martes, 26 de abril de 2016

“Os dejo la paz, os doy mi propia paz”


“Os dejo la paz, os doy mi propia paz” (Jn 14, 27). Antes de sufrir su Pasión, Jesús deja a su Iglesia uno de los más preciados dones para la humanidad entera: la paz. ¿De qué paz se trata? Jesús mismo nos encamina a la respuesta: la paz que deja a su Iglesia es su paz, que es la paz de Dios; no es la paz del mundo, como Él mismo lo dice: “Os dejo la paz, os doy mi propia paz, pero no como la da el mundo”. Jesús establece una diferencia neta entre la “paz del mundo” y la “paz de Dios”, que es la que da Él. ¿Cuáles son estas diferencias? Ante todo, la paz del mundo es extrínseca al hombre y no compromete su interior; es decir, el mundo da una paz que podríamos llamar “social”, pero que no apacigua el espíritu del hombre. Otra diferencia está en aquello que causa la paz: en el mundo, la paz significa mera ausencia de conflictos, sin comprometer el estado espiritual del hombre: así, puede haber paz social –por un acuerdo entre los miembros de la sociedad, por tratados civiles, etc.-, pero puesto que esto se refiere sólo a lo externo, la paz del mundo coexiste con un estado de violencia interior en el hombre. Por el contrario, la paz de Dios, que es la que da Cristo Jesús, es eminentemente espiritual e interior, y está causada por la gracia santificante, que quita de raíz aquello que enemista al hombre con Dios y le quita la paz: el pecado. Pero no solo esto: al quitar el pecado, la gracia apacigua y pacifica al alma, porque la hace partícipe de la naturaleza y de la vida de Dios, que es paz en sí mismo. La paz de Cristo es entonces la verdadera paz que necesita el hombre, porque no solo quita el factor de enemistad con Dios –el pecado-, sino que lo colma sobreabundantemente con la vida divina misma, al conceder la participación en la naturaleza de Dios. En otras palabras, el hombre que recibe la gracia santificante de Jesucristo, no solo ve eliminada la barrera que lo separaba y enemistaba con Dios, quitándole la paz, sino que ahora está unido a Dios por el Espíritu Santo, el Espíritu de Dios, que es pacífico en sí mismo al ser Él es la Paz Increada.

“Os dejo la paz, os doy mi propia paz”. Desde la cruz, Jesús nos dona la paz con su Sangre derramada; por la Eucaristía, Jesús derrama su paz, no la paz del mundo, sino la paz de Dios, sobre quienes lo reciben con fe y con amor. Entonces, es esta paz, la paz de Dios que el alma recibe de Jesucristo, la que el cristiano debe dar a su prójimo; todo cristiano debería decir a su prójimo -más con obras de misericordia que con palabras-: “Te doy la paz de Cristo, te dejo la paz de Cristo, la paz que Él me dio al lavar mis pecados con su Sangre y al donarme su vida divina con su sacrificio en cruz”.

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