sábado, 30 de enero de 2016

“Todos estaban admirados por sus palabras de gracia (…) Se enfurecieron y quisieron despeñarlo”



(Domingo IV - TO - Ciclo C – 2016)
         
     “Todos estaban admirados por sus palabras de gracia (…) Se enfurecieron y quisieron despeñarlo” (Lc 4, 21-30).
         Sorprende el cambio radical de sentimientos y de actitud por parte de aquellos a quienes predica Jesús. En un primer momento, todos están “admirados” por su sabiduría; en un segundo momento, “todos se enfurecen” y de tal manera, que quieren matar a Jesús, arrojándolo por el precipicio.
         ¿Cuál es la causa de este cambio radical en sus ánimos e intenciones?
         Para entender el porqué del cambio radical de ánimo –de la admiración por sus palabras al deseo de quitarle la vida- hay que reflexionar en los episodios de los profetas Elías y Eliseo que recuerda Jesús: en ambos casos, los profetas son enviados, no a los miembros del Pueblo Elegido -es decir, a los que creían en un Único Dios-, sino a los paganos, la viuda de Sarepta y el leproso llamado Naamán el sirio. Ambos paganos, a pesar de no pertenecer al Pueblo Elegido, se comportan con caridad –la viuda de Sarepta, porque auxilia al profeta- y con piedad –el leproso, porque cree en la palabra del enviado de Dios-, con lo cual, como dice Jesús, se vuelven merecedores de los favores de Dios.
         Lo que Jesús les quiere decir -si bien indirectamente- a quienes lo escuchan, miembros del Pueblo Elegido, al traer a la memoria ambos episodios, es precisamente este hecho, el de haber recibido, de parte de Dios, un amor de predilección al haberlos elegido para que formen parte del Pueblo de Dios, pero ellos han sido infieles a este Amor de Dios, al endurecer sus corazones, faltos de caridad y de piedad, que es lo que sí demostraron tener los paganos, la viuda de Sarepta y el leproso Naamán el sirio. Esta dureza de corazón es lo que hace que no sean gratos a los ojos de Dios y que por lo tanto, no reciban de Él sus favores, como sí lo recibieron los paganos.
En otras palabras, lo que Jesús les quiere decir es que no es la pertenencia formal al Pueblo Elegido, lo que les vale el favor de Dios, sino esa pertenencia, más la caridad y la piedad, como los paganos, la viuda y el leproso. Dios da sus favores a estos últimos porque demostraron con sus obras ser verdaderamente hombres de religión: la viuda de Sarepta que ayudó a Elías y el leproso curado, demostraron caridad y piedad, respectivamente, que forman parte de la  virtud de la religión y es en lo que constituye la esencia del acto religioso. Sin caridad y sin piedad, la religión y los actos religiosos –y la persona que se dice religiosa- se vuelven vacíos, duros, fríos, y no son agradables a Dios. Todavía más, reaccionar con enojo frente a la corrección de algo que estamos haciendo mal, como lo hacen los que escuchan a Jesús en el pasaje del Evangelio, es índice muy claro de ausencia del Espíritu Santo en un alma, y es señal también de un alto grado de soberbia. La humildad y la mansedumbre del corazón son, por el contrario, señales de un corazón similar al Corazón de Jesús, manso y humilde.

         No debemos pensar que Jesús habla solamente a quienes lo escuchaban en ese momento: también nos hace a nosotros el mismo reproche; no tenemos que pensar que, por pertenecer a la Iglesia Católica, por estar  bautizados y por asistir a Misa, somos gratos a Dios: esto, sí, es sumamente necesario, pero es igualmente necesario poseer la caridad –el amor sobrenatural a Dios y al prójimo- y la piedad. Sólo siguiendo el ejemplo de los paganos citados por Jesús, la viuda de Sarepta y el leproso Naamán, el sirio, sólo así, nos aseguraremos de ser gratos a Dios y de ser merecedores de su favor. 

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