miércoles, 6 de julio de 2016

“Y Judas Iscariote, el mismo que lo entregó”


“Y Judas Iscariote, el mismo que lo entregó” (Mt 10, 1-7). El Evangelista describe a Judas Iscariote no por su pertenencia al grupo selecto de discípulos de Jesús, al que Judas pertenecía, sino por la horrible acción que condujo al apresamiento y posterior condena a muerte de Jesús, la traición: “Y Judas Iscariote, el mismo que lo entregó”. Dice San Ambrosio que Jesús escogió a Judas, no porque no supiera lo que Judas habría de hacer, sino que lo hizo, aún con conocimiento de causa –Jesús no podía no saberlo, siendo Él Dios en Persona y, por lo tanto, omnisciente-: “Escogió al mismo Judas, no por inadvertencia sino con conocimiento de causa. ¡Qué grandeza la de esta verdad que incluso un servidor enemigo no puede debilitar! ¡Qué rasgo de carácter el del Señor que prefiere que, a nuestros ojos quede mal su juicio antes que su amor! Cargó con la debilidad humana hasta el punto que ni tan sólo rechazó este aspecto de la debilidad humana”[1]. Y el mismo San Ambrosio afirma que Jesús quiso esta traición, para que supiéramos cómo hacer cuando alguien nos traicione: “Quiso el abandono, quiso la traición, quiso ser entregado por uno de sus apóstoles para que tú, si un compañero te abandona, si un compañero te traiciona, tomes con calma este error de juicio y la dilapidación de tu bondad”[2]. Es decir, si alguien nos traiciona, debemos tratarlo con la misma bondad con la que trató Jesús a Judas.
Pero hay otro aspecto a considerar en este Evangelio, y es qué es lo que Judas pierde, y qué es lo que obtiene, con su traición: lo que Judas pierde es la Comunión con el Cuerpo y la Sangre del Señor, en la Última Cena, al tiempo que gana la comunión con Satanás. Un autor dice así: “Quiero hablar a los faltos de juicio: Venid a comer de mi pan y a beber el vino que he mezclado. Y, tanto a los faltos de obras de fe como a los que tienen el deseo de una vida más perfecta, dice: “Venid, comed mi cuerpo, que es el pan que os alimenta y fortalece; bebed mi sangre, que es el vino de la doctrina celestial que os deleita y os diviniza; porque he mezclado de manera admirable mi sangre con la divinidad, para vuestra salvación”[3]. El Cuerpo de Jesús, la Eucaristía, es ese “pan que alimenta y fortalece” y su Sangre es “el vino de la doctrina celestial que nos deleita y diviniza”, y la razón es que, en la Eucaristía, prolongación de la Encarnación, Jesús, la Segunda Persona de la Trinidad, ha mezclado su Sangre con su Divinidad, de manera tal que el que comulga el Cuerpo, la Sangre y el Alma de Jesús en la Eucaristía, es alimentado con su Divinidad:  “(…) he mezclado de manera admirable mi sangre con la divinidad, para vuestra salvación”[4].
Pero Judas, en vez de recostarse en el adorable pecho del Salvador, para escuchar los dulces latidos de su Corazón, como hizo Juan, Judas prefirió escuchar el duro y metálico tintinear de las monedas de plata, precio y pago de su traición, y así, en vez de alimentarse del Cuerpo y la Sangre del Salvador, unidos a su divinidad, se alimentó “del bocado”, no de la Eucaristía, y en vez de ser invadido del Espíritu Santo, como sucede con los que comulgan con amor y fervor la Hostia Santa y Pura, entró en comunión con Satanás, como lo dice el Evangelio: “Judas tomó el bocado (y) Satanás entró en él” (Jn 13, 27). Y en vez de acompañar al Redentor en el Cenáculo, iluminado por la luz de su Sagrado Corazón, Judas sale del Cenáculo, rompe la comunión con Jesús, el Hombre-Dios, y se interna en la noche, no solo en la noche cosmológica, sino en la Noche eterna, en la comunión en el odio deicida con las sombras vivientes, los ángeles caídos y los condenados: “Judas salió del Cenáculo. Afuera era de noche”. En vez de dar su vida por amor a Jesús, el Redentor, como lo harían luego los Apóstoles, Judas sale para consumar la traición, envuelto en el odio a Dios y a su Mesías y devorado por el ansia insaciable de dinero mal habido, característica de la avaricia.
Tengamos mucho cuidado en preferir las cosas del mundo, antes que la Eucaristía.



[1] Cfr. Comentario al evangelio de Lucas, V, 44-45.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Procopio de Gaza, Comentario sobre el libro de los Proverbios, Cap. 9: PG 87, 1, 1299-1303.
[4] Cfr. ibidem.

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