sábado, 14 de mayo de 2016

Solemnidad de Pentecostés


(Ciclo C – 2016)

         En cumplimiento de sus promesas, de que enviaría el Paráclito, Jesús envía al Espíritu Santo sobre su Iglesia reunida en oración –María Santísima y los Apóstoles-, el cual se manifiesta como “lenguas de fuego” (cfr. Hch 2, 1-11). De esta manera, Jesús finaliza su misterio pascual, aunque el Amor de Dios está también en el inicio, lo cual quiere decir que tanto la causa de la Encarnación, como de su Pasión, Muerte, Resurrección y Ascensión al cielo, fue el envío del Amor de Dios a los hombres, con lo que su envío completa aquello para lo cual fue enviado por su Padre al mundo.
         Ahora bien, una vez enviado a la Iglesia, ¿qué funciones ejercerá el Espíritu Santo, obtenido para la Iglesia al precio de la Sangre Preciosísima del Cordero?
El Espíritu Santo ejercerá una función pedagógica y de memoria del misterio de Jesús, el cual es imposible de ser comprendido y mucho menos creído, sino es por la iluminación interior del Espíritu de Dios: “Les recordará todo lo que les he dicho” (cfr. Jn 14, 26) “Les hablará de Mí” (Jn 15, 26). El Espíritu Santo ilumina la oscuridad de nuestra razón, para que no reduzcamos el misterio del Hombre-Dios al de un revolucionario social, ni el misterio de la Eucaristía a un panecillo bendecido: “Cuál sea la voluntad del que nos otorga su Don, y cuál la naturaleza de este mismo Don: pues, ya que la debilidad de nuestra razón nos hace incapaces de conocer al Padre y al Hijo y nos dificulta el creer en la encarnación de Dios, el Don que es el Espíritu Santo, con su luz, nos ayuda a penetrar en estas verdades. Al recibirlo, pues, se nos da un conocimiento más profundo. Porque, del mismo modo que nuestro cuerpo natural, cuando se ve privado de los estímulos adecuados, permanece inactivo (por ejemplo, los ojos, privados de luz, los oídos, cuando falta el sonido, y el olfato, cuando no hay ningún olor, no ejercen su función propia, no porque dejen de existir por la falta de estímulo, sino porque necesitan este estímulo para actuar), así también nuestra alma, si no recibe por la fe el Don que es el Espíritu, tendrá ciertamente una naturaleza capaz de entender a Dios, pero le faltará la luz para llegar a ese conocimiento”[1]. Es decir, sin el Espíritu Santo, podemos creer en Dios Uno pero no Trino y no podemos creer ni saber que el Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Trinidad, es la que se ha encarnado en Jesús de Nazarety y es quien prolonga su Encarnación en la Eucaristía. Y esto, porque el Don del Espíritu Santo nos ilumina nuestras tinieblas con su luz sobrenatural y divina: “(El Espíritu Santo) es la luz de nuestra mente, el resplandor de nuestro espíritu”[2]. El Espíritu Santo, enviado por Jesús en Pentecostés, es la “luz de nuestro espíritu”, la luz de Dios que ilumina nuestras tinieblas y nos comunica la Sabiduría de Dios, que nos permite conocer a Jesús como Quien Es, la Segunda Persona de la Trinidad Encarnada, y la Eucaristía como lo que Es, esa misma Segunda Persona de la Trinidad Encarnada, oculta a los ojos del cuerpo.
El Espíritu Santo ejercerá una función de santificación, principalmente a través del Sacramento de la Penitencia o Reconciliación: “Reciban el Espíritu Santo, a quienes perdonen los pecados, les serán perdonados” (Jn 20, 23). El Espíritu Santo actuará a través del Sacramento de la Penitencia, quitando los pecados del alma y concediendo la gracia santificante.
         El Espíritu Santo convertirá los cuerpos de los cristianos en sus “templos”, con lo que cada cristiano pasará a ser “templo viviente del Espíritu Santo”. Es decir, otra acción que hará el Espíritu Santo, una vez quitada del alma la mancha del pecado, será la de donar la gracia de la filiación divina y convertir al cuerpo del cristiano en su templo: “¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo? Él habita en vosotros. Lo habéis recibido de Dios, y por lo tanto no os pertenecéis a vosotros mismos. Habéis sido comprados a precio. En verdad glorificad a Dios con vuestro cuerpo” (1 Co 6, 19-20). Significa, por lo tanto, que profanar el propio cuerpo no será ya una profanación del cuerpo, sino una profanación del Espíritu Santo, que inhabita en ese cuerpo. De ahí la gravedad de todos los atentados contra el cuerpo (intoxicación con substancias alucinógenas, drogadicción de todo tipo, alcoholismo, lujuria, gula, etc.), como así también el incorporar imágenes indecentes o música indecente; de ahí también la importancia de que nuestro cuerpo sea casto y puro, porque es templo del Espíritu Santo.
         El Espíritu Santo, Fuego de Amor divino, tendrá la función de transformar nuestros corazones, duros, fríos y negros como el carbón, en brasas incadescentes, luminosas, que transmitan al mundo el Amor de Dios.
         El Espíritu Santo, inhabitando en el cuerpo del cristiano transformado en su templo, colmará de sus dones al alma, que mediante los frutos de esos dones, hará conocer al mundo el Amor de Dios. Un cristiano que muestre los frutos del Espíritu Santo -caridad, gozo; paz, paciencia, mansedumbre, benignidad, que consiste en tratar a los demás con gusto, cordialmente, con alegría; longanimidad o perseverancia nos ayudan a mantenernos fieles al Señor en su divina voluntad, fe, templanza y castidad, castidad-. La Presencia del Espíritu Santo en una persona se nota no por sus prédicas, sermones u homilías, sino porque obra de una manera nueva, sobrenatural, reflejando los frutos del Amor de Dios, de manera tal que los demás, al verlo, pueden decir: “En este cristiano habita el Amor de Dios”. El cristiano que muestre estos frutos, hará conocer al Espíritu Santo, llamado “ese Gran Desconocido”. Esto quiere decir que si hoy no se conoce al Espíritu Santo, es porque los cristianos, recibiendo sus dones, no hacen conocer sus frutos al mundo, por medio de sus obras.
         El Don de dones de Jesucristo para su Iglesia en Pentecostés, es para toda la Iglesia y para todos y cada uno de sus integrantes, y esa Presencia del Espíritu Santo en una persona –en una comunidad- se hace patente no por palabras, sino por hechos y hechos de misericordia, manifestados en los frutos del Espíritu Santo: una persona que es caritativa, bondadosa, modesta, casta, etc., muestra que en su alma inhabita el Espíritu Santo y que el Amor de Dios es el Alma de su alma. Es para esto, para lo que Jesús envía su Espíritu Santo en Pentecostés: para que convierta nuestros cuerpos en su templo y nuestros corazones en el altar en donde se adore a Jesús Eucaristía, para que amando con el Amor de Dios a nuestros prójimos y amándolo también a Él en el tiempo, continuemos luego amándolo por la eternidad.



[1] San Hilario, Tratado sobre la Santísima Trinidad; Libro 2, 1, 33. 35: PL 10, 50-51. 73-75.

[2] Ibidem.

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