sábado, 16 de julio de 2016

“María, sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra (mientras) Marta estaba muy ocupada con los quehaceres de la casa”


Cristo en casa de Marta y María,
(Matthias Musson)

(Domingo XVI - TO - Ciclo C – 2016)

         “María, sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra (mientras) Marta estaba muy ocupada con los quehaceres de la casa” (Lc 10, 38-42). Jesús va a casa de sus amigos Lázaro, Marta y María, en Betania. Una vez allí, el Evangelio relata dos acciones totalmente diversas entre una y otra hermana: “María, sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra (mientras) Marta estaba muy ocupada con los quehaceres de la casa”. Es decir, mientras María está a los pies de Jesús, escuchando su Palabra y contemplándolo, Marta, por el contrario, está “muy ocupada con los quehaceres de la casa”. Contrariamente a lo que podría pensarse, Jesús no solo no reprocha la actitud de María –para Marta, su hermana debería ayudarla, en vez de contemplar y escuchar a Jesús-, sino que resalta y destaca el valor de lo que hace, esto es, contemplarlo y escuchar la Palabra de Dios.
         ¿Qué significa esta escena evangélica?
La actitud de las dos hermanas, Marta y María, en relación a Jesús, pueden significar varias cosas. Pueden significar, por ejemplo, dos vocaciones religiosas distintas, contemplativos y activos; pueden significar dos llamados a la santidad, sea la vocación religiosa –María- y la vocación seglar –Marta, que aunque no lo contempla, trabaja igualmente para el Señor-; finalmente, pueden representar también dos estados o momentos distintos, de una misma alma: María, cuando el alma, iluminada por la gracia, ora, ama, adora y contempla a Jesús, el Hijo de Dios encarnado, ya sea en la cruz o en la Eucaristía; Marta, cuando el alma, en vez de orar, se ocupa de sus deberes de estado, aunque siempre teniendo, en la mente y en el corazón, a Jesús.
Ahora bien, de los estados, dice el mismo Jesucristo, es mejor –“la mejor parte”- el de María, esto es, la escucha de la Palabra de Dios y la contemplación de Cristo, y es en este sentido en el que se expresa San Buenaventura, cuando dice que Cristo es el camino para ir a Dios.
En un escrito, San Buenaventura da la clave para que el alma pueda llegar a Dios, y esa clave es la contemplación de Cristo crucificado, puesto que Cristo es, dice San Buenaventura, “el camino y la puerta (…) la escalera y el vehículo”[1] que conducen a Dios. Quien contempla a Cristo crucificado, dice San Buenaventura, con fe y con amor, realiza en Él la Pascua, es decir, el paso, desde el desierto de esta vida, al paraíso, y compara al alma que esto hace, con el Pueblo Elegido que atravesó el Mar Rojo y caminó por el desierto alimentándose con el maná caído del cielo: el cayado con el que el cristiano abre las aguas del Mar Rojo y atraviesa el desierto de la vida  para salir de la esclavitud del pecado, representado en la esclavitud de Egipto, es la Cruz, y el Maná que lo alimenta en su peregrinar a la Tierra Prometida, la Jerusalén celestial, es la Eucaristía, el Cuerpo y la Sangre de Jesús, y es así cómo el cristiano realiza la Pascua, el “paso” de esta vida a la otra, estando aún en esta vida, comenzando a vivir, ya en esta vida, un “paraíso en la tierra”. Dice así San Buenaventura: “El que mira plenamente (a Cristo) y lo contempla suspendido en la cruz, con fe, con esperanza y caridad, con devoción, admiración, alegría, reconocimiento, alabanza y júbilo, este tal realiza con él la pascua, esto es, el paso, ya que, sirviéndose del bastón de la cruz, atraviesa el mar Rojo, sale de Egipto y penetra en el desierto, donde saborea el maná escondido, y descansa con Cristo en el sepulcro, como muerto en lo exterior, pero sintiendo, en cuanto es posible en el presente estado de viadores, lo que dijo Cristo al ladrón que estaba crucificado a su lado: Hoy estarás conmigo en el paraíso”[2]. Para San Buenaventura, como vemos, el “paraíso en la tierra”, es la contemplación, con fe y con amor, de Cristo crucificado, y también la alimentación del alma con la Eucaristía,
Quien contempla a Cristo crucificado, cumple la Pascua, el paso de esta vida a la eterna, aún en esta vida, pero para que el paso sea perfecto, es necesario dejar de lado la actividad del intelecto, de manera que sea el Espíritu Santo en Persona quien infunda los misterios supraracionales del Verbo de Dios encarnado: “Para que este paso sea perfecto, hay que abandonar toda especulación de orden intelectual y concentrar en Dios la totalidad de nuestras aspiraciones. Esto es algo misterioso y secretísimo, que sólo puede conocer aquel que lo recibe, y nadie lo recibe sino el que lo desea, y no lo desea sino aquel a quien inflama en lo más íntimo el fuego del Espíritu Santo, que Cristo envió a la tierra. Por esto dice el Apóstol que esta sabiduría misteriosa es revelada por el Espíritu Santo”[3]. No quiere decir el santo que la contemplación sea una actividad irracional, sino que, al tratarse de un misterio divino absoluto, es supraracional y sólo el Espíritu Santo puede iluminar e ilustrar al alma con los misterios del Hijo de Dios encarnado, y esa es la razón por la cual el alma debe “abandonar toda especulación de orden intelectual”, para que sea el Espíritu Santo el que actúe. Es esto lo que hace María, arrodillada a los pies de Jesús, escuchando su Palabra y contemplando su Santa Faz.
La contemplación de Cristo y el consiguiente paso de esta vida a la otra, no es obra humana, sino de la gracia: “Si quieres saber cómo se realizan estas cosas, pregunta a la gracia, no al saber humano; pregunta al deseo, no al entendimiento; pregunta al gemido expresado en la oración, no al estudio y la lectura; pregunta al Esposo, no al Maestro; pregunta a Dios, no al hombre; pregunta a la oscuridad, no a la claridad; no a la luz, sino al fuego que abrasa totalmente y que transporta hacia Dios con unción suavísima y ardentísimos afectos”[4]. Esto quiere decir que la contemplación de Cristo y el conocimiento de sus misterios, no es obra que surja del hombre, sino que es obra de la gracia, que al hacerla partícipe de la vida divina trinitaria, hace que el alma conozca a Dios como Dios se conoce a sí mismo, y eso es un conocimiento imposible de lograr por las solas fuerzas humanas.
Pero en la contemplación de Cristo, el Espíritu Santo no solo ilumina el intelecto para que así pueda realizar la Pascua –esto es, el “paso” de este mundo al Padre-, sino que al mismo tiempo, enciende al alma en el Amor de Dios, y para esto es necesario desear morir a nosotros mismos; es necesario desear morir al hombre viejo, al hombre apegado a esta vida terrena, para así poder desear y amar la vida eterna contenida en Cristo Jesús. Esta tarea sólo la puede realizar el Espíritu Santo, Fuego de Amor Divino, y así lo dice San Buenaventura: “Este fuego es Dios, cuyo horno, como dice el profeta, está en Jerusalén, y Cristo es quien lo enciende con el fervor de su ardentísima pasión, fervor que sólo puede comprender el que es capaz de decir: Preferiría morir asfixiado, preferiría la muerte. El que de tal modo ama la muerte puede ver a Dios, ya que está fuera de duda aquella afirmación de la Escritura: Nadie puede ver mi rostro y seguir viviendo. Muramos, pues, y entremos en la oscuridad, impongamos silencio a nuestras preocupaciones, deseos e imaginaciones; pasemos con Cristo crucificado de este mundo al Padre”[5]. San Buenaventura dice algo muy fuerte: que debemos “amar la muerte”, y luego nos anima a morir: “muramos”, pero es la muerte a nuestro propio yo, a nuestras preocupaciones terrenas, nuestros deseos y nuestras imaginaciones, porque se trata de morir al hombre viejo, para que nazca el hombre nuevo, el hombre que nace “del agua y del Espíritu”, el hombre regenerado por la gracia santificante contenida en la Sangre de Jesús y derramada en el alma por los sacramentos.
Culmina San Buenaventura afirmando que, una vez contemplado el Padre por medio de Cristo y por obra del Espíritu Santo, habremos llegado a nuestra Jerusalén, es decir, habremos encontrado lo que deseaba nuestra alma, y eso nos basta como cristianos: “Y así, una vez que nos haya mostrado al Padre, podremos decir con Felipe: “Eso nos basta”; oigamos aquellas palabras dirigidas a Pablo: Te basta mi gracia; alegrémonos con David, diciendo: Se consumen mi corazón y mi carne por Dios, mi herencia eterna”[6]. Es decir, para el católico, lo único que es necesario en esta vida, es la contemplación de Cristo crucificado –nosotros podemos agregar, también la contemplación y adoración del Cristo Eucarístico, es decir, la adoración eucarística-, y no necesita absolutamente nada más en esta tierra, porque llegar al Padre, por Cristo, en el Amor del Espíritu Santo, es ya vivir, en anticipo, la alegría, el gozo y el amor de la eterna bienaventuranza, y es esta la razón por la cual dice que Jesús que la “parte de María”, hermana de Marta, que es la escucha de la Palabra de Dios y la contemplación y adoración de esa Palabra, crucificada en el Calvario y oculta, gloriosa, en la Eucaristía, es “la mejor parte”.




[1] Opúsculo Sobre el itinerario de la mente hacia Dios, Cap. 7, 1. 2. 4. 6: Opera omnia 5, 312-313.

[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.
[4] Cfr. ibidem.
[5] Cfr. ibidem.
[6] Cfr. ibidem.

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