viernes, 4 de septiembre de 2015

“Jesús tocó los oídos y la lengua del sordomudo (…) y lo curó al instante”



(Domingo XXIII - TO - Ciclo B – 2015)
          “Jesús tocó los oídos y la lengua del sordomudo (…) y lo curó al instante” (Mc 7, 31-37). Le presentan a Jesús un sordomudo y le piden que le imponga las manos. Jesús “toca sus oídos con sus dedos y con su saliva toca su lengua”; levanta los ojos al cielo y dice: “Éfata”, que significa “Ábrete”. Inmediatamente, el sordomudo comienza a oír y a hablar. Jesús cura al sordomudo y lo puede hacer, puede curar milagrosamente, con su poder divino, por cuanto Él es el Hombre-Dios; es Dios encarnado en una naturaleza humana, y lo que sucede es que su poder divino se comunica a través de su naturaleza humana –así como la corriente eléctrica pasa a través de un conductor- y es así como la enfermedad –en este caso, la sordera y mudez- desaparecen al instante. Con su omnipotencia, Jesús regenera nuevamente todo el tejido dañado y lo vuelve capaz de recibir las señales sensitivas, en el caso del oído, y de emitir sonidos, en el caso de las cuerdas vocales atrofiadas que originaron la mudez. Es sorprendente el milagro en sí mismo, porque los tejidos del sordomudo, afectados tal vez de nacimiento, o tal vez por alguna patología en su niñez, estaban atrofiados y ahora Jesús, con el solo querer de su voluntad, los regenera a nuevo. No es sorprendente, sin embargo, desde el momento en que Jesús tiene el poder necesario para hacerlo, por cuanto es Dios.
         Ahora bien, esta curación física no es el objetivo último de Jesús: cuando Jesús hace milagros de orden físico, como la curación de esta enfermedad corporal, no lo hace para solo curar el cuerpo, porque a Jesús no le interesa tanto curar el cuerpo, sino el alma; cuando Jesús hace un milagro de este tipo, es para despertar la fe en el orden espiritual y es esto lo que efectivamente sucede, tanto en el sordomudo curado, como en quienes observan la escena: proclaman la gloria de Dios que se manifiesta en Jesús. Jesús cura al sordomudo, pero al mismo tiempo, despierta la fe en Él en quienes observan el milagro.
         Esta curación del sordomudo tiene entonces, como objetivo final, el despertar a la fe, es decir, el curar otra sordomudez, en este caso, espiritual, y es la sordera para escuchar la Palabra de Dios y la mudez para proclamar la Palabra de Dios. La curación milagrosa del sordomudo es, por lo tanto, la figura y el preludio de la curación de la sordera y de la mudez espiritual que se verifican en el Bautismo sacramental, en el que la Iglesia adopta el mismo signo de Jesús sobre los oídos y los labios y también su misma oración, pidiendo que los sentidos se abran al Evangelio. En efecto, en el bautismo sacramental, el sacerdote traza la señal de la cruz en los oídos y en los labios, al tiempo que reza una oración en la que pide que estos sentidos se abran a la Buena Noticia de Jesús. El cristiano, por lo tanto, no es “sordomudo” espiritual, porque Jesús ha trazado, por medio del sacerdote ministerial, en su bautismo sacramental, la señal de la cruz, que le ha abierto los oídos y los labios del alma, para escuchar la Palabra de Dios y para proclamarla. Es por eso que el Apóstol exhorta a proclamar la Palabra de Dios “a tiempo y a destiempo” (cfr. 2 Tim 4, 2), y si lo hace, es porque considera que el cristiano tiene aptos los sentidos espirituales para hacerlo.
En el bautismo sacramental, el cristiano ha recibido un milagro infinitamente más grande que el milagro que recibió el sordomudo del Evangelio, porque ha recibido el don de la apertura de sus sentidos espirituales a la Palabra de Dios; sus oídos espirituales están capacitados para escuchar la maravillosa noticia de la Encarnación del Verbo y de su misterio pascual de muerte y resurrección, misterio por el cual habrá de conducir a todos los hombres que lo acepten como su Mesías y Redentor, al Reino de los cielos y están abiertos para “proclamar las maravillas de Dios”, como lo decimos en el Prefacio I de los Domingos[1]. Todavía más, el cristiano ha recibido la apertura de la mente a los misterios del Hombre-Dios Jesucristo, cuando el sacerdote traza el signo de la cruz con el óleo perfumado sobre la cabeza del bautizando, y recibe la apertura de su corazón al Amor de Dios, cuando traza sobre el pecho del que se bautiza, la señal de la cruz del Salvador.
El Prefacio I del Misal Romano dice que los cristianos están llamados a “proclamar las maravillas de Dios”, porque el cristiano ha recibido el don de tener abiertos sus sentidos espirituales que le permiten proclamar las maravillas de Dios, como es que el Verbo de Dios hable a través del sacerdote ministerial y pronuncie las palabras de la consagración, dándoles el poder divino de convertir las materias muertas del pan y del vino en la Carne gloriosa y resucitada del Cordero de Dios; el cristiano ha recibido el don de proclamar la Buena Noticia a los hombres, don que lo capacita para gritar desde las azoteas que el Verbo de Dios ha muerto en cruz, ha resucitado y está en la Eucaristía; el cristiano ha recibido el don de la apertura de su lengua, para no callar ante los atropellos, las indiferencias, los sacrilegios y las blasfemias que el Verbo de Dios recibe, continuamente, día a día, en la Eucaristía, por parte de los hombres mundanos que niegan su Presencia, niegan su condición de ser Rey de los hombres y que así construyen, todos los días, un mundo que se aleja cada vez más de Dios y de sus Mandamientos. El cristiano ha recibido el don de tener sus oídos abiertos y su boca abierta, para que proclamen al mundo que el Verbo de Dios humanado renueva su sacrificio en la cruz, cada vez, de modo incruento, en la Santa Misa, y que entrega su Cuerpo en la Eucaristía y derrama su Sangre en el cáliz, para perdonar los pecados de los hombres, dar la vida eterna a las almas y conducirlas al Reino de los cielos. El cristiano ha recibido el don de la apertura de sus sentidos espirituales en el bautismo, para proclamar que el mundo debe ser construido sobre la base de los Mandamientos de Dios, y no sobre palabras humanas. El cristiano ha recibido entonces en el bautismo la capacidad de escuchar la voz del Verbo, que habla a través de la Liturgia de la Palabra, en la Santa Misa, y que habla a través del Magisterio de la Iglesia, a través del Catecismo, a través de los documentos de los Papas y los obispos a Él unidos y que habla a través de los Mandamientos de la Ley de Dios. El cristiano tiene abierto el oído, desde el bautismo, para escuchar la voz de Dios, que nos habla de diversas maneras, pero sobre todo en los Mandamientos. El cristiano tiene los oídos del alma abiertos para escuchar claramente los Mandamientos de la Ley de Dios –el primero de todos, el dado por Jesús en la Última Cena: “Ámense los unos a los otros, como Yo los he amado”-, pero muchos cristianos se convierten en sordos espirituales por libre decisión, porque no quieren escuchar la voz de Dios que les habla a través de los Mandamientos, porque esto significa cambiar radicalmente de vida, y así prefieren continuar, haciendo oídos sordos a la Palabra de Dios, con sus vidas de paganos. Y si no escuchan la Palabra de Dios, mucho menos la proclamarán, por lo que estos cristianos son sordos y mudos espirituales, pero por libre elección.
“Jesús tocó los oídos y la lengua del sordomudo (…) y lo curó al instante”. En el Evangelio, Jesús cura a un sordomudo corporal; por el bautismo sacramental, cura la sordera y la mudez espiritual y capacita a los hijos de Dios para que escuchen y proclamen la Palabra de Dios. Sin embargo, a juzgar por lo que sucede en nuestros días, muchos cristianos se comportan como sordos a la Palabra de Dios, porque fingen no escucharla, y se comportan como mudos, porque fingen no poder proclamar la Palabra de Dios, que se proclama, más que con palabras, con obras de misericordia. Muchos cristianos se vuelven sordos y mudos espirituales, por libre decisión, al taparse los oídos frente a lo que la Palabra de Dios le pide, y lo hacen para no proclamar la Palabra y así se callan frente al mundo ateo, agnóstico, materialista, hedonista y relativista, que ataca a la Iglesia y a Jesucristo. Se vuelven sordos y mudos por temor a los hombres y esa es la razón por la cual el mundo se rige, en nuestros días, por leyes inicuas, como las del aborto, la eutanasia, la fecundación artificial y tantas otras leyes más que atentan contra la vida humana constituyendo pecados que claman al cielo, al violentar ante todo la Justicia Divina y todo esto sucede por los cristianos que se vuelven sordos espirituales por libre decisión, haciendo realidad el dicho que dice: “No hay peor sordo que el que no quiere escuchar”; pero se convierten también en perros mudos que callan voluntariamente ante la presencia del mal para no tener problemas y así permiten que el mal avance sobre los hombres, como un lobo que avanza sobre el rebaño, porque el perro mudo, que debería advertir al pastor con sus ladridos, se calla por miedo al lobo.
Muchos cristianos se tapan los oídos para no escuchar la Palabra de Dios y callan, por respetos humanos, cuando deberían gritar desde las azoteas, que el mundo ha olvidado a Dios y a su Mesías, Cristo Jesús. Sin embargo, los cristianos sordos para escuchar la Palabra de Dios y mudos para proclamarla, deberán escuchar, en silencio y sin poder decir ni una palabra, a esa misma Palabra de Dios encarnada, Jesucristo, pronunciarse sobre ellos, el Día del Juicio Final: “Por haberme negado delante de los hombres, Yo te niego delante de mi Padre” (Mt 10, 33). No seamos sordos a la Palabra de Dios, escuchémosla y pongámosla en práctica, obrando las obras de los hijos de la luz, las obras de misericordia.




[1] Cfr. Misal Romano.

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