jueves, 7 de enero de 2016

“Sobre el pueblo que habitaba en tinieblas de sombra y muerte brilló una gran luz”


“Sobre el pueblo que habitaba en tinieblas de sombra y muerte brilló una gran luz” (Mt 4, 12-17. 23-25). Jesús se establece en Cafarnaúm y lo hace para que se cumpla la profecía de Isaías: “Sobre el pueblo que habitaba en tinieblas de sombra y muerte brilló una gran luz”. Ahora bien, Jesús se establece en un lugar determinado, según el Evangelio, “en Cafarnaúm, a orillas del lago, en los confines de Zabulón y Neftalí”. Por lo tanto, se podría pensar que la profecía de Isaías se refiere a solo esta pequeña parte de la población de la tierra, la cual sería la única beneficiada por la “gran luz”. Sin embargo, es obvio que no es así, puesto que “el pueblo que habita en sombras de muerte”, no es ni el pueblo que habitaba en esa región de Cafarnaúm, ni el Pueblo Elegido, sino toda la humanidad. De la misma manera, las “sombras de muerte” en las que vive sumergida la humanidad, no son las sombras provocadas por la noche cosmológica, que sobreviene en la tierra cuando se oculta el sol: se trata de “sombras de muerte”, es decir, por un lado, es la sombra del pecado, esa mancha oscura que sumerge en las tinieblas a todo hombre que nace en esta tierra, ocultándolo de los rayos vivificantes de ese Sol de justicia que es Dios. Por otro lado, las “sombras de muerte” que envuelven en las tinieblas a los hombres, son también los ángeles caídos, sombras vivientes que habitan en el infierno y que salen de él para acechar a los hombres, tentarlos y procurar que caigan en el pecado mortal y que mueran en pecado mortal, para así lograr su condenación eterna. Y con relación a la “gran luz” que ilumina a toda la humanidad, no se trata de ninguna luz creada, puesto que es la luz de Cristo, el Hombre-Dios; es la luz que brota de su Ser divino trinitario y que por lo mismo, es una luz nueva, desconocida y distinta a toda luz conocida por la creatura: una luz viva, que vivifica con la vida misma de Dios Trino a todo aquel que ilumina. La “gran luz” que ilumina a los pueblos todos, a toda la humanidad, no es una luz de este mundo; no es una luz artificial, sino una luz Increada, porque se trata de la Luz Eterna de Dios, de Dios, que es Luz en sí mismo.

“Sobre el pueblo que habitaba en tinieblas de sombra y muerte brilló una gran luz”. La Luz de Cristo, que brota de su Ser divino trinitario, no solo disipa a las “sombras de muerte”, sino que, ante todo, ilumina y vivifica, con la vida misma de la Trinidad, a quien a Él se acerque, con fe y con amor. La misma luz eterna que brilló en el Pesebre de Belén y que manifestó la Presencia de “Dios entre nosotros”, es la misma luz eterna que brilla desde la Eucaristía, porque la Eucaristía es ese Emmanuel, ese “Dios con nosotros” (cfr. Is 7, 14), que vino a nuestro mundo como Niño en Belén, Casa de Pan, para permanecer entre nosotros como Eucaristía, como “Pan Vivo bajado del cielo” (cfr. Jn 6, 31-60).

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