sábado, 6 de febrero de 2016

“Navega mar adentro y echa las redes”


(Domingo V - TO - Ciclo C – 2016)
         “Navega mar adentro y echa las redes” (Lc 5, 1-11). En este Evangelio llamado “de la primera pesca milagrosa”, hay en realidad dos pescas: una primera, hecha por Pedro y sus discípulos, sin Cristo, de noche, en la que no logran pescar nada; una segunda, milagrosa, de día, con Cristo, en la que pescan con abundancia. Jesús realiza por lo tanto un gran milagro, que es el de atraer los peces a la red. La escena evangélica, sucedida realmente, tiene además un significado espiritual y sobrenatural; para poder aprehenderlo, hay que considerar que cada elemento terreno, real, remite a una realidad sobrenatural. Así, por ejemplo: la barca de Pedro, a la que sube Cristo, es la Iglesia Católica, conducida por el Vicario de Cristo, el Papa, bajo las órdenes de su Cabeza, el Hombre-Dios Jesucristo; el mar, es el mundo y la historia humana; la noche significan las tinieblas del pecado, del error y de la ignorancia, además de las tinieblas vivientes, los demonios, que acechan a la Iglesia y la perturban en su tarea de salvar almas; el día –la hora de la mañana en la que se lleva a cabo la pesca milagrosa-, caracterizado por la iluminación con la luz del sol, significa la Iglesia iluminada por la luz de la resurrección de Cristo, el Sol de justicia que ilumina el mundo con su luz eterna desde el Domingo de Resurrección y significa por lo tanto el triunfo de Cristo, muerto en cruz y resucitado, sobre los enemigos mortales de la humanidad, las tinieblas que son el demonio, la muerte y el pecado; los peces en el mar, son los hombres a los que no se ha predicado el Evangelio; la red echada en el mar, con la cual se atrapan los peces, es el Evangelio de Jesucristo predicado por el Magisterio eclesiástico, con el cual la Iglesia salva las almas de los hombres; como toda pesca, y aunque no aparezca en este episodio, los pescadores separan a los peces buenos de aquellos que están muertos: los pescadores son los ángeles de Dios, que en el Día del Juicio Final, y bajo las órdenes del Sumo y Eterno Juez Jesucristo, separarán a los hombres buenos, aquellos en quienes la Palabra de Dios dio fruto en un treinta, sesenta y ciento por uno, de los peces malos, es decir, aquellos hombres muertos a la gracia y destinados a la condenación, por no haber creído en Jesucristo; la pesca infructuosa, realizada de noche, sin Jesucristo en la barca, significan los esfuerzos apostólicos de la Iglesia que no están precedidos por la oración y que por lo tanto no cuentan con el favor de Dios, pero también significa una Iglesia sin Cristo; la pesca milagrosa, realizada en una hora y en un lugar no aconsejados para la pesca, pero que a pesar de eso consigue abundancia de peces y realizada con Cristo en la Barca de Pedro, es la Iglesia que, junto al Vicario de Cristo sigue sus mandatos, y significa que los esfuerzos apostólicos, misioneros y evangelizadores de la Iglesia, aunque realizados en condiciones humanamente imposibles, obtienen sin embargo la conversión de numerosas almas, porque el que convierte los corazones con su gracia, es Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote.
         Hay dos pescas en el Evangelio, entonces: una infructuosa, de noche, sin la guía de Jesucristo, que no logra pescar nada, a pesar de hacerlo en la hora adecuada –la noche- y en el lugar adecuado; la pesca milagrosa, se realiza bajo las órdenes de Cristo, y obtiene numerosísimos peces, indicando así que no somos nosotros quienes atraemos a las almas, sino Jesús, aunque el hecho de que Jesús atraiga las almas por medio del trabajo de Pedro y los demás Apóstoles, indica que Él quiere atraer a las almas mediante nuestro trabajo apostólico en su Iglesia.
         El Evangelio de las dos pescas –la infructuosa, sin Cristo, y la milagrosa y abundante, con Cristo-, nos enseña que, tanto en la vida personal, como en la vida de la Iglesia, “nada podemos sin Cristo”, Presente en la Eucaristía: “Sin Mí, nada podéis hacer” (Jn 15, 5).
         Ahora bien, hay otro elemento para considerar, y es que cuando Pedro se da cuenta de que Cristo acaba de hacer un gran milagro y que por lo tanto es Dios Encarnado, se postra ante Jesús y le dice: “Apártate de mí, Señor, que soy un pecador”. Nosotros, reconociendo también en Jesucristo su condición de Hombre-Dios, también nos postramos ante Él, pero no le pedimos que se aparte de nosotros, sino que se quede con nosotros, porque somos pecadores y queremos ser convertidos por su gracia. Es por eso que le decimos: “Señor Jesús, no te apartes de mí, porque soy pecador. Quédate conmigo, quédate en mí, yo soy uno de los peces atrapados por la red de tu Palabra de Vida eterna. Quédate conmigo, entra en mi corazón por la Eucaristía y santifica mi alma con tu gracia, conviérteme en Ti, en una imagen viviente tuya. Jesús Eucaristía, no te apartes de mí, que soy un pecador. Quédate conmigo, y no te apartes nunca de mí”.


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