viernes, 18 de marzo de 2016

Domingo de Ramos


(Domingo de Ramos - Ciclo C – 2016)

         Días antes de su Pasión, Jesús es recibido triunfalmente en Jerusalén: montado en una cría de asno, Jesús es aclamado por los habitantes de Jerusalén, quienes exultan de gozo y de alegría ante su Presencia, dándole títulos mesiánicos como “Hijo de David”, extendiendo mantos a modo de alfombra, agitando palmas y entonando cánticos de triunfo, de gozo, de alegría (cfr. Lc 22, 7. 14-23. 56). Todos, sin excepción, han recibido algún milagro de Jesús, y es por eso que, jubilosos, lo reconocen como al Mesías. Sin embargo, esta misma multitud, que lo recibe a su ingreso a Jerusalén de modo triunfal, es la misma multitud que, días después, lo acusará injustamente de proclamarse Dios, lo condenará a muerte, pidiendo que “su Sangre caiga” sobre ellos (cfr. Mt 27, 25), lo coronará de espinas, lo flagelará, y finalmente, lo crucificará, luego de hacerle pasar una dolorosísima y cruenta agonía. El Viernes Santo, la multitud parecerá haber sufrido una profunda amnesia, que les hace olvidar todos los beneficios de Jesús, al tiempo que la alegría por su Presencia, es reemplazada por un odio deicida que no se explica por meras pasiones humanas. La misma multitud que el Domingo lo hosanna, es la misma multitud que el Viernes Santo lo maldice y lo crucifica. Es decir, mientras el Domingo de Ramos la multitud lo recibe jubilosa en su ingreso a Jerusalén, el Viernes Santo, por el contrario, expulsará a Jesús de la Ciudad Santa, para conducirlo al Monte Calvario y darle muerte por medio de la muerte más dolorosa, cruenta y humillante jamás inventada por la malicia del hombre, la crucifixión.
         ¿A qué se debe este cambio radical en el ánimo de los habitantes de Jerusalén?
         Para responder a esta pregunta, debemos considerar que en las escenas evangélicas están representadas realidades espirituales. Así, la Ciudad Santa de Jerusalén, representa al alma, santificada por la gracia de Jesús: sus habitantes, que reciben jubilosos a Jesús abriéndole de par en par las puertas de la ciudad, que lo aclaman como al Mesías, que recuerdan los prodigios y milagros que para ellos realizó, es el alma que, por la gracia, reconoce en Jesús al Salvador de los hombres y que le abre las puertas de su corazón, entronizándolo como a su Rey.
         Por el contrario, la multitud que desconoce a Jesús el Viernes Santo, que pide su muerte, que pide su sangre, que lo corona de espinas, lo flagela, lo insulta y lo crucifica, es esa misma alma que, enceguecida por el pecado, expulsa a Jesús de su corazón y lo crucifica con la malicia del pecado. La Ciudad Santa que expulsa a Jesús el Viernes Santo, es el alma en pecado, sobre todo en pecado mortal, que quita a Jesús el lugar merecido que en ella tenía, y no lo reconoce más como a su Rey y Salvador.
         Los integrantes de la multitud, por lo tanto, somos nosotros, los cristianos, que hemos recibido todos, sin excepción alguna, dones inimaginables, comenzando por el bautismo, siguiendo luego por la Comunión Eucarística y la Confirmación, sin contar con todos los otros beneficios de todo tipo, materiales y espirituales, naturales y sobrenaturales, cuya sola enumeración llevaría horas y horas. Esos habitantes de Jerusalén que expulsan a Jesús somos los cristianos cuando nos dejamos seducir por las tentaciones del mundo y caemos en el pecado, expulsando así a Jesús de nuestros corazones y crucificándolo, toda vez que cometemos un pecado, sobre todo, el pecado mortal.

         Al hacer memoria litúrgica del Domingo de Ramos los cristianos debemos ser conscientes de que las hosannas, los cantos de alabanza y el reconocimiento de Jesús como nuestro Rey, Mesías y Salvador, es obra de la gracia, y que el desconocimiento de Jesús, su condena y su crucifixión, son obra de nuestra libertad, de nuestro corazón y de nuestras manos, toda vez que consentimos a la tentación y caemos en el pecado. Tengamos siempre presente estas dos escenas evangélicas, la del ingreso triunfal en Jerusalén el Domingo de Ramos, y la expulsión para darle muerte cruel el Viernes Santo, para que seamos capaces de preferir la muerte terrena antes que expulsar de nuestros corazones, por causa del pecado, a Nuestro Rey, Jesucristo, el Hombre-Dios.

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