jueves, 14 de enero de 2016

“Lo quiero, queda purificado”


“Lo quiero, queda purificado” (Mc 1, 40-45). Jesús cura a un leproso. La escena, real, tiene sin embargo un significado sobrenatural: la lepra es figura del pecado: así como la lepra, provocada por un bacilo, destruye de manera insensible pero progresiva y sin detenimiento, el cuerpo, así el pecado, insensiblemente, destruye la vida del alma, hasta darle muerte final. Al curar al enfermo leproso, Jesús anticipa aquello que hará a nivel espiritual: Él es el Cordero de Dios que, al precio altísimo de su Sangre derramada en la cruz, quitará el pecado del alma del hombre, esa mancha oscura que impregna de malicia y de rebelión contra Dios, a su corazón. Por esto es que, entonces, la curación de la enfermedad corporal –en este caso, la lepra-, no es, de ninguna manera, el objetivo final de la misión de Jesucristo en la tierra y, en consecuencia, tampoco lo es el de la Iglesia. Sin embargo, tampoco es el objetivo final del Verbo de Dios Encarnado, la curación de la enfermedad espiritual, porque si bien Jesús quita aquello que enferma al alma con la desobediencia y la falta de amor a Dios, que es el pecado, y si bien Él es, como lo enseña la Iglesia, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, el hecho de quitar el pecado –un don grandioso, maravilloso e inmerecido para el hombre-, con todo, es sólo el prolegómeno de un don de la Misericordia Divina inimaginable e impensable: el don de la filiación divina, que hace vivir al hombre con la vida nueva de los hijos de Dios. Esto también está anticipado en la curación del leproso: así como el leproso, luego de ser curado, comienza a vivir una vida nueva, la vida sin la enfermedad de la lepra, la vida sana, así también, aquel a quien Jesucristo le quita el pecado, comienza a vivir la vida nueva, la vida de la gracia. Todos nosotros estamos representados en el leproso que recibe la curación y la vida nueva, porque a todos nosotros, Jesucristo nos quita el pecado con su Sangre Preciosísima, derramada en la cruz y vertida en el alma por medio del Bautismo sacramental y el Sacramento de la Confesión, y todos nosotros hemos recibido la vida nueva de la gracia, la vida de los hijos de Dios. Entonces, como el leproso del Evangelio, que “proclamaba a todo el mundo” el don recibido, también nosotros proclamemos al mundo, con el ejemplo de vida, la Divina Misericordia derramada en nuestras almas.

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