martes, 16 de febrero de 2016

“Cuando ustedes oren, no hagan como los paganos (…) Oren así: ‘Padrenuestro que estás en los cielos…’”


         “Cuando ustedes oren, no hagan como los paganos (…) Oren así: ‘Padrenuestro que estás en los cielos…’” (Mc 6, 7-15). Jesús enseña a sus discípulos a orar y da dos indicaciones acerca de cómo debe orar un cristiano: por un lado, debe ser una oración que se diferencie de la “oración de los paganos”, quienes “creen que oran porque hablan mucho”, con lo cual Jesús quiere dar a entender la vacuidad en el orar a deidades demoníacas, como es propio del paganismo, y una oración así no es escuchada por Dios: “Cuando oren, no hablen mucho, como hacen los paganos: ellos creen que por mucho hablar serán escuchados”. Entonces, por exclusión y en el polo opuesto a las oraciones realizadas por los paganos –la oración mecánica, fría, sin amor por el Dios verdadero-, se encuentra la oración del cristiano, la cual, para ser auténtica –y para que sea escuchada por Dios-, debe nacer del corazón, lo que quiere decir que debe ser una oración hecha con amor y la razón de esto es que “Dios es Amor” (1 Jn 4, 8) y, por lo tanto, sólo escucha las oraciones hechas con amor.
La otra indicación para orar es que los cristianos, desde ahora en adelante, pueden llamar a Dios “Padre”: “Ustedes oren de esta manera: Padre nuestro, que estás en el cielo”. Ahora bien, también los judíos llamaban a Dios “Padre”, pero la diferencia con la paternidad de Dios a partir de Jesucristo, es que ahora Dios es “verdaderamente” –ontológicamente, podríamos decir- Padre, porque la gracia santificante comunicada por Jesucristo hace al alma participar de la filiación divina del Hijo de Dios, de manera tal que el bautizado es hecho “verdaderamente” –ontológicamente- hijo de Dios por el bautismo debido a que precisamente recibe la participación en la filiación divina con la cual el mismo Jesucristo es Hijo de Dios desde la eternidad. En otras palabras, el llamar “Padre” a Dios no es, para el bautizado en la Iglesia Católica, una cuestión de sentimentalismo: a partir del momento en el que recibe el bautismo, el católico se convierte en verdadero hijo de Dios al recibir la participación en la filiación divina del Hijo Unigénito de Dios, Jesucristo. Los otros hombres –los no bautizados- sólo son “hijos de Dios” de modo genérico, en el sentido de que son creación de Dios, pero no son hijos de Dios en el mismo sentido y en el mismo grado que los católicos, que recibieron el bautismo sacramental.
         “Cuando ustedes oren…”. Dos indicaciones, entonces, de Jesús, para la oración verdaderamente cristiana: debe ser hecha con amor y no debe ser una mera repetición mecánica; debe ser dirigida a Dios con un sentimiento realmente filial porque, por Jesucristo, hemos sido adoptados como hijos verdaderamente suyos y por lo tanto es verdaderamente nuestro “Padre”.
Entonces, surge la pregunta: si así debe ser la oración de los cristianos -surgida desde lo más profundo del corazón y con sentimiento de hijos verdaderos-, ¿cuál es, de entre todas las oraciones, la oración más perfecta? La oración más perfecta, es decir, la que se realiza con amor infinito y eterno a Dios y con un sentido verdaderamente filial, es la Santa Misa, porque allí Jesucristo, el Hijo de Dios, ama al Padre con un amor infinito y eterno, el Amor que inhabita en su Sagrado Corazón y le da gracias por haber salvado a los hombres por medio del Santo Sacrificio de la Cruz, renovado en forma incruenta y sacramental sobre el altar, al entregar su Cuerpo en la Eucaristía y derramar su Sangre en el cáliz. Entonces, uniéndonos a Jesucristo en el Santo Sacrificio del Altar, damos a Dios la más perfecta oración cristiana, la oración de acción de gracias del Hijo de Dios, que nace de su Sagrado Corazón y se eleva al Padre por el Amor de Dios, el Espíritu Santo.

         

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