseña. […] Segundo, para mostrar la presencia de Dios en el hombre por la gracia del Espíritu Santo, de modo que, al realizar el hombre las obras de Dios, se crea que el propio Dios habita en él por la gracia. Por esto se dice en Ga 3, 5: El que os otorga el Espíritu y obra milagros entre vosotros. Y ambas cosas debían ser manifestadas a los hombres acerca de Cristo, a saber: Que Dios estaba en Él por la gracia no de adopción sino de unión, y que su doctrina sobrenatural provenía de Dios. Y por estos motivos fue convenientísimo que hiciera milagros”.
[2] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 515: “Los evangelios fueron escritos por hombres que pertenecieron al grupo de los primeros que tuvieron fe (cf. Mc 1, 1; Jn 21, 24) y quisieron compartirla con otros. Habiendo conocido por la fe quién es Jesús, pudieron ver y hacer ver los rasgos de su misterio durante toda su vida terrena. Desde los pañales de su natividad (Lc 2, 7) hasta el vinagre de su Pasión (cf. Mt 27, 48) y el sudario de su Resurrección (cf. Jn 20, 7), todo en la vida de Jesús es signo de su misterio. A través de sus gestos, sus milagros y sus palabras, se ha revelado que “en él reside toda la plenitud de la Divinidad corporalmente” (Col 2, 9). Su humanidad aparece así como el “sacramento”, es decir, el signo y el instrumento de su divinidad y de la salvación que trae consigo: lo que había de visible en su vida terrena conduce al misterio invisible de su filiación divina y de su misión redentora”.
[3] León XIII, Encíclica Satis Cognitum, n. 13, 29 de junio de 1896: “Jesucristo prueba, por la virtud de sus milagros, su divinidad y su misión divina; habla al pueblo para instruirle en las cosas del cielo y exige absolutamente que se preste entera fe a sus enseñanzas; lo exige bajo la sanción de recompensas o de penas eternas. […] Todo lo que ordena, lo ordena con la misma autoridad; en el asentimiento de espíritu que exige, no exceptúa nada, nada distingue. Aquellos, pues, que escuchaban a Jesús, si querían salvarse, tenían el deber no sólo de aceptar en general toda su doctrina, sino de asentir plenamente a cada una de las cosas que enseñaba. Negarse a creer, aunque sólo fuera en un punto, a Dios cuando habla es contrario a la razón”.
[4] Denzinger-Hünermann 3009. Concilio Vaticano I, sesión III, Constitución Dogmática sobre la Fe, 24 de abril de 1870: “[La fe es conforme a la razón]. Sin embargo, para que el obsequio de nuestra fe fuera conforme a la razón (cf. Rm 12, 1), quiso Dios que a los auxilios internos del Espíritu Santo se juntaran argumentos externos de su revelación, a saber, hechos divinos y, ante todo, los milagros y las profecías que, mostrando de consuno luminosamente la omnipotencia y ciencia infinita de Dios, son signos certísimos y acomodados a la inteligencia de todos, de la revelación divina [Can. 3 y 4]. Por eso, tanto Moisés y los profetas, como sobre todo el mismo Cristo Señor, hicieron y pronunciaron muchos y clarísimos milagros y profecías; y de los Apóstoles leemos: Y ellos marcharon y predicaron por todas partes, cooperando el Señor y confirmando su palabra con los signos que se seguían” (Mc 16, 20).
[5] Juan Pablo II. Audiencia general, n. 1, 2 de diciembre de 1987: “Por muchas que sean las discusiones que se puedan entablar o, de hecho, se hayan entablado acerca de los milagros (a las que, por otra parte, han dado respuesta los apologistas cristianos), es cierto que no se pueden separar los “milagros, prodigios y señales”, atribuidos a Jesús e incluso a sus Apóstoles y discípulos que obraban “en su nombre”, del contexto auténtico del Evangelio.[…] Cualesquiera que hayan sido en los tiempos sucesivos las contestaciones, de las fuentes genuinas de la vida y enseñanza de Jesús emerge una primera certeza: los Apóstoles, los Evangelistas y toda la Iglesia primitiva veían en cada uno de los milagros el supremo poder de Cristo sobre la naturaleza y sobre las leyes”.
[6] Juan Pablo II. Audiencia general, n. 3, 11 de noviembre de 1987: “El análisis no sólo del texto, sino también del contexto, habla a favor de su carácter “histórico”, atestigua que son hechos ocurridos en realidad, y verdaderamente realizados por Cristo. Quien se acerca a ellos con honradez intelectual y pericia científica, no puede desembarazarse de éstos con cualquier palabra, como de puras invenciones posteriores. A este propósito está bien observar que esos hechos no sólo son atestiguados y narrados por los Apóstoles y por los discípulos de Jesús, sino que también son confirmados en muchos casos por sus adversarios. Por ejemplo, es muy significativo que estos últimos no negaran los milagros realizados por Jesús, sino que más bien pretendieran atribuirlos al poder del “demonio”.
[7] Cfr. Juan Pablo II. Audiencia general, n. 6, 11 de noviembre de 1987: “El análisis no sólo del texto, sino también del contexto, habla a favor de su carácter “histórico”, atestigua que son hechos ocurridos en realidad, y verdaderamente realizados por Cristo. Quien se acerca a ellos con honradez intelectual y pericia científica, no puede desembarazarse de éstos con cualquier palabra, como de puras invenciones posteriores. A este propósito está bien observar que esos hechos no sólo son atestiguados y narrados por los Apóstoles y por los discípulos de Jesús, sino que también son confirmados en muchos casos por sus adversarios. Por ejemplo, es muy significativo que estos últimos no negaran los milagros realizados por Jesús, sino que más bien pretendieran atribuirlos al poder del “demonio”.
[8] De las Catequesis de san Cirilo de Jerusalén, obispo; Catequesis 1, 2-3. 5-6: PG 33, 371. 375-378.

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